Por ALFREDO CORONIL HARTMANN
Para un enemigo declarado del “rotulismo” como yo, quien más de una vez he llamado a los estructuralistas taxidermistas del lenguaje, la pregunta contenida en el título podría ser respondida con las admirables palabras de Antonio Machado: “¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera/ mi verso como deja el capitán su espada/ famosa por la mano viril que la blandiera; no por el docto oficio del forjador preciada”. No obstante, la clasificación de Flaubert ha hecho sufrir a muchos celosos taxidermistas y provocado polémicas académicas prolijas.
Para muchos fue naturalista, para otros tantos “realista”, su amistad con Maupassant, Zola y otros hombres de letras importantes complicaba aún más el cuadro.
Realmente, etiquetas aparte, Flaubert era un individualista militante que detestaba las “escuelas” y que aplicando su propia estética, no utilizaba la realidad más que como un trampolín para sus grandes composiciones románticas. Flaubert fue siempre un romántico inclinado consciente y constantemente hacia un clasicismo que, según la expresión de André Gide, no era sino “un romanticismo domeñado”.
Vino al mundo en Rouen, el mismo año que se llevó a Napoleón El Grande y vivió lo suficiente para ver surgir y eclipsarse la monarquía burguesa de Luis Felipe, así como el golpe de Estado de Luis Napoleón —Napoleón el pequeño como lo llamaba Victor Hugo— y sus veinte años de penachos, bailes y saraos, el desastre de Sedan y el final del Segundo Imperio. Cuando nació reinaban indiscutidos en las letras: Hugo, Vigny, Michelet y sobre todo Chateaubriand.
En el consultorio de su padre, reputado médico de Rouen, vió de cerca el sufrimiento humano. Nadie lo quería escritor, para sus padres y bajo el influjo mercantil de Louis Felipe de Orleans, debía ser abogado, alguien útil como asesor de las finanzas y defensor del capital. Su mala salud lo salvó, al convencerlos de que no podría soportar un régimen académico, una crisis nerviosa de visos epileptoides, le permite obtener de sus padres la autorización de radicarse en su hermosa propiedad de Croisset. Allí realizará sus obras maestras. También favoreció la eclosión de su genio creador su atormentada relación amorosa con la poetisa Luisa Colet, algunos de cuyos rasgos son perceptibles en Madame Bovary.
La radicación en el bello manoir provinciano no significó la reclusión, viajó a Egipto, Grecia, el Asia menor, viajes de los que hay muy valioso testimonio en sus cartas y sobre todo en sus Notas de Viaje, también en su primera versión de La Tentación de San Antonio. Para algunos de sus biógrafos, esta etapa puede ser considerada como la del nacimiento del genio. El estilo, la fuerza, el carácter visionario, los distintos elementos de su personalidad literaria van tomando ya carácter y forma. Los pocos prometedores balbuceos literarios de su adolescencia han sido sustituidos por una seguridad, una plenitud que fascinan y sorprenden a la vez al lector. El estudio de Goethe y de Spinoza contribuye en mucho a esa metamorfosis.
Es hacia la mitad de su vida que alcanza la plenitud de su genio creador, que continuará en los primeros y difíciles años de la Tercera República francesa.
La Tentación de San Antonio es realmente la única obra trascendente de su juventud, poema a la vez filosófico, lírico e histórico, inspirado en el legendario anacoreta de la Tebaida, en las visiones de su alma mística, hipersensible e iluminada.
El tema de San Antonio será una constante en la obra de Flaubert (1848, luego 1874), como lo fue igualmente el caso de La educación sentimental que conoció tres versiones, la primera de las cuales no tuvo en común más que el título con la tercera y acabada joya literaria que el mundo no hace sino admirar cada día más. Madame Bovary es su primera obra maestra o como dijera uno de sus biógrafos, su primer milagro (1857), ha sido igualmente la más duradera. Sostenida por su perfección orgánica e igualmente su densidad material, que parece haberle servido de catalizador de todos los aromas, los zumos, los sabores de su región natal. No obstante la obra de Balzac y de Stendhal y a pesar de ellas, Flaubert propone una nueva concepción, una óptica distinta de la novela, abandonando definitivamente el “folletón”, así como las intrigas y romances de alcoba.
Flaubert que admiraba profundamente a Honorato de Balzac, ese acure literario (más de 90 novelas lo atestiguan) lo completó y superó, por su forma impecable, su rigor desvelado, la cuidada composición, la nobleza, la dignidad que vinieron a darle una dimensión de epopeya, sin perder la autenticidad y la frescura de su visión panteísta.
Madame Bovary es un prodigio de unidad, de pequeños detalles, de ensoñaciones y de atmósferas, que se mantiene en un filo de navaja entre lo real y lo poético, algunos la califican de simbolista ya que de lo que se hubiese podido ser episodios banales construye un fresco imponente y exacto de la vida provincial francesa, en tiempos de Louis Felipe, en una requisitoria implacable contra los “clichés” del romanticismo y sobre todo un prodigioso conjunto de imágenes, de símbolos, a través de los cuales se percibe como en una inasible tela de araña, una visión superior de toda la existencia humana. El final trágico de Emma Bovary pareció cruel y desproporcionado a sus faltas a Lamartine, en cambio Baudelaire decía ver esa provinciana una Lady Macbeth superior a su entorno.
Salambó es cronológicamente el segundo milagro de Flaubert (1862), siendo la obra subsiguiente a Madame Bovary, abandona totalmente el sendero de aquella, lo que demuestra en Flaubert —si fuese necesaria la demostración— la autenticidad del verdadero creador, su agónica busca de perfección, ignorando absolutamente las tentaciones de la repetición de una “receta exitosa”, la búsqueda de eso que la modernidad conoce como “best seller”, Flaubert se proponía replantear y renovar por completo la novela histórica. Empeño que le trajo la crítica de Saint-Beuve y de arqueólogos e historiadores profesionales, algunos la calificaron de “epopeya de la inmovilidad”. Flaubert, erudito en historia, defendió la temática y exactitud de su libro. Pero lo sustantivo es que, desde el punto de vista estético, Salambó es la obra más perfecta de Flaubert, en la cual realiza mejor su concepto de la novela como obra de arte. Toda la trama se mantiene en equilibrio, como una sabia y sólida arquitectura, los capítulos o retablos son una obra acabada en sí mismos, se siente la inclinación del autor por los grandes espacios y las pasiones y fuerzas incontrolables. Mejor que en Madame Bovary se condensa, gracias al sujeto y a la disciplina austera, en un determinismo más abstracto, pero no menos poético.
Él lo dijo inmejorablemente: “Que todas las energías de la naturaleza que yo he aspirado me penetren y se exhalen en mi libro. A mí, potencias de la emoción plástica. Resurrección del pasado. A mí, a mí. Es necesario hacer a través de la belleza, viva y verdadera al mismo tiempo. Piedad para mi voluntad, Dios de las almas. Dame la fuerza y la esperanza…”
“…el más bello poema
de la lengua francesa,
nuestra odisea nacional”
Remy de Gourmont
El arte y el pensamiento del tiempo de Flaubert serían incomprensibles si olvidamos que el siglo XIX fue una centuria de revoluciones, de allí que en los tiempos revolucionarios y en el Primer Imperio, domina las artes y el pensamiento franceses, lo que podríamos definir como un “romanticismo heroico”, es la época de la pintura de David y de los estilos “directorio” e “imperio” con sus líneas rectas y sus columnas dóricas. Por el contrario, los galos de la diáspora abrevan ya en las fuentes de lo que vendrá a ser el romanticismo. Intelectualmente la situación es muy confusa, la emigración se opone a las dictaduras jacobina y napoleónica tanto en nombre del liberalismo como de la autocracia monárquica. 1848 es el año del triunfo de las ideas románticas y 1851 el de su fracaso, con el golpe de Estado de Napoleón III.
Bajo la influencia de la filosofía positivista de Augusto Comte y de las cientificistas de Taine, el arte se vuelve práctico, técnico, realista. Es la gran época de la urbanización de París. A la precisión del dibujo de Ingres corresponde la precisión del estilo de Flaubert —pero solo ella—. Los colores bituminosos de Courbet, las óperas de Gounot y de Bizet. Como ocurre con todas las corrientes del pensamiento humano, los últimos años del siglo verán la reacción contra esa tendencia, encarnada en hombres como Monet, Manet, Verlaine, Mallarmé, Debussy y Fauré.
¿Qué fue de ese naturalismo o realismo, al que suele afiliarse a Flaubert? Para comenzar, nunca fue una doctrina orgánica, definida, sino más bien una reacción contra el romanticismo. Movimiento este último que había roto el equilibrio estético a favor del individuo. El naturalismo lo rompió a favor de la técnica y de la realidad científica, del positivismo. Por ello, la crítica literaria fue uno de los géneros más extendidos dentro del realismo-positivismo. Fueron versificadores geniales más que poetas, psicólogos agudos más que autores dramáticos, descriptores y narradores exactos y castizos más que novelistas. No obstante, la novela naturalista o realista es quizás la más importante de todo el siglo XIX, por su realismo psicológico y material, de precisión casi científica. Ejemplos y antípodas de este movimiento, la perfección formal y la impasividad parnasina de Flaubert y el poderoso lirismo populista de Zolá.
Flaubert aplicó a la novela una doctrina parecida a la del parnaso. Buscó afanosamente la perfección en la forma, la impersonalidad y la precisión técnica. Podríamos decir que pretendió hacer una novela en la que no ocurriera nada, más allá del objeto mismo, de la obra de arte concreta. Por ello creemos que se sentiría halagado cuando un crítico calificó a Salambó como “una epopeya de la inmovilidad”. Pocos, muy pocos autores, han sido tan acuciosos y trabajadores como él, esmerándose en el más pequeño detalle de estilo o de información científica. Creía, con cada célula de su cuerpo, que el arte tiene en el universo un papel trascendental y que es la única manera de alcanzar lo absoluto, es decir acepta el realismo como un medio y no como un fin. Por todo ello, irguiéndose sobre su tiempo, Gustavo Flaubert es uno de los grandes clásicos de la literatura universal.
La educación sentimental, como señaláremos en alguna otra parte de este trabajo, fue también una obsesión en el autor, conoció tres versiones, 1843-1845, 1869 y finalmente 1870-1871. La primera de ellas es una obra de juventud que es totalmente irrelevante. La obra acabada es un mentís categórico a la crítica de Saint-Bauve a Madame Bovary, cuando exigió al autor que no tratara “adulterios vulgares” sino los soterrados sentimientos de una mujer honesta de provincia. Estoy seguro de que es por simple e insospechable coincidencia que las relaciones de Madame Arnoux y de Federico Moreau, que al parecer se inspiraron en la pasión adolescente del autor, por la esposa de un editor —Madame Schlesinger— calzan en los deseos del crítico. Esta pasión lo acompañó toda su vida, sin quizá haberse consumado jamás.
Sí, Madame Bovary fue un gran fresco, un inmenso mural de la vida francesa de provincia en tiempos de Luis Felipe; La educación sentimental aborda como sujeto, dentro de similar marco histórico, a la juventud revolucionaria de París y otras ciudades, en las vísperas y el epílogo de la gran eclosión popular de 1848. En Madame Bovary observamos una parodia tierna e incisiva del romanticismo sentimental, en cambio en Federico Moreau es la del romanticismo político.
Una especie de joven Hamlet, moderno, que encontró cultores como arquetipo, en escritores como Turgueniev, cuyos jóvenes héroes no pueden negar la influencia de Moreau y aún ocurre lo mismo en las primeras obras de Thomas Mann.
Marcel Proust hizo notar, casi al mismo tiempo que Georges Lukacs, que uno de los mágicos secretos de esa obra de Flaubert es su manera de hacer sentir el paso del tiempo, sus lentitudes y sus aceleraciones, sus altos y contramarchas, dándole a la historia entera y aún a sus íntimos detalles, una atmósfera, un clima a la vez temporal y eterno. La educación sentimental es muchísimo más que un libro, es el proceso verbal, vivo y completo de una generación y de la época en la que a esta le tocó vivir y morir.