Por OMAR OSORIO AMORETTI
Es un hecho: no todo tiempo pasado fue mejor. El cuestionamiento, otrora polémico, ha devenido en lugar común. Hoy habría que afinarlo y decir, además, que no todo tiempo pasado es siempre pasado. Porque hay eventos en la historia que, sin importar los años de distancia, resuenan con nuestro presente, lo legitiman, lo explican.
La incorporación de la modernidad narrativa en Venezuela no fue un fenómeno reciente, lineal, abrupto ni mucho menos individual. Se trató, por el contrario, de un proceso colectivo, con manifestaciones graduales no exentas de contratiempos, con escasa difusión y, por, sobre todo, con muchas décadas de desarrollo. Gustavo Díaz Solís (1920-2012) fue parte de esa hermandad de creadores presentes a lo largo de nuestra historia contemporánea. A un siglo de su nacimiento, conocer su legado nos permitirá rastrear aquellos rasgos que contribuyeron a la formación de una literatura moderna en el país, una cuya estética aún vive dentro de nuestra comunidad cultural.
Factores condicionantes de su desarrollo literario: la época
Para el momento en que Díaz Solís publica su primer libro de cuentos, Marejada (1940), han ocurrido una serie de acontecimientos significativos bajo los cuales habrá de formarse como escritor. Desde el punto de vista político, está la muerte del dictador Juan Vicente Gómez (1935), sin duda la figura más icónica de la dictadura liberal regionalista (1899-1945). Este hecho, aunado a la relajación de las prácticas represivas por parte de sus sucesores, cambió la expectativa de la sociedad con relación a su futuro, marcado ahora por el esperado optimismo que dan los cambios repentinos de tiranías prolongadas. La experiencia de la generación de La Alborada puede dar fe de ello.
En el plano cultural esto tuvo su correlato, materializado en la aparición de grupos y revistas orientados, por una parte, a incorporar en la creación las estéticas dominantes en Europa y, por otra, a difundir lo mejor que había en todas las áreas del saber. En todos los casos hay un afán en la élite letrada por renovar lo establecido y ajustarse a los nuevos tiempos que corren, como quedó demostrado con la experiencia de la Revista Nacional de Cultura (1938), el grupo Viernes (1940) y finalmente los representantes de Contrapunto (1948). Parece que Díaz Solís no fue indiferente a esta dinámica, toda vez que durante sus años universitarios formó parte de un grupo llamado “Vide”, cuya voz, a todas luces de naturaleza popular, sugería en sus integrantes una fuerte formación dentro de los valores artísticos del criollismo.
Esta renovación (que en los años cuarenta se asemeja a una revolución silenciosa) no es el resultado de una solución de continuidad. Tal vez sin estar conscientes de ello, muchos de estos creadores llevan consigo el testigo que antes portaron la vanguardia venezolana en 1928 con la revista válvula y algunos autores divorciados tanto del criollismo como del modernismo (Arturo Uslar Pietri, José Rafael Pocaterra, Rufino Blanco Fombona, Carlos Eduardo Frías, Julio Garmendia, Ramón Díaz Sánchez y un largo etcétera).
Pero creo que, además de los factores ya expuestos, hay uno que sintetiza una nueva tendencia en la formación de los escritores venezolanos en el futuro. Hablo de la presencia de una sociedad pacífica, que crece sin conocer el azote de las guerras civiles y que, gracias a una progresiva institucionalización del país, puede prescindir de la función pública a la que estuvieron ligados sus antecesores. Díaz Solís se alejó en la medida de lo posible de esta tradición para ejercer las labores icónicas del escritor en la nueva era democrática: la escritura, la docencia y la traducción literaria.
La formación de una estética: las lecturas
Nunca tuvo tanta razón aquella idea de que los lectores buenos existen gracias a sus lecturas como en el caso de Gustavo Díaz Solís. Más aún: a estas se debe el parteaguas que habrá de ocurrir en los años cincuenta en su poética narrativa. Así, una primera fuente formativa estuvo en los escritores iberoamericanos. Muchos de estos los reconoció el autor en vida. De Venezuela, Rómulo Gallegos, Arturo Uslar Pietri, Julián Padrón, Guillermo Meneses y los números de la revista Fantoches; de Latinoamérica, Horacio Quiroga, Pablo Neruda; de España, Azorín, Antonio Machado y Federico García Lorca. Es la fauna literaria propia de una nación donde no existe la industrial editorial ni mucho menos la de traducción (lo que, dicho sea de paso, explica el poliglotismo de cierta élite cultural del momento). Aún deberá pasar un par de décadas más para que, una vez aprendida la lengua inglesa, se acerque a una segunda fuente creativa (Edgar Allan Poe, William Wordsworth, T. S. Eliot, Samuel Taylor Coleridge, D. H. Lawrence), que habrá de brindarle otro modelo narrativo, sin duda diverso y mucho más atractivo de cara a lo escrito al menos hasta los años cincuenta.
Primer momento de su cuentística (1940-1950)
La primera faceta de su producción narrativa puede rastrearse con la publicación de los libros de cuentos Marejada (1940), Llueve sobre el mar (1943) y Cuentos de dos tiempos (1950). Es el periodo en el cual trabaja como funcionario público durante el gobierno de Isaías Medina Angarita a su vez que adquiere renombre en el campo literario venezolano por su cuento “Llueve sobre el mar”, que lo hace ganador del II Concurso de Cuentos Nacionales de la revista Fantoches, factor principal en la construcción de la conciencia literaria nacional, según testimonio del escritor. De la gama de libros expuesta, solo tomaré el primero para exponer los rasgos más distintivos de esta etapa.
Con Marejada estamos ante un proyecto que, aunque heterogéneo (rasgo que mantuvo a lo largo de su carrera como narrador), refrenda la tradición criollista del siglo XIX. En ese sentido, sus personajes y conflictos siguen siendo los de aquellos que habitan esa “tierruca” de la que Manuel Vicente Romero García hizo tanta apología. Con todo, eso no es lo relevante (de hecho, el beneplácito de la lectoría se debió a su semejanza con la obra de Uslar Pietri y Meneses, la cual llegó a ser en algunos casos idéntica). Lo verdaderamente importante es que se incorpora a una camada nutrida de narradores (los nombres de Oscar Guaramato y Antonio Márquez Salas son obligatorios en esta ocasión) que despoja el discurso literario de la retórica paisajística empleada como emblema de la nacionalidad por sus antecesores y, en cambio, emplea un estilo directo y ágil que privilegia a los protagonistas sobre el resto de los componentes narrativos, hazaña demarcada previamente por Blanco Fombona y Pocaterra.
A lo anterior hay que sumarle que relatos relevantes de esta publicación como “Marejada”, “Tambores”, “Morichal” y “Cuento gris” realizan una indagación de lo menudo, lo intrascendente y lo efímero en una tradición que todavía dentro del sistema literario hegemónico aspiraba a una narrativa en búsqueda de conflictos grandes y potentes dentro de sus historias. Contra esta vieja tentativa los escritores tenían viva la experiencia de Meneses con la publicación de Campeones en 1938.
Segundo momento de su cuentística (1950-1968)
Con la publicación de Cuentos de dos tiempos (1950), Cinco cuentos (1963) y Ophidia y otras personas (1968) Díaz Solís, más que desterrar las formas creativas anteriores, incorpora unas nuevas, sin duda mucho más novedosas y modernas. Dichas formas consisten, por una parte, en darle más protagonismo a los personajes que al acontecimiento (lo que no debe leerse como un estancamiento o negación de la anécdota), para además devenir en relatos donde lo psicológico es el rasgo estético predominante.
Ciertamente, aquí tampoco el autor está pisando tierra virgen: Julián (1888) de José Gil Fortoul y Confidencias de Psiquis (1896) de Manuel Díaz Rodríguez hacen de este aspecto un componente importante de su trama. Más aún: es una tendencia por parte de la mejor generación de su momento (Oscar Guaramato, José Fabbiani Ruiz, Julián Padrón, José Salazar Domínguez, el primer Meneses); sin embargo, Díaz Solís va más allá que mucho de estos, pues lo asocia con el principio estético de la sugerencia, pregonado fugaz pero furiosamente por la generación de válvula. No de otra manera puede entenderse esa fascinación, desarrollada a partir de aquí hasta el final de su vida, por eso que llamó la “tendencia a la indirección” buscada en cuentos como “Ophidia”, “El niño y el mar” y en especial “Arco secreto”, que lo hará ganador en 1947 del Concurso de Cuentos del diario El Nacional. Esta se verá reflejada en asociaciones insólitas dentro del relato las cuales están cargadas de una riqueza semántica creativa y original.
Tomemos una muestra. “Pero más adentro, en lo secreto de la sangre, los impulsos tendían, seguros, sus arcos innumerables”, dice uno de los pasajes más emblemáticos de ese famoso relato. Aunque de marcado tono surrealista, lejos está de cumplirse las máximas de Breton pues, tomando en cuenta la tradición narrativa en la que actúa Díaz Solís, el empleo de este lenguaje le permite desvincular el carácter petrolero de la trama y sus tensiones sociales tanto de la referencialidad nacionalista como de sus consabidas exigencias en el plano ideológico. Así, pues, concurrimos a una manera diferente de entender lo literario, ya no ligado a su vocación pública por vía de la construcción de símbolos transmisores de una interpretación o mensaje de carácter público, sino de un arte que acentúa su autonomía y defiende, como lo hicieron en su momento escritores como Oscar Wilde, que este no tiene atributos morales y que, en el fondo, la buena literatura es aquella que está bien o mal escrita.
Aportes a la narrativa venezolana moderna
Con “Llueve sobre el mar” y “Arco secreto”, estamos ante cuentos indispensables para conocer los aportes de este escritor a la historia de la literatura venezolana. En estos está el genoma de toda su producción. Harían, entonces, bien los aspirantes a escritores, los estudiosos, los diletantes y hasta los curiosos en volcar sus ojos a uno de los exponentes que mejor encarna los valores escriturarios vigentes en nuestro tiempo.
Como muchos que conformaron la primera camada de creadores modernos, se distanció de la retórica costumbrista decimonónica en aras de una narración estilísticamente más ágil y directa, con mucha más acción y muchas menos descripciones de la geografía autóctona, esas que, como recordó cierta vez Mariano Picón Salas, había que leer con un diccionario en la mano. Esto nos habla, además, de un rechazo a la tradición en favor de una renovación de los elementos compositivos del relato, lo que a todas luces es un gesto, bandera de cualquier mentalidad ansiosa de tildarse revolucionaria e innovadora.
Adicional a esto, encontramos que en la obra de Gustavo Díaz Solís hay un predominio de lo formal por encima de los contenidos trabajados. Esto no se traduce llanamente en un conocimiento de la lengua con la cual producía aquellos mundos ficticios sino en que, a diferencia de las concepciones culturales del pasado, la gran literatura ya no se hace solo con buenas intenciones. De una época donde la patria, el amor y la lucha entre el bien y el mal en todas sus vertientes conformaban los ejes temáticos donde gravitaban los artistas, Díaz Solís ingresa a otra donde se pugna por hacer de los recursos narrativos objetos estéticos en sí mismos más que vectores de ideas legitimantes de dicha cualidad.
Dicho esto, aspectos como la economía narrativa (en la cual, como decía Poe sobre la trama, nada falta ni nada sobra), la construcción sugerente de la prosa y la incursión en lo menudo en disfavor de los eternos metarrelatos confluyeron en lo mejor de su producción cuentística, la cual contribuirá con el tiempo a visibilizar el gran viraje que llevaba a cabo la literatura en Venezuela. Visto desde este prisma, era cuestión de tiempo para que el impacto de “La mano junto al muro” (1951) de Guillermo Meneses y la ebullición de la segunda oleada vanguardista en la década de los 60 (El Techo de la Ballena, Tabla Redonda, en HAA, etc.) se hicieran sentir, esta vez no como una revolución silente, cauta, clandestina, sino como una verdadera y definitiva explosión de la modernidad.