Mi gusto es razón y también es memoria. Los sabores que añoro revivir, o aquellos que no deseo repetir, conforman un repertorio de imágenes que se aloja en mi memoria como una gran base de datos donde convergen placeres evadidos, rechazos enquistados, momentos efímeros, aromas fugitivos.
Siendo Caracas mi comarca, los primeros caracteres que ingresaron a mi alfabeto gustativo remiten a la cocina caraqueña de mi casa y a los platillos de comedores públicos frecuentados con mamá: fuentes de soda, cafetines y restaurantes de finales de los años cincuenta y comienzos de los sesenta, cuando en la capital venezolana comenzaba a dibujarse un mapa gastronómico impregnado de modernidad.
Dentro de esas referencias, evoco con nostalgia las escapadas de los sábados con mi abuelo. En horas del mediodía acudíamos a modestos establecimientos de La Candelaria, domicilio de los Gambús desde que llegaron del interior del país. Había un sitio en particular donde nos servían una suculenta tortilla de papas, adjetivada con trozos de cebolla y rojo pimentón, que me cautivó desde el primer bocado. La jarra de cerveza de sifón, puntual invitada, llamaba recurrentemente mi atención y mi abuelo, cómplice, me dejaba rozar con los labios la espuma rebosante de la bebida que estampaba un gracioso bigote en mi rostro de niña curiosa.
En paralelo, mi registro de sabores se enriquecía con la sazón oriental de mis abuelas, oriundas de Anzoátegui y Bolívar, féminas diestras en el quehacer de los fogones, quienes, a través de sus viandas, me brindaban oportunidades para el contraste. Sorpresa y disfrute custodiaban esos manjares de familia, pródigos en autenticidad y terruño: bollitos de maíz tierno, cuajado de pescado, pastel de morrocoy, lapa guisada, jalea de mango, dulce de mamones en almíbar.
La adolescencia en el Viejo Mundo me expuso a vocabularios culinarios de prosapia que se incorporaron con facilidad y prontitud a mi haber gastronómico. Los condumios cotidianos de la institución helvética donde residí algunos años; la convivencia con jóvenes de otros continentes, que traían sus modos de alimentarse en el equipaje; las incontables mesas europeas, sencillas o refinadas, visitadas con mis padres durante las vacaciones, nutrieron y rubricaron esa estructura del gusto que, sin saberlo, venía edificando desde temprana edad.
Al pasar el tiempo, comprendí que el degustar conllevaba sensaciones y sentimientos, afiliados a circunstancias íntimas, que lo infiltraban. Tomé conciencia de otros ingredientes: atmósferas, geografías, compañía, estados de ánimo y recuerdos que condicionaban mi gusto, lo enaltecían o lo empobrecían. Las arepitas dulces –que preparaba mi tía Carmen en la casa angostureña de las Decán– quedaron atesoradas en mi memoria de tal forma que ninguna otra arepita dulce ha podido igualar el deleite que aquellas me causaron. No fue el manejo de una técnica y unos ingredientes lo que las convirtió en algo inolvidable e irrepetible, sino la calidez, la ansiedad que las escoltaban cuando –colocadas ante mis ojos– se ofrecían, morenas, abombadas, humeantes de cariño.
Igualmente advertí que no produjo el mismo hechizo una copa de mi champagne preferido, paladeado mientras extrañaba un amor en un restaurante parisino, que saboreado en un bar de Manhattan, al lado de ese alguien que una noche me avivó la piel para luego instalarse en todas mis mañanas.
Como objeto de estudio, los asuntos del paladar siempre me atrajeron. Si bien son los libros de artes visuales –fuentes teóricas de mi profesión– los que mayormente copan mi biblioteca, desde hace décadas han compartido estantes con publicaciones sobre gastronomía. Confieso que mi interés por el tema tiene un marcado sesgo intelectual que se afianza cuando comencé a escribir en las páginas de Cocina y Vino, hace más de un lustro.
Con la misma excitación que persigo un calvados de abolengo para ennoblecer la sobremesa, voy a la caza de literatura gastronómica para abrevar en discursos sólidos y esclarecedores que enriquezcan mis experiencias y mis ideas en este territorio. En ese marco, es lógico pensar que teorizar sobre las razones de mi gusto no me es extraño, pues considero procedente asociar gusto y razón.
Mi gusto es mi carnet de identidad ante la mesa. Lo afino y lo cultivo a consciencia, con disciplina y con pasión. Ello, lejos de condicionarme, me sigue abriendo puertas a placeres memorables, en boca y en pensamiento.
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Las razones del gusto y otros textos de la literatura gastronómica, compilado por Karl Krispin, fue publicado por la Universidad Metropolitana y Cocina y Vino, en 2014.
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