Por NELSON RIVERA
Vivimos bajo la sensación generalizada de que Venezuela está al borde de un cambio inminente. Quisiera preguntarle por lo deseable: ¿nuestro país necesita reconstruirse o requiere de cambios muy profundos, estructurales?
Nuestro país necesita con urgencia reconstruirse y a la vez requiere de cambios muy profundos, estructurales. La destrucción de la institucionalidad democrática fue desde el primer momento un objetivo del régimen de Hugo Chávez Frías, acorde con su concepción totalitaria del poder. No podía avanzar en su “proceso revolucionario” en tanto se mantuviera en el marco de la democracia, es decir, respetando la Constitución y las leyes de la República y acatando los dictados de la Carta Democrática Interamericana.
Avanzó Chávez y luego Maduro, profundamente, en la demolición de la independencia y autonomía de los poderes públicos, del sistema judicial, de los sindicatos y gremios, de las organizaciones no gubernamentales, de los más diversos grupos humanos, que existían antes de 1998; progresivamente se fueron restringiendo la libertad de información, opinión y expresión, rasgos de un sistema democrático, cuya existencia y funcionamiento, constituirían un obstáculo insalvable para imponer un régimen o sistema que por su autoritarismo o despotismo sería rechazado claramente por una porción mayoritaria de la sociedad.
Solo era posible imponer tal régimen destruyendo todo vestigio de un sistema de alguna manera democrático, y, por el otro, demoliendo los instrumentos cívicos de ejercicio de los múltiples poderes democráticos sectoriales de la sociedad; en otras palabras: ello solo podría lograrse ejerciendo una hegemonía absoluta, total, en todos los ámbitos de la vida social, y en eso se empeñaron todos estos años. La implementación de un modelo político autoritario que menosprecia las libertades, la democracia, los derechos fundamentales y limita todas las actividades de la vida nacional, ha desencadenado esta lamentable situación sin precedentes en el ámbito iberoamericano.
El abandono de las obligaciones del Estado de garantizar y proveer las condiciones para el desarrollo de la sociedad, de oportunidades, empleo digno y de servicios públicos de calidad, ha corrido a la par de la destrucción de las instituciones, la dislocación social y la ruptura de las reglas de convivencia.
El nivel de destrucción institucional, provocado por el régimen forajido de Maduro es tal, que Venezuela transita aceleradamente hacia un estado fallido que afecta gravemente todos los órdenes de la vida de los ciudadanos y nos ha conducido a una emergencia humanitaria compleja, que el régimen pretende, sin éxito, por todos los medios negar y ocultar.
Para superar tal estado de cosas y que la sensación de cambio inminente se haga realidad, serán necesarios la voluntad y el compromiso firme de muchos para reconstruir en paz la institucionalidad democrática, con acciones profundas, que atiendan el daño estructural provocado deliberadamente en los últimos 20 años. Igualmente, acometer la tarea de rediseño de los instrumentos cívicos y de la institucionalidad, como condición necesaria, al ser estas las bases para el desarrollo de los derechos fundamentales y por tanto garantía para la viabilidad del Estado. La reconstrucción será posible con un Estado que garantice tales condiciones, con ciudadanos libres, alimentados, sanos, educados, productivos y protegidos jurídica y socialmente.
A lo largo de estos veinte años, en distintas oportunidades, los sectores democráticos han mostrado dificultades para acordar políticas unitarias frente a la dictadura. ¿Qué explica esta tendencia al desacuerdo? ¿Son negativos estos desacuerdos? ¿Hay en nuestras prácticas políticas una tendencia a la confrontación, aun cuando existan objetivos en común?
La sociedad reclama con urgencia, a sus líderes políticos, cesar la confrontación inútil, los desacuerdos, las intrigas, las prácticas políticas innobles, para poder lograr los acuerdos y pactos que permitan superar uno de los momentos más críticos por los que atraviesa la historia de la nación. En igual medida, que estos cumplan sus compromisos y la palabra empeñada, para lograr la unidad y la coherencia de sus acciones políticas, crecerá la confianza y la credibilidad de los ciudadanos hacia estos nuevos liderazgos, a los cuales les espera una tarea formidable.
Venezuela en el pasado fue capaz de llegar a acuerdos que permitieran enrumbar a la nación hacia la democracia y el desarrollo. Así, en 1958, el Pacto de Punto Fijo permitió desarrollar las bases mínimas de gobernabilidad del período democrático que siguió a caída la dictadura de Pérez Jiménez y fue modelo para el nacimiento de otras democracias como las de España y de Chile.
Para lograrlo en el momento actual, se requerirá de la voluntad, la comprensión, la madurez, la trascendencia de las decisiones de los líderes, que conducen los diversos grupos y sectores democráticos de la sociedad y que comprenden que el destino y el bien común de la nación está por encima de los intereses y apetencias grupales y personales. Por eso mismo, en 2015, se logró con un esfuerzo unitario singular de los maltrechos y debilitados partidos políticos y de numerosos sectores independientes de la sociedad, reconquistar la Asamblea Nacional. Esta es una lección aprendida que no debe desecharse y por el contrario debe ser reproducida.
La política es confrontación civilizada de ideas, que parten de visiones plurales y diversas; el reto democrático es la construcción de acuerdos. Siempre habrá dificultades para formular y gestionar políticas públicas, pero estas aumentan cuando no hay aceptación del disenso ni participación de minorías. O cuando se pretende imponer una visión única, hegemónica, sin debate.
En medios de comunicación y redes sociales viene produciéndose un fenómeno: persistentes manifestaciones de nostalgia hacia el país previo a 1999. ¿Es posible que el deseo de cambio oculte, en alguna medida, un deseo de volver atrás? ¿Es retrógrado el deseo de volver atrás?
Más que añoranzas por el pasado, por el país que fuimos y vivimos, subyace la idea de las oportunidades que disponíamos para nuestro desarrollo social y personal, o el reclamo de nuestras libertades y derechos fundamentales extraviados. No es retrógrado añorar el ejercicio pleno de la calidad de vida, de las garantías y medios para alcanzarlos y exigir la protección de los ciudadanos, como parte de las obligaciones del Estado, transformadas ahora en dádivas, diseñadas para el control social y político de la población.
El cambio deseado, hacia una sociedad más justa es absolutamente legítimo, pero ese cambio debe ponderar con ecuanimidad los errores y fracasos del pasado para no repetirlos y a la vez recoger las numerosas experiencias valiosas que permitieron avanzar, los ejemplos exitosos que deben reproducirse para atender los nuevos retos.
Negar esa historia es condenarnos a repetir los errores cometidos, no por la voluntad de un pueblo, sino en la mayoría de los casos por el voluntarismo de líderes y caudillos autocráticos, inspirados por el mesianismo, las utopías y los intereses de grupos, o por la coacción, el hambre, la miseria, el asistencialismo populista y cuando estos mecanismos fallan, por la fuerza, el miedo, la represión, ordenada por quienes ejercen tiránicamente el poder.
¿Qué reivindicaría del período 1958-1998? ¿Es factible recuperar algunas prácticas de esas cuatro décadas?
Antes de 1999, la República civil conservaba rasgos importantes de sistema democrático, como por ejemplo cierta independencia y autonomía de los poderes públicos, y alguna supervivencia y ejercicio de los “poderes democráticos” de la sociedad: los derechos, garantías y reconocimientos constitucionales; la posibilidad de organización y de libre acción de agrupaciones sectoriales como los partidos políticos, organizaciones no gubernamentales, sindicatos de trabajadores, gremios, agrupaciones de empresarios, en fin, la organización de grupos humanos con intereses afines para actuar socialmente en defensa de estos; todo ello en el marco del ejercicio de las importantísimas libertades de información, de opinión y de expresión. El poder social, por así decirlo, estaba amplia y diversamente repartido, de manera que quien se propusiera gobernar de acuerdo con los intereses generales de la sociedad –rasgo esencial de la democracia– tenía por fuerza que hacerlo con la mayor ecuanimidad social posible. El tiempo ha permitido reivindicar los importantes logros alcanzados en ese período, en calidad de vida, bienestar social, salud, educación, vivienda, comunicaciones, ambiente, trabajo digno y servicios básicos.
¿Hay factores o energías en la cultura política venezolana que nos permitan ser optimistas ante la necesidad de cambio? ¿O es razonable la sospecha de que el deseo de un poder clientelar y distribuidor de subsidios, sigue siendo un paradigma de una parte importante de la sociedad?
Hay sobradas razones para sentirnos optimistas. Hay muchas personas de bien, afuera y dentro de nuestro país, que a pesar de todas las dificultades sufridas, somos solidarios y estamos comprometidos en la reconstrucción de nuestro país, dispuestos a enfrentar las adversidades con templanza. Que entendemos la idea de progreso, como esfuerzo individual y colectivo, en el ámbito de nuestras competencias, habilidades y libre albedrío, de ejercicio libre de derechos y deberes y de la acción rectora del Estado como norte para garantizar la universalidad de los derechos fundamentales, la igualdad ante la ley y de oportunidades para el acceso a la salud, a la educación, a la cultura, al trabajo, a la protección social y a los bienes y servicios esenciales de la población.
Hay que superar el modelo impuesto por la dictadura, de un poder clientelar como parte importante de la sociedad. Los ciudadanos padecemos las consecuencias de una serie de obstáculos institucionales, creados progresivamente por la dictadura, en desmedro de la población. Aquella defiende sus propios beneficios y privilegios, aferrada al poder, excluyendo a quienes se les oponen. Mientras quienes por necesidad aceptan las perversas reglas del Estado (que no indica “adhesión ideológica”) eligen forzosamente la dependencia del mismo. Los múltiples mecanismos implementados como “protección” o ayudas sociales directas, terminaron siendo instrumentos de segregación social como el carnet de la patria, o las miserables cajas CLAP, que procuran obtener la lealtad y la sumisión de los ciudadanos y su control político y social y los conducen a una mayor pobreza y exclusión. La masa de pobres, cada vez mayor, culturalmente refuerza sus comportamientos, que mantiene y reproduce la pobreza.
¿Fuerzas como la polarización, el revanchismo, la dificultad para escuchar opiniones distintas y la fragilidad de los liderazgos, deben preocuparnos? ¿Pueden ser factores que afecten la perspectiva de cambio?
Las perspectivas de cambio deberán estar fundamentadas en la equidad, en la inclusión, en el debate de ideas, en el respeto de la alteridad pero también en la aplicación oportuna y proporcionada de la justicia y la reparación de daños a las víctimas. Los nuevos liderazgos no deberán ser producto de la imposición; deberán ser el resultado del concierto de la experiencia, de la capacidad y el estudio y de asumir responsabilidades de mediación, entendimiento, transparencia y rendición de cuentas, inspirados en valores ciudadanos y códigos de conducta y del cumplimiento de obligaciones y deberes de consciencia, que sean inspiración para los servidores públicos y ejemplo para el país.
Atrás deberán quedar la polarización, el revanchismo, la exclusión, la descalificación, la mentira y la falta de tolerancia por las opiniones contrarias, rasgos que en vez de fortalecer, debilitan la imagen del nuevo liderazgo político.
Se dice que el desafío que enfrentará Venezuela tras el cambio de régimen es inédito. ¿Comparte usted esa afirmación? ¿Venezuela debe enfrentarse a lo inédito?
El desafío que enfrenta Venezuela es inédito, actualmente, y en la inmediata transición, que permita el cambio del régimen usurpador, tanto por las enormes tareas que hay que emprender para reconstruir las instituciones, superar la ingobernabilidad, la corrupción, el colapso de las finanzas nacionales y de la producción de bienes y servicios, el empobrecimiento de las personas, el deterioro de las condiciones de vida, la desnutrición, la inseguridad, el deterioro de la salud, la pérdida del capital humano por la migración masiva forzada, el deterioro medio ambiental, de la educación, las ciencias y la cultura, las reglas de convivencia y el colapso e ineficiencia masiva de los servicios públicos esenciales; así como por los extraordinarios recursos materiales y humanos que deberán ser utilizados para recuperarlos. Tal escenario complejo y de calamidades superpuestas ha sido reconocido por las agencias de las Naciones Unidas, expertas en crisis humanitarias y por los informes de los altos Comisionados de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, como una crisis regional que impacta gravemente a nuestra nación y al continente y en consecuencia debe ser atendida sin dilaciones y que no puede ser resuelta exclusivamente por nuestro país.
La prioridad del Estado será atender inmediatamente la emergencia política compleja que sufre Venezuela, mediante todos los recursos nacionales, con apoyo de la asistencia y la cooperación internacional, dada su complejidad y magnitud. Se privilegiarán acciones coordinadas e intersectoriales de programas sociales de auxilio, dirigidas a poblaciones vulnerables o en situación de precariedad social.
El destino democrático de nuestro país está en manos de la coherencia, la consistencia moral, la probidad y la sabiduría de los líderes capaces, que asuman con responsabilidad y desprendimiento, el enorme compromiso de la reconstrucción nacional. Los ciudadanos demandaremos el fiel cumplimiento de estos compromisos y estaremos dispuestos a participar activamente en esta tarea excepcional, que exigirá sacrificios mayores en recursos humanos y materiales en los próximos años, para poder contar con un país saludable, educado, en armonía e igualdad de oportunidades; un camino por el que transitamos en el pasado, ahora, con mayores obstáculos.