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Habla Gustavo J. Villasmil Prieto

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Por NELSON RIVERA

—¿Podría describir, en gruesos trazos, el estado de cosas en el sistema de salud venezolano? ¿Cuán deficiente es hoy en relación con las necesidades de la sociedad venezolana?

—La sanidad pública venezolana ya no existe. Hay que decir que aquella organización sanitaria que pensaron sus fundadores en 1936, al conjuro de una visión compartida del país y de la medicina, y que evolucionó en el tiempo hasta alcanzar algunas de las más grandes hazañas médicas del siglo veinte, ha sido desmontada pieza a pieza. Venezuela controló la malaria antes que la antigua Unión Soviética, años en que los rusos se jactaban de sus perros en órbita y de sus ojivas nucleares. En un momento dado llegó a ser mayor el riesgo de contraer malaria en las islas griegas o los Everglades de Florida que en Boca de Aroa o Valle de la Pascua. Cuando mi querido profesor, el eminente parasitólogo y malariólogo Oscar Noya, nos mostró el certificado conferido a Venezuela por la Organización Mundial de la Salud declarándonos país libre de malaria en 1961 —un año antes de que yo naciera— me sentí profundamente conmovido como médico y como venezolano. El destino de todo un país cambió entre una generación y la siguiente en ese año. Yo mismo estaba siendo llamado a una vida que mi padre no pudo vivir y mi abuelo ni tan siquiera imaginar. De aquella magnífica legión sanitaria que se desplegara por toda Venezuela con la  misión de universalizar la asistencia médica a todos sus ciudadanos no quedan hoy más que viejas fotografías y el recuerdo inspirador de la más noble épica civil de la Venezuela de todos los tiempos. Porque no fueron los generales los que derrotaron la malaria, el peor enemigo que jamás ocupara a Venezuela, ni a la tuberculosis ni a la uncinaria: fueron los civiles.

La sanidad de la Venezuela democrática sumó a nuestra gente diez meses de vida por año hasta incrementar la esperanza de vida al nacer de 63 a 65 años a principios de los sesenta. La esperanza de vida al nacer es un indicador “duro”, muy difícil de mover. Aquella sanidad lo logró, no solo venciendo a la malaria sino abatiendo la mortalidad materna y la neonatal mediante la profesionalización de la atención del parto, que a principios de los sesenta ya era casi del 75%. Imaginemos eso: en un mundo aterrado entonces por la crisis de los cohetes de Cuba, los zapatazos de Nikita Kruschev en la ONU y el peligro de una inminente guerra nuclear entre superpotencias, en este país ¡tres de cada cuatro niños ya nacíamos en hospitales, atendidos por médicos y enfermeras!

Como digo, de todo aquello casi nada queda. El sistema sanitario venezolano ha sido devastado, y de manera deliberada. No es cierto que la crisis sanitaria venezolana comenzó en 1998. Pero sus debilidades y falencias, lejos de ser atacadas, fueron políticamente aprovechadas para penetrarlo con tesis, modelos y prácticas sanitarias orientadas a fines muy distintos a los de su misión original. Cito las dos más evidentes: la articulación de la sanidad con redes de control social de la población en las llamadas “misiones” y su constitución como una verdadera corporación de negocios cuyos beneficiarios principales fueron Cuba y su régimen.  Desde 2015 la esperanza de vida al nacer en Venezuela se ha reducido en 3,7 años. En 2019 cerramos con 320.000 casos de malaria y con 125 muertes maternas por cada 100.000 niños nacidos, superior a la de Guatemala, Nicaragua y El Salvador y solo superada por Bolivia, Paraguay, Guyana y Haití. Creo que todo eso retrata bastante bien lo que hoy somos.

—Sugiere usted que la crisis del sistema de salud no ha sido causada exclusivamente por el régimen en el poder, sino que tiene sus causas profundas en el modelo del “Estado que cura”. ¿Podría explicar qué es y de dónde proviene la idea del “Estado que cura”?

—En la perspectiva de la historia de las ideas y tratando de no extraviarme en las distintas coyunturas por las que la sanidad venezolana ha atravesado, yo postulé  en 2012 la tesis del “estado que cura” en un intento por entender y sistematizar los esfuerzos históricos en materia de políticas públicas que en Venezuela se han llevado a cabo de manera bastante sistemática desde 1936 con el fin de ver materializada una cierta idea moderna de lo sanitario. Fue notable la estabilidad de tales políticas a lo largo de la historia venezolana reciente, desde sus inicios con el lopecismo y el medinismo pasando por el trienio adeco y la década militar hasta su definitiva universalización en la era democrática. El Estado, que con Guzmán Blanco había prometido educar, con López Contreras prometía ahora curar. La idea sanitaria en Venezuela es dos veces centenaria. Su origen es claramente ilustrado, borbónico. Cuando Carlos III “inventa” a Venezuela creando la Capitanía General en 1777, pone también la simiente de lo sanitario con la creación del Protomedicato de Caracas ese mismo año. “¿Qué se ha hecho hoy por mis súbditos?”, solía reclamar el monarca católico a sus ministros con el pensamiento puesto entre los Pirineos y las Filipinas, nosotros incluidos. La idea de la beneficencia sanitaria en Venezuela tiene ese origen. Nuestra primera organización sanitaria —las “juntas”, cuan más famosa la de la vacuna que integrara entre otros Don Andrés Bello— fue borbónica y en tanto que tal terminó arrasada por los libertadores. Un siglo más tarde, en 1936, la idea sanitaria era restaurada por un general oriundo de la lejana Queniquea que llegó a Caracas con los Sesenta de Castro, que comandó la represión de los estudiantes del año 28 poniendo preso a su propio hijo y que sucedió a Gómez en su condición de ministro de Guerra y Marina. Eso hay que decirlo. Me refiero a Eleazar López Contreras.

Amparada bajo la idea del “Estado que cura”, Venezuela fue exitosa. Hay que decirlo. La renta petrolera hizo posible “comprar” modernidad sanitaria. Pero el efecto de la renta acabó haciendo de la sanidad, como de la educación, de las empresas del Estado y de una amplia gama de instituciones de la administración pública, un codiciable botín para grupos de interés económicos, políticos y sindicales que a su captura se lanzaron aún a expensas del sacrificio de su misión original. Que nadie diga entonces que el origen de esta tragedia está en el chavismo. Aquí la “crisis” de la salud data de mucho antes. De hecho, es una impropiedad hablar de “crisis” de la salud, ninguna crisis dura 40 años. Aquí lo que hubo fue un arreglo, un statu quo en el que la masa crítica de beneficiados era superior a la de perjudicados. El efecto de la renta en ello fue siempre claro. Hasta que la matemática tras aquel arreglo no dio más de sí y aquel sistema tan cuidadosamente diseñado empezó a venirse abajo.

—El “Estado que cura” habría tenido su epifanía en 1936. ¿A qué se refiere con ello?

—1936 es el año de nacimiento de la moderna sanidad pública venezolana. La creación de una estructura de gobierno con gran autonomía administrativa especializada en la materia (veníamos de un ministerio de salubridad que compartía cartera con el de agricultura) es mérito del lopecismo. La coyuntura política del momento jugó un papel sin duda relevante en ello. Gómez muere en diciembre de 1935. Sus herederos políticos se emplean a fondo en la idea de sostener un “gomecismo sin Gómez”. Por primera vez el país alzó la voz. En febrero del año siguiente hay protestas callejeras. Abundan quienes reclaman el regreso de la represión que apuntale al debilitado viejo orden, entre los que hay que destacar al más grande catedrático venezolano de Anatomía de todos los tiempos, el doctor José “Pepe” Izquierdo. A él se le atribuye uno de los exhortos públicos más infelices que recuerde nuestra historia, el famoso “¡saque el machete, mi general!”, radiado a través de la señal de la Caracas Broadcasting. Pero López Contreras había comprendido que el poder ya no podía sostenerse en el filo de los sables y que el Estado tenía funciones específicas que cumplir en el que debía ser para entonces el país más atrasado de Iberoamérica.  El 21 de febrero de aquel año, el viejo general en jefe se despoja de su guerrera y viste la levita de magistrado para anunciar ante el Congreso el que estaría llamado a ser el primer gran programa de política social que se conociera en este país, el Programa de Febrero. “Educar, sanear y poblar” y no el “plan de machete” habría de ser la nueva consigna nacional. Apenas cuatro días después, el 24, hacía su entrada a Miraflores como ministro de Sanidad y Asistencia Social el gran Enrique Tejera Guevara. Lo sanitario estaba siendo elevado, por primera vez en Venezuela y de manera “epifánica”, al rango de política formal de Estado.

—Usted recuerda la encuesta epidemiológica del Distrito Federal —1924— que arrojó un dato que hoy luce escalofriante: nuestra expectativa de vida era de 30 años. Durante las siguientes ocho décadas eso cambió radicalmente: se sumaron más de 40 años de vida al promedio. ¿No es ese un indicador suficientemente poderoso para justificar al “Estado que cura”?

—Venezuela era un país prácticamente inviable hasta que irrumpe en nuestras vidas el factor petróleo. Dos tercios de Venezuela eran zona malárica. Durante la pandemia de gripe de 1918, la mal llamada “gripe española”, el propio Gómez y su clan abandonan Caracas a su suerte para ir a encerrarse en sus dominios de Maracay. No les serviría de mucho, ya que allá la parca también les llamó a la puerta llevándose a Alí, el más probable delfín del régimen. El famoso estudio del doctor Razetti es absolutamente elocuente al respecto: el nuestro era un país de espectros. Creo que quien mejor retrató la Venezuela que éramos fue Miguel Otero Silva en Casas muertas: ¡este país era un Ortiz de casi un millón de kilómetros cuadrados! Nadie, salvo el Estado, estaba en condiciones de intervenir ante un hecho de tal magnitud, entre otras razones porque en ello iban motivos estratégicos: la industria petrolera y sus inversiones requerían de un mínimo de salubridad para poder operar aquí. Venezuela empezaba a figurar en el mapa del mundo como proveedor de petróleo, la nueva variable en juego. Los intereses norteamericanos se activaron. Así, por ejemplo, el doctor Gabaldón fue becario de la Fundación Rockefeller en 1935, pudiendo viajar a formarse en Johns Hopkins. Ningún privado en Venezuela habría puesto “ni medio” en ello, como tampoco en revertir la catástrofe sanitaria de principios de siglo. Eso solo lo pudo hacer el Estado. Y hay que decir que lo hizo con éxito.

—Propone usted el paso del “Estado que cura” a un “Estado que procura”. ¿En qué consiste? ¿Podría describir sus características principales? ¿En qué se diferencia a lo que tenemos hoy?

—Los éxitos del Estado en aquel entonces no podían garantizarle de antemano éxitos a futuro. El problema que enfrentaron Gabaldón y los fundadores de nuestra sanidad pública era ciertamente formidable: ¡nada menos que sanear 600.000 kilómetros cuadrados cundidos de malaria! Pero era también un problema, operacionalmente hablando, simple. Se trataba de diagnosticar a los enfermos, tratarlos con una solo droga (cloroquina) y eliminar a su único mosquito vector (el anófeles) empleando para ello un solo producto químico (el DDT). En términos similares estaba planteada, por ejemplo, la lucha antituberculosa: diagnosticar a los enfermos con el apoyo de una tecnología muy sencilla (los rayos X) y tratarlos con las dos o tres drogas disponibles para la época, cuando no apelando a algunos procedimientos quirúrgicos que hoy nos resultan incluso cuestionables. No había mucho más que ofrecer. Siendo objetivos, hay que reconocer que uno de los factores críticos del éxito de la primera sanidad moderna venezolana residió en el hecho de que sus principales prestaciones eran generables con grandes economías de escala. La demanda era bastante homogénea: palúdicos, tuberculosos, infestados con parásitos, etc. La oferta, sencilla, barata y muy estandarizada. Tratar a un enfermo palúdico era lo mismo que tratar a mil, pues el tratamiento era prácticamente el mismo, su costo bajo y su provisión muy fácil. Si a todo ello le unimos una cultura organizacional enraizada en valores sanitarios profundos y en una ética civilista excepcional, se entiende que los obreros de Malariología vestidos de caqui que recorrieron a este país a lomo de bestia gocen hoy de un sitial en la memoria colectiva venezolana al que jamás llegaron los Bravos de Apure vencedores en Carabobo.

Pero la epidemiología de las enfermedades crónicas no transmisibles en una Venezuela esencialmente urbana y en estos tiempos “hipermodernos”, como los llama Gilles Lipovetsky, terminó imponiendo realidades con las que el Estado no supo lidiar. Las enfermedades ahora son otras, más complejas, lo mismo que las terapéuticas disponibles. Los crecientes costos de la atención médica amenazan incluso a las economías más fuertes del mundo. El viejo concepto de beneficiencia que animara en sus orígenes a nuestra sanidad pública moderna e incluso mucho antes, a la borbónica, se vació de significado. Así, al modelo según el cual “el que asiste no tiene obligación y el asistido no tiene derecho” es sustituido por otro muy distinto: “El que asiste está obligado a hacerlo y el asistido es titular del derecho a serlo”. No podía ser de otro modo siendo que desde 1946 el derecho a la asistencia médica en Venezuela cobraría rango constitucional.

Desde hace no menos de 30 años las grandes fortalezas tecnológicas, en materia de infraestructuras y de capital humano, se han ido acumulando alrededor del sector privado. Aquí, en cuanto a prestaciones de alta complejidad en cardiología invasiva, cirugía cardíaca, oncología, trasplante de órganos, traumatología, oftalmología, odontología, imagenología y cuidados intensivos, por solo citar algunos ejemplos, el sector privado es de lejos más fuerte que el público. Esa es una realidad. Como también lo es que el sector sanitario privado en Venezuela le debe lo que es a políticas de Estado cuyas consecuencias hoy todos sufrimos. El dólar subsidiado, la expansión del gasto público y del consumo más allá de lo soportable por nuestra economía partir de los años setenta estimularon una oferta privada de servicios médicos que respondía a una demanda sobreestimulada: aquí no había funcionario sin póliza privada de HCM pagada con fondos públicos. También habría que mencionar el hecho de que sus plantillas profesionales se formaron casi exclusivamente en universidades públicas en las que recibieron una excelente formación a título gratuito. El sector privado tendría ahora un papel clave que jugar como socio del Estado, que de proveedor directo de atención médica pasaría a ser procurador. Es la alianza que habría que construir. Les toca ahora arrimar el hombro a los privados. Ya era tiempo.

Ese posible “Estado que procura”, ¿es compatible con lo establecido en el artículo 83 de la Constitución Nacional, que garantiza el derecho a la salud?

—Con voluntad política, totalmente. Lo hicimos en Miranda con una Constitución estadal enmendada por Diosdado Cabello un año antes y una Ley de Salud de los tiempos de Enrique Mendoza. Hay que asumir realidades y enfrentarlas: el Estado venezolano ya no puede ser el púnico que cure y genere de manera directa lo que el venezolano enfermo requiera. La razón es simple: hace mucho que ni sabe cómo hacerlo ni tiene cómo. Pero el control de la renta petrolera que ejerce le posiciona como un actor clave en lo que tiene que ver con las regulaciones con las que el sistema de atención médica ha de operar y, sobre todo, con su financiamiento. ¿Por qué no unir esas fortalezas con las de un sector privado técnicamente más competente y equipado? El Estado debe materializar el derecho a la asistencia médica del ciudadano. Creo firmemente en ello. El “trumpismo” sanitario demostró lo que era con uno de los manejos más calamitosos de la pandemia de covid-19 en país alguno en el mundo y que acabará con más estadounidenses muertos que en la Guerra de Secesión. El contraste más curioso con tal política lo vimos en el las islas británicas, donde los londinenses salieron en Año Nuevo a rendir homenaje al denostado National Health System (NHS) que en Gran Bretaña fue el que le plantó cara al covid-19. Está claro entonces que hay cosas que repensar. En materia sanitaria, ni el mercado ni el Estado pueden por sí solos.  ¿Por qué debería entonces el Estado constituirse en proveedor directo de estos servicios en Venezuela? O, ¿por qué, aterrorizados ante las imágenes que nos llegan desde los hospitales públicos, tenemos que aceptar que la distribución de un bien meritorio como la atención médica  en Venezuela deba dejarse a merced del juego entre la oferta y la demanda? ¿Por qué negar el acceso de un venezolano necesitado de una determinada atención médica en la que un proveedor privado resulte más competente, condenándolo a lo que mal que bien pueda ofrecérsele en un hospital público sin experiencia ni equipamiento? Y viendo el mismo problema a la inversa, ¿qué proveedor privado, por ejemplo, querría absorber la demanda de atención médica de las comunidades warao de Delta Amacuro, en las que la prevalencia de VIH/SIDA está entre las más altas del mundo? Dejémonos de tartufadas y de narrativas de pretendida pureza “química” que muy poco tienen que hacer con el drama de un país con la más alta carga de enfermedad de la región. A mis enfermos y a mí ni nos sirven las pendejadas de Boaventura de Sousa Santos ni las de Robert Nozick. Vayamos todos, Estado y privados, en pos del venezolano enfermo. La ética nos lo impone.

Porque este tema o lo asumimos en perspectiva ética o nos resignamos a seguir coleccionando los indicadores sanitarios más impresentables de toda Iberoamérica. De lo que se trata aquí es de materializar lo que hoy no existe: el derecho del venezolano a la asistencia médica. Creo también que es hora de que la renta petrolera, que en Venezuela ha servido para todo, se emplee a fondo en función del más débil entre los débiles: el venezolano enfermo. Y en materia sanitaria, en Venezuela sonó la hora de aquello que el constitucionalista italiano Luigi Ferrajoli bien llamara “la ley del más débil”.

—‘El político’ y el ‘buen tecnócrata’ aparecen en su libro como “los personajes trágicos” de la sanidad venezolana. ¿Por qué?

—La política, decía el gran Rudolph Virchow, es “medicina en gran escala”.  Asumir, como lo hacen los tecnócratas, que la gestión política de la sanidad pública se reduce a unas determinadas intervenciones en función de unos indicadores puestos en una “balance score card” y que las grandes realidades subyacentes a la enfermedad en la Venezuela de hoy se pueden modelar en Excel® resulta de un infantilismo insólito. Pero el “político” no ha sido menos lesivo a la gestión sanitaria en Venezuela. Lo hemos visto en estos años, en los que un ministro de Salud en promedio escasamente permanece en el cargo más de un año. Pasan de veinte ya, todos ellos perrunamente leales en lo político, pero totalmente incompetentes para esa posición. Hoy la carga de enfermedad que soporta un venezolano promedio es mayor que la del resto de los países de la región. Allí se están expresando la pobreza, la inequidad, la marginación social, la precariedad en todo sentido. ¿Cómo manejar ese drama? ¿Con qué software?  ¿Qué consultor va a “fajarse” con eso? ¿O acaso serán los cuadros del partido repartiendo cajas de comida? Tales son las complejidades de la salud en Venezuela en tanto que problema de Estado. Para mí, Gabaldón es el arquetipo del gerente público sanitario  que necesita Venezuela. Hombre de sólida formación técnica, no fue Gabaldón un tecnócrata insípido sino un hombre de Estado en todo el sentido de la palabra. Incluso pudo ser presidente de la República tras el asesinato de Delgado Chalbaud.

En el capítulo que titula “Notas de guardia”, en una de ellas dice: “Financiar al enfermo, no al hospital”. ¿Cuál sería la ventaja?

—Financiar al enfermo significa financiar a la demanda. En una asistencia médica fundada en tal principio, los pagos a los proveedores se hacen en función de la cantidad y calidad de los servicios prestados y no de “presupuestos históricos” que no son más que los mismos del año fiscal anterior corregidos —cuando tenía sentido hacerlo— por la inflación. La sabiduría popular sabe hace mucho que “música paga no suena”. Con pagos garantizados por la vía de convenciones colectivas, de los llamados “derechos adquiridos” y demás prerrogativas de las que se rodean los factores “fuertes” dentro del sistema, ¿quién se va a acordar de ese “débil” que es el enfermo? Financiar al enfermo y no al hospital significa la implantación de un sistema de incentivos que haga que tenga sentido hacer más y hacerlo bien. ¿Por qué se marchan nuestros jóvenes médicos a Chile? Porque aquel sistema les remunera como jamás lo serían aquí. Trabajan muchas horas y bajo estándares muy exigentes. Pero su esfuerzo se ve retribuido a niveles inimaginables en Venezuela, donde creímos poder funcionar con altos estándares de excelencia en nuestros hospitales públicos a hombros de un verdadero proletariado médico. A los médicos venezolanos se los llevó del país la famosa “mano invisible”. Y será ella la que nos los traiga de vuelta algún día siempre y cuando les demostremos que esforzarse y ser el mejor tiene sentido en este país. Ninguno de esos muchachos regresará porque le prometan incrementarle “la cestatique”,  lo agasajen cada 10 de marzo en un coctel con tragos baratos o lo pongan en el “line up” del equipo de beisbol del Colegio de Médicos: regresará solo cuando su único capital —sus talentos y conocimientos— sea remunerado con arreglo a estándares del mercado global. El médico-funcionario ha dejado de existir.

—En el título de su libro hay una frase, “soluciones privadas a problemas públicos”, que es pertinente evaluar: ¿es posible superar los prejuicios que dominan en Venezuela contra el sector privado, de modo que el sistema de salud responda a sus parámetros?

—¡Pues creo que más nos valdría hacerlo! La Venezuela del Estado omnipotente, el que tenía todas las respuestas en sus manos, hace mucho que ya no existe. Queda la opción de cruzar la calle y tocarle la puerta al sector privado para invitarlo a conformar consorcios estadales que hagan posible unir fuerzas en beneficio del venezolano enfermo. Lo hacen los alemanes, donde una densa red de proveedores privados concierta con “cajas” que agrupan a usuarios cuyos ingresos derivan de los impuestos generales que recauda el Estado. Lo hacen también los canadienses, cuyo sistema pone a los privados a prestar el servicio al ciudadano y el Estado paga. No creo en sistemas exclusivamente privados en los que el Estado no juega papel alguno. No, esa no es la vía para nosotros. Pero tampoco la de los monopolios público sanitarios como el venezolano. La tragedia que han ocasionado está a la vista de todos: Venezuela es un país en el que un diagnóstico puede equivaler a una verdadera sentencia a muerte. ¿Estamos como sociedad resignándonos a ello? He allí el debate que hay que dar, más allá de las facultades y colegios médicos, de los “famosos” y de los “expertos”, de las burocracias internacionales y de sus enjambres de “consultores” que nunca faltan; y más allá también de los mentideros políticos, de los sindicatos y de las cámaras de industria y comercio. ¿Qué va a hacer este país con sus enfermos? ¿Descartarlos? ¿Abandonarlos a las leyes de la biología, que consagran la supervivencia del más fuerte? ¿Y nuestros niños, nuestros ancianos, nuestras embarazadas, nuestros enfermos crónicos, nuestros indígenas, nuestros emigrantes? ¿Qué hacemos con todos ellos? ¿Borrarlos de la lista por “gravosos”? Ese es el debate. Yo, al menos, voy a darlo con quien toque, sin pedir cuartel y sin darlo. A eso me voy a dedicar. Siento que no puedo hacer menos.

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