La labor de Graziano Gasparini (Italia, 1924) como arquitecto, fotógrafo, docente de altos méritos, restaurador de arquitectura prehispánica y colonial e investigador de arquitectura y arte ha sido tan colosal que ha opacado su trabajo como artista. Cincuenta y dos libros publicados, conferencias en los mejores escenarios y miles de artículos de prensa permiten que su esfuerzo no sea en vano. El hombre que nos enseñó nuestros valores arquitectónicos, no solo los de Venezuela sino los de toda América, tiene una dilatada trayectoria plástica poco divulgada.
Egresado de la Academia de Bellas Artes y del Instituto Universitario de Arquitectura de Venecia, en 1948, tuvo el privilegio de compartir el mismo ámbito con Giulio Carlo Argan (1909-1992), Bruno Zevi (1918-2000), Leonardo Benevolo (1923-2001) y Carlo Scarpa (1906-1978) –siendo de este último su discípulo predilecto. Finalizada la Guerra no había trabajo en Italia. Gasparini expone en tres galerías en Italia, en la Bienal de Venecia y gana el primer premio para un Concurso de Afiches de la Muestra Internacional de arte cinematográfico de Venecia. Así las cosas, Scarpa lo envía a Brasil, Colombia y Venezuela, para invitarlo a que, en las futuras ediciones, exponga en la Bienal de Venecia. Gasparini se queda varado en Caracas por un toque de queda, por el golpe de 1948. No se podía ni entrar ni salir de Venezuela. Y de repente, le empiezan a encargar proyectos de arquitectura. Graziano se queda en Venezuela. Para ventura nuestra.
En 1953 Gasparini propone al Gobierno Nacional que se haga un pabellón venezolano en Venecia y propone a Carlos Raúl Villanueva para proyectarlo. Pero este estaba ocupado con las obras de la Ciudad Universitaria y propone a Carlo Scarpa. Actualmente ese pabellón es Patrimonio Mundial de la Humanidad por parte de la Unesco, por ser una obra emblemática del maestro Scarpa.
Desde sus inicios Gasparini tuvo tendencia al surrealismo. A su llegada a Venezuela y haber realizado el recorrido por los templos y otras edificaciones coloniales percibió la honestidad de nuestras sencillas construcciones. No tienen la magnificencia de las obras en Europa pero siente que en esas tapias hay una huella de trabajo, sudor, silencio, vida y muerte. En esa querencia pinta la sencillez de las capillas, la pavorosa soledad y abandono del entorno. Para esa etapa, las composiciones son simples. Como la austeridad del desposeído. Edificaciones solas en los descampados. No hay hombres pero se percibe su huella. Soledades en ámbitos agrestes. Esa fue la obra que nos mostró hasta 1982. Y el maestro se dedica, exclusivamente, a sus libros y el rescate de la memoria arquitectónica de la arquitectura prehispánica y colonial.
Entre 1766 y 1786 se desarrolló en la isla de Curaçao un enorme auge por el comercio con los Estados Unidos. Eso repercutió en la Península de Paraguaná y Coro. Las casas corianas son prueba de ese auge. Se incrementa el intercambio comercial de ganado y otros rubros. La Hacienda Las Virtudes es uno de los mejores ejemplos existentes de ese tiempo. Gasparini restaura la casona respetando el sincretismo entre los elementos antillanos, hispanos y las costumbres locales. Y ahí, después de dieciocho años sin exponer, decide, en el año 2000, volver a hacerlo. Desarrolla una obra más compleja. Pinta los azules de unos cielos infinitos en un lugar donde la sequía es prolongada. Había estudiado los colores de la colonia: blancos (del cardón), añiles, rosados (de la arcilla) y ocres –que vienen de las islas caribeñas. Observa que la deslumbrante luz proyecta sombras con figuras geométricas que armonizan con la composición. Analiza la geometría de los hastiales, las prolonga más allá de la obra y las repite, en un segundo plano. La vida (hombres, mujeres y animales) son sombras, ánimas, destellos de vida. La áspera naturaleza es más fuerte que el hombre. Tunas (Opuntias) y abrojos (Tribulus terrestris) es el único alimento para el hombre y animales. Plasma en un paraje acre la civilización de una casa de hacienda. Blanca como la cal de sus muros y amarilla como la huella de las viviendas de las islas holandesas. Memoria del pasado de un comercio pujante. Permanencia y respeto en la evocación del arquitecto –ahora plasmado en pintor–, conmovido ante sus paredes. Sensibilidad ante el monumento que rescata para que no pase el olvido. Mirada del artista que observa la edificación desde la resolana. Como tituló en uno de sus libros Gasparini “escuchó al monumento” y lo rescató. Impresionado ante su belleza, lo pinta con respeto y admiración. Ya no hay silencio sino permanencia.