Apóyanos

Guardar las cosas para volver a verlas

El amor intenso de Ricardo Armas por la fotografía

    • X
    • Facebook
    • Whatsapp
    • Telegram
    • Linkedin
    • Email
  • X
  • Facebook
  • Whatsapp
  • Telegram
  • Linkedin
  • Email

La obra de Ricardo Armas ya es una entidad con vida propia, que transporta en el tiempo el talento y el sentir del artista. Han pasado muchos años desde el día en que le dijo a su padre: “lo que quiero es tomar fotos”.

La sabiduría trasciende a la muerte. El padre de Ricardo Armas le dejó esa orientación. Le enseñó la importancia de la memoria y por eso Ricardo fotografía los recuerdos, que es como sacarle fotos a la fotografía.

Hablando es así también: desentraña su destino a través de las nostalgias, esas revelaciones íntimas que aparecen y desaparecen adheridas a cualquier imagen.

Cuando Dios creó la Rolleiflex y él se quedaba con ella entre las piernas, admirando sus mecanismos y cristales de imágenes volteadas, se daba perfecta cuenta de que era un aparato inventado para atrapar los sueños, esos cuentos misteriosos, esas huellas de los espíritus.

La sabiduría de su padre, que ha trascendido a todos los olvidos, hizo que él, a los diez años de edad, fuera dueño para siempre de una cámara pequeña Isoflash rapid de Agfa, creada también para recoger sueños en las caras de la gente, en los rincones de las plazas, en las calles, en las oscuridades, en las bellezas de las tardes y así sucesivamente.

“La Rolleiflex es una maravilla porque ves en una pantallita lo que tienes enfrente, como si fuera una televisión y a mí me fascinaba. Papá se dio cuenta y me dijo, ‘eso hay que resolverlo ya’. Y un día me trajo una camarita que está ahí, en ese libro. Me dijo, ‘mira: esta es tu cámara’, y me la dio. Yo en el momento no entendí, estaba feliz; dije ‘esto es una maravilla’. Esa cámara me acompañó durante aquellos años. Yo la usaba y él mandaba a revelar los rollos y me traía las copias, esas que tenían los bordecitos… Antes había una cortadora que le hacía bordecitos a las fotografías”.

Ricardo habla y es posible ver al niño, sentado en un carro, acompañando al inolvidable poeta narrador Alfredo Armas Alfonzo. Y la Rolleiflex ahí, como recién parida con su camarita al lado.

Su papá llegó a Caracas en 1944. Y se enamoró, silenciosa y calladamente de una muchachita de trece años. Se prometió que iba a esperarla hasta que pudieran entenderse. Se repetía todo el tiempo “voy a esperarla”. Cuando ella cumplió 21 años comprendieron que se amaban y entonces se casaron.

“Mi mamá contaba que lo odiaba, que le caía malísimo porque él le decía, ‘mira niña y tú qué haces a esta hora despierta, anda a acostarte’”.

(Ellos se casaron el 8 de diciembre de 1951: Alfredo Armas Alfonzo, escritor y periodista nacido en Clarines, y Aída Beatriz Ponce Hernández, caraqueña, artista del esmalte. El matrimonio tuvo siete hijos: Ricardo, Edda, Enrico, Reinaldo, Annella, Carlos y Patricia).

Ricardo en el tiempo

Ricardo Armas es un hombre urbano adornado con la casi extinguida rudeza del hombre que lanza atarrayas, que labra el campo, que vive a caballo. Su sensibilidad, formada en una familia cuya práctica sacramental es la cultura, le otorgó el don de mirar lo memorable.

Donde posa su observación descubre el cuento, identifica el bien y el mal, lo terrible y lo hermoso. Y todo lo sintetiza usando la poesía que relampaguea en la fugacidad de la imagen.

Ricardo dice “te regalo este libro” y lo firma. Es el que contiene una selección de sus fotografías, publicado por La Cueva, casa editorial. La entrevista se realiza en el apartamento del fotógrafo y escritor colombiano Juan Manuel Echavarría, en Tribeca, Nueva York.

En ese libro aparece la fotografía que comenzó a definir su propio camino, su voz de fotógrafo metafórico y recio: “Niño bajando las escaleras”, tomada en Clarines, estado Anzoátegui, en 1974.

Ariel Jiménez escribió la introducción del libro de una manera magnífica y justa. Ricardo, en bluyín y camisa blanca, abre el libro y muestra la fotografía donde aparece la Isoflash rapid de Agfa.

―Pero después se te olvidó el asunto de la cámara…

“Entré en la adolescencia y me olvidé un poco de eso. Un día salgo del liceo y me voy hacia el Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes, el Inciba, donde trabajaba mi papá, a ver si conseguía una ‘cola’ hasta la casa. Un individuo me ataja en el lobby y me dice, ‘necesito hablar contigo’. El personaje en cuestión se llama nada más y nada menos que Luis Brito. Entonces vamos a tomar un café y me comenta ‘estoy a punto de hacer una película y necesito que tú me ayudes’.

Yo no conozco al tipo, me acabo de enterar de su nombre, no sé qué es lo que él hace, se me levantan las sospechas, pero además el tipo es simpático, me cae bien. Yo le digo, ‘¿en qué te puedo ayudar?, yo en realidad no sé nada de cine’. Luis trabajaba en el Departamento de Fotografía, que quedaba en el piso de abajo del Inciba. Tú entrabas a una oficinita, y ahí a la derecha estaba el laboratorio y Luis era siempre muy entusiasta. Era una parada obligatoria. Yo lo visitaba cuando iba al Inciba. Y un día me dijo:

―¿Qué estás haciendo?

―Nada. Vengo a visitar a alguien.

―Ven… tengo que copiar unas fotos.

Es la primera vez que entro a un laboratorio y él se ubica en la ampliadora y empieza a pasarme fotos y le pregunto:

―¿Qué hago con esto?

―Mételas en esa cubeta y le das.

―¿Le das?

―Sí, sí: le das así.

―Pero ¿cuándo están listas?

―Cuando tú veas que ya están ahí, las sacas para la cubeta siguiente.

Esa fue mi primera clase.

Luis estaba haciendo en ese momento una serie fundamental que se llama Los desterrados. Claro: empiezo a enterarme de eso porque me convierto en su laboratorista, en el tipo que se ocupa de la cubeta –y tal y que sé yo– y eso se complica aún más cuando llega Sebastián Garrido, el fotógrafo que papá se había llevado a la Universidad de Oriente. Sebastián se viene a Caracas y papá lo emplea en el Inciba. Luis Brito y Sebastián Garrido, esa es mi escuela. Mucha intensidad”.

―¿Hiciste fotos en esa época?

“Un día, estando todavía en el liceo, Luis se entera de que me iba con la familia de viaje para Los Andes y me dice ‘llévate esta cámara y estos diez rollos’. Agarro la cámara y los diez rollos. Me voy con la familia a ese viaje formidable y regreso con los rollos tomados. Pero Luis no tiene tiempo de revelarlos. Entonces Sebastián Garrido me dice, ‘vamos a revelar esos rollos’ y esa fue la primera vez que vi la aparición de mis fotos.

Estamos hablando del año 1972. Ese año papá renuncia al Inciba y yo sigo encontrándome con Luis y Sebastián y realmente ahí es cuando comienza mi interés.

Había iniciado mis estudios de arquitectura en la Universidad Central, y las tareas que me daban no me dejaban tiempo para tomar fotos, pero a todas estas, Luis decía, ‘vamos al centro, a la Plaza Bolívar’, y nos íbamos al centro a tomar fotos. ‘Vamos a tomar fotos a Antímano que hay unas chiveras buenísimas’ y nos metíamos en las chiveras de carros a tomar fotos. Era una relación con la realidad, con el mundo de afuera. La fotografía te da como una suerte de licencia, como un ojo avizor que te permite ver cosas que la gente no tiene por qué estar viendo, cosas a las cuales no le dan importancia porque no saben que la tiene”.

―Había una emoción in crescendo con las búsquedas en fotografía, ¿no es cierto?

“Paolo Gasparini está haciendo fotos de la calle; Paolo Gasparini sale en ese momento con el libro Para verte mejor, América Latina, que se lo publica Siglo XXI, y en ese libro, nosotros, la generación joven, comenzamos a ver una narrativa visual que nos permite entender que eso que estamos haciendo tiene una importancia. Y claro: yo vengo de papá que siempre nos habló de la memoria, las iglesias, las fotos. De Graziano en la casa, mostrándole fotos a papá ahí en la mesa. Don Alfredo Boulton que le manda los libros de fotografía dedicados ‘a mi tocayo’, entonces empecé a entender que la fotografía había estado como rondándome desde siempre”.

Fotografía y futuro

―¿Qué es lo primero que amaste de la fotografía?

“La captura. Porque cuando capturas memoria, cuando le das al clic, tú dejas eso ahí para siempre. Ese es un momento de muerto, eso que tú viste no va a ser nunca igual, pero al mismo tiempo es lo que queda y es la única posibilidad de regreso.

Me di cuenta de que podía fotografiar todo aquello que yo quería y guardarlo, eso es en realidad lo que me enamora de la fotografía, la posibilidad de guardar las cosas, tenerlas, apropiarse de ellas, ¿para qué?, para volver a verlas. Y eso viene de papá, yo entendí de adulto que papá nos había formado de una manera que era como muy consciente, él estaba muy consciente de la labor, porque tuvo siete hijos.

Yo se lo comentaba a mi mamá esta mañana. Nosotros somos una familia muy rara porque todos estamos juntos, todos estamos pendientes de lo que hace el otro, todos nos ayudamos. Hay un fotógrafo, está la poeta, está el pintor, está el arquitecto, está la diseñadora gráfica, está Carlos que se ocupa de las casas coloniales y del arte y está Patricia que es arquitecto”.

―Hay una sensibilidad especial en ustedes que viene de ahí, del padre.

“Él era una escuela, a él le interesaba todo tema. Hablabas con él, te llenaba de información. Tú salías como lleno, pleno”.

―Hay un momento en que dices “la fotografía es lo mío”.

“Claro, hay un momento que yo me veo en la necesidad de renunciar a la arquitectura de la UCV. Y tengo que decir a mi padre, ‘mira papá: yo me voy a tomar un año sabático’.

―¿De qué me estás hablando?, ¿de qué se trata?

―Es que no me está quedando tiempo para tomar fotos.

―¿Cómo que no te queda tiempo para tomar fotos?, ¿tú no quieres ser arquitecto?

―Lo que quiero es tomar fotos.

‘La fotografía no tiene futuro’, me dijo papá, cosa en la que él no creía, él sabía que sí tenía futuro. Mi papá estaba hablando de mi sobrevivencia. ‘Y ¿de qué vas a vivir?’, me preguntó.

Él se preocupó; yo soy el mayor, yo le presentaba un caso muy fuerte, porque si el mayor viene y te dice eso, le da ejemplo a todos los demás. Sin embargo, respiró hondo y me respondió: ‘haz lo que tú quieras, yo no estoy de acuerdo con eso, pero haz lo que tú quieras’”.

―Ese fue un momento difícil…

“Tener un padre como el mío es una suerte, pero también es un problema, porque cuando tú estás buscando a los veinte años tu identidad, te preguntas: ‘¿quién soy yo? Todo lo que estoy haciendo es porque se lo he escuchado a él’. Y en ese momento Pablo Antillano me llama para trabajar en la revista Libros al día.

Con Pablo empiezo como a separarme de papá, comienzo a entrar en el mundo editorial. Pablo inventa una revista que se llama Escena, que implica teatro, las noches. La diseñaba Soledad Mendoza. Hay un momento muy importante para mí, es cuando Pablo me dice: ‘se está creando una compañía de danza llamada Ballet Internacional de Caracas y se va a presentar esta noche en el teatro Municipal. Toma las fotos, es un ensayo con trajes’. Y yo me voy al teatro Municipal y veo aquella maravilla, Vicente Nebreda dirigiendo la cosa y Zhandra Rodríguez bailando. Y empiezo a tomar fotos como loco fascinado y le llevo las fotos a Pablo y me dice: ‘tienes portada’ y me da la portada de la revista. Imagínate, yo tengo 22 años.

Mi papá murió de 69 años, era un hombre que todavía podía dar mucho pero el cáncer acabó con él muy rápido. Él era de una generación a la que le tocó soñar duro.

Yo leí una entrevista que le hizo alguien en una de esas revistas petroleras, y me afectó tanto. Un año antes de morir, papá tenía un pesimismo tan grande y una frustración tan grande porque todo lo que ellos se habían propuesto hacer y que habían logrado en una gran medida, como que no tenía sentido”.

―Y el archivo de tu padre, ¿qué van a hacer con esos materiales?

“La neutralización de la Biblioteca Nacional nos cerró las puertas. Si el objetivo es guardar la memoria, ¿qué confianza tiene uno para entregarles un legado a quienes están dispuestos a borrar la memoria?

Entonces no te queda nadie, lo que hemos hecho es guardar sus colecciones de la mejor manera posible, pero eso requiere de una inversión. La biblioteca de Alfredo Armas Alfonzo es una cosa: la de historia, es una biblioteca a la que él le puso tanto cuidado que mandaba a encuadernar sus libros en cuero, es una biblioteca fabulosa, de toda la historia de Venezuela hasta los años noventa. Ahí están todos sus originales, los libros, los diseños, el libro del Diseño Gráfico en Venezuela, que se hizo porque él había coleccionado todos los carteles y afiches. Ese libro le toca hacerlo a él porque es él quien tiene los originales. Cuando él llama a Gerd Leufert, y Gerd ve lo que tiene papá, se maravilla. Ha sido muy difícil todo, proteger ese archivo de la polilla, de la humedad que en Caracas es terrible”.

Nueva York

Ricardo Armas fue el fotógrafo del Ballet Internacional de Caracas y viajó cubriendo sus presentaciones. Quería vivir en París pero un día llegó por primera vez a Nueva York y se quedó mirando el ajetreo de Times Square.

“Vi que la gente andaba como azorada, acelerada y dije: ‘esto me gusta’. Los demás siempre me decían: ‘¿por qué vas tan apurado?, baja la velocidad, nos estás dejando a todos atrás’. Entonces llegas a una ciudad que anda a tu velocidad, y piensas: ‘yo como que necesito esto’”.

Después de eso Ricardo regresó a Nueva York con una beca Gran Mariscal de Ayacucho para estudiar inglés en la Universidad de Nueva York y luego entró en el International Centre of Photography, la escuela que había inventado Cornell Capa, el hermano de Robert Capa.

En el año 1983 se casó con su novia norteamericana, se fueron a Venezuela y en los años noventa retornaron a Nueva York. Ricardo Armas había estado compartiendo lo aprendido, enseñando a los nuevos fotógrafos, a los estudiantes que acudían a sus talleres, a los estudiantes de diseño.

“Nosotros no hemos entendido que el país hay que soñarlo, pero para poder soñarlo bien hay que darle fundamento. Esa es la razón por la que Armas Alfonzo, Otero Silva y la lista es inmensa, se van para siempre pensando, ‘bueno: aquí como que fracasamos’”.

Ricardo habla y cada cosa que dice tiene una justificación. Se ha pegado un poco a la pared, juntándose con su sombra.

“Cuando regresé de Nueva York fui a Fundarte, me recibieron todos felices, ‘regresaste, qué bueno, que maravilla’, yo dije aquí estoy para lo que ustedes me necesiten, ‘ah, bueno, formidable… cuando te necesitemos te echamos una llamadita’. De repente la secretaria me dice: ‘Por cierto: tus portafolios están ahí’.

Yo había mandado un portafolio cada año desde Nueva York, una edición única, en unas cajas bellísimas con todo lo que yo había aprendido. Ella me repite ‘tus portafolios están aquí, si te los quieres llevar’, en ese momento a mí me ocurre una suerte de cortocircuito y de repente le digo ‘sí, sí, claro que me los llevo’. Y ella me conduce hacia un baño, ahí donde estaba Fundarte en el edificio Tajamar. Y yo veo los portafolios al lado de la poceta. Eran cuatro portafolios, agarré dos en cada mano y me los llevé para mi casa, sorprendido. Me preguntaba ¿por qué no están en el Museo de Bellas Artes, por qué no se les dio importancia? Bueno: eran otros tiempos, la fotografía no era lo que es hoy, también hay que analizar la cosa de una manera más amplia”.

―¿Qué aspecto de la fotografía enseñabas en el Instituto de Diseño?

“John Lange me invitó a dar clases al Instituto de Diseño. Y doy clases ahí con Jorge Cruz, el hijo de Carlos Cruz Diez. Ahí nos va muy bien, estamos muy contentos, pero ellos son diseñadores, ellos no son fotógrafos, no quieren ser fotógrafos. Ellos son diseñadores y la función de nosotros era hacerles ver que la fotografía es una cosa complicada, que es de un autor, y que eso no te permite cortar las fotos como te da la gana de acuerdo a tus necesidades gráficas, entonces hay que enseñarles cómo piensa un fotógrafo, lo que hace un fotógrafo y esa era nuestra labor ahí.

Pero yo quería dar clases a fotógrafos jóvenes. Y entonces dedico los martes y los jueves a dar un taller, uno en la mañana y uno en la tarde, ocho estudiantes por grupo con laboratorio incluido. Cada tres meses cambiaban los estudiantes”.

―En esa misma época estabas en el Museo de Arte Contemporáneo, ¿no?

“Sofía me llama para trabajar en el Museo de Arte Contemporáneo y yo le digo que me encanta la idea, ‘pero no puedo trabajar contigo los martes y los jueves porque doy clases de fotografía’. Ah bueno, pero eso no me sirve, dice ella, si eso no te sirve yo no soy el tipo, le respondo y ella se queda pensando y me dice ‘okey, eres la única persona en el museo que tiene ese privilegio y lo acepto porque me parece que lo que tú estás haciendo es lo correcto’ y trabajé con Sofía diez años de ese modo.

Cuando me fui del museo en 1992, la institución tenía un archivo desde la primera exposición hasta la última, y yo desarrollé un sistema en el que había que fotografiar al artista si estaba vivo, hacer un levantamiento de la exposición, fotografiar las visitas guiadas, fotografiar a los visitantes que vinieran a esa exposición. El día que me marché de allí, todas las carpetas estaban con sus nombres, con sus hojas de contacto y sus negativos”.

Ahora en Nueva York

Todo este montón de torres y de pasiones es Nueva York. Por donde se mire es Nueva York. La sangre fría del viento gira en su corazón hecho de ruidos y de voces. Es una ciudad que jamás tendrá dueños. Todos sus habitantes, millones y millones, han muerto y otros millones la vuelven a llenar. Es la ciudad con más historias que se ha fundado en el mundo.

Desde sus inicios es una ciudad hecha de historias. Que se ha llamado de diversos modos, que ha pertenecido a indígenas, a comerciantes, a reyes y guerreros, pero siempre se ha zafado de quienes desean poseerla.

Ricardo Armas ha estado buscando el crudo espacio donde las potencias del cielo se conmueven; un sitio que la ciudad oculta como si fuera el nombre de Dios. Ha registrado todos sus rincones y no ha podido hallar un solo indicio, pero ha creado imágenes que cuentan y analizan la época, el espíritu, las emanaciones del arte. La Nueva York de Ricardo Armas sale mejorada con el toque de ángel de Clarines que él acumula en sus ojos y sus manos.

La serie Dilatación voluntaria del iris es una crónica intensamente espiritual de Nueva York, una suerte de escorzo crítico. Aunque no queda ninguna duda: todas las demás imágenes del libro de Ricardo Armas son impactantes, estremecen la conciencia con su narración.

El espectador de mirar sensible se queda abismado en las fotografías de Ricardo Armas. No es posible permanecer indiferentes ante una atmósfera y una poesía, quizá apocalíptica, como la que glorifica el blanco y negro en una obra titulada Las durmientes, tomada en Nueva York en 1989. Es la portada del libro y probablemente una de las imágenes más estremecedoras que se han hecho sobre el alma de la gran manzana.

Alma es todo lo que duele, alegra y hace mutis con cierto fulgor estético, cuando se activa uno de esos seres de luz y sombra hechos por Dios para que las cámaras fotográficas se justifiquen.

Luis Brito, el querido gusano, preguntaría ¿Seres de luz y sombra? ¿Cómo son esos seres?

Y sería muy grato responderle:

―Como tú y como Ricardo Armas.

Noticias Relacionadas

El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!

Apoya a El Nacional