Por LILIANA LARA
I.
A la maestra de mi niño se le ocurre la genial idea —para romper el hielo, dice— de entregar unos papelitos con frases célebres que cada uno de los padres sentados en círculo debe leer. Trágame tierra, me digo. Me debato entre leer o no leer. ¿Tal vez pedirle al padre que tengo al lado que lea por mí y excusarme elegantemente por mi extranjeridad? Escucho las frases. Nada del otro mundo, me digo. Frases célebres que parecen sacadas de las actualizaciones de Facebook. De hecho, alguien lo dice: que cuando llegue a su casa va a poner la frase que le tocó en su estado de Facebook o de Twitter. Yo espero mi turno como quien espera el turno para sacarse una muela. ¿Pedir anestesia o hacerlo a sangre fría? Escucho la frase de la madre que tengo al lado y me digo: “¡bah, esto es nada para mí!” (y hasta me lo digo en hebreo: “catan alai”). La madre lee una cosa muy simple y corta, algo como “Ser prematuro es ser perfecto”. Ese tipo de aforismo certero como una flecha, inentendible como una imprecación en una lengua muerta (pero a quién le interesa entender, lo importante es que parezca algo grande). ¿Debo decir que el papelito que me tocó era tan largo como los rollos del mar muerto? Desenrollarlo me llevó horas. El aforismo más largo que se le hubiese podido ocurrir a nadie aparece ante mis ojos y a la espera de mi lectura otros miles de ojos ansiosos parecen estar a la expectativa de escuchar las revelaciones de las tablas de la ley. Leo como puedo, soy corregida 150 veces, y finalmente hago lo que debí hacer desde un principio: darle aquel testamento al padre que tenía al lado. “Lee tú” —le digo, con la violencia que da el deseo de abandonarlo todo.
II.
Las vecinas llevan a sus niños al parque sólo para tener una excusa de encontrarse a intercambiar informaciones, sugerencias y opiniones. Una forma elegante de decir que se reúnen a chismear de lo lindo. Comadrear a diestra y siniestra. Intrigar fervorosamente. Y yo no tengo la velocidad de idioma requerida para chismear en un grupo de cinco madres escandalosas, violentas, culebréricas. Comienzo a decir algo y todas me miran interesadas, quieren saber qué opino o qué nueva información les puedo ofrecer, pero en vista de mi lentitud y mi tartamudez, se cansan y se cierra nuevamente ese leve, breve, delicado espacio que me habían dejado para hablar.
Este largo verano sin trabajar me ha dejado oxidada la lengua. Paso las mañanas en un monólogo interior en español, encerrada en mi lengua secreta. Y en las tardes escucho chismes vecinales que se desplazan a la velocidad de la luz. Querer intervenir es como meterse en una lluvia de meteoritos y pretender no ser arrasado.
III.
Yo nunca voy a hablar bien esta lengua, aunque la entienda de pe a pa. Siempre seré una impostora. Soy como la letra hache de mi lengua, estoy allí, pero a veces soy muda. Y como la letra hache, aunque nadie me escuche, tengo una secreta participación en el diálogo infinito. Incluso a veces formo bellas palabras, sobre todo si estoy junto a otras letras —letras afines—. Pero cuando estoy sola o con letras hostiles, quedo muda.
También hay gente que no me determina. Gente de muy mala ortografía.
*Abecedario del estío. Liliana Lara. Sudaquia Editores. New York, 2018.