31 de agosto de 2019.
Buenos días, Gina.
Gina, sin haberte conocido nunca personalmente, no puedo sino imaginarte a partir de las fotos que me propone Internet y las referencias geográficas (y biográficas) que las acompañan. Comenzando desde la A, aparecen ya tres ciudades que me encantan: Bogotá, Boloña, Caracas. En la segunda vive un primo que siempre que visito me señala el portal de la casa que habitaba Lucio Dalla y que si mal no recuerdo se identificaba en el intercomunicador con otro nombre. Considerando que aquí nos convoca el haber recibido el premio de un concurso literario transgenérico, haciéndole trampas a la lengua, con el único pretexto de comenzar, ¿te puedo preguntar si tú (tú que has traducido al italiano a Rafael Cadenas y a Yolanda Pantin; tú que has preparado Rasgos Comunes junto a Antonio López Ortega y Miguel Gomes; que estudiaste en Bologna y vives en Bogotá) te consideras una escritora transnacional si acaso serlo es posible?
Un abrazo,
Slavko
31 de agosto de 2019
Hola, Slavko.
Buenos días. Leí tu pregunta que me anima mucho para empezar este ejercicio y la voy a responder en otro correo. Tu mención a Lucio Dalla me alegró mucho porque fue y sigue siendo el cantante que marcó toda mi vida.
Muchas gracias.
Voy ahora con la mía.
Slavko, la primera vez que supe de ti fue en el 2000 cuando estaba empezando mi tesis doctoral y andaba en búsqueda de autores que tuvieran más de una pertenencia, más de una lengua, más de una cultura. Desde entonces hasta ahora, han pasado casi 20 años y tu obra ha crecido hacia direcciones distintas. En la literatura latinoamericana y venezolana actual, hay textos –narrativos, poéticos, ensayísticos– expandidos en el sentido de que combinan materiales digitales, de archivos, documentos, fotos, campos de conocimientos, jergas, lenguajes. Considerando los motivos de esta convocatoria, me gustaría preguntarte si consideras que tu obra se afilia a este tipo de literatura y propone una transversalidad genérica, de saberes, de lenguajes, de contenidos o si escribes cada libro dentro de los límites que cada género o discurso exige.
Un abrazo,
Gina
1 de septiembre de 2019
Querida Gina, te respondo desde el tren que me lleva nuevamente al hospital después de las vacaciones. En la noche ha llovido y es obvio que el verano y las vacaciones se han acabado. No me ha resultado fácil asumirlo, pero ya va siendo hora: yo soy, siempre lo he sido, un escritor salvaje, con un doctorado en filosofía y alguna especialidad médica, pero carente de estudios literarios más allá de la lectura. Un salvajismo domesticado por el trabajo, los hijos y una melancolía. No siendo el único que se encuentra en tal situación tengo en mi contra que presencialmente me relaciono muy poco o nada con escritores, por lo que ni siquiera tengo formación literaria en la universidad de la vida más allá de la propia escritura. Así, desde hace ya más de treinta años he valorado cada proyecto iniciado como una posibilidad para volcarme. Si solo fuera escritor, mezclaría poesía y ensayo, narrativa y teatro, sin ningún problema, pero como además de psiquiatra soy como todo el mundo paciente psiquiátrico sin tratamiento, mezclo mis textos con mis temas recurrentes y lo desorganizo todo de forma obsesiva. Por ello armo mis proyectos como rompecabezas en los que caben todo tipo de piezas y de los que a veces solo en algún momento avizoro solución. “No es fácil leerte”, me dice algún lector en España, un país en el que seguramente se privilegia la lectura lineal. “Tampoco es fácil escribirme”, le podría contestar y, obviamente, no lo hago. Dentro de ese sancocho de palabras, siempre sé que soy un narrador. Es como el caso de los autómatas de las películas de la guerra fría a quienes cada cierto tiempo les llegaba un impulso indicándoles que había llegado el momento de cumplir su misión. Yo puedo comenzar a escribir un texto en cualquier formato, pero al final termino dándole sentido narrativo, que podría ser una forma de decir que visto mi idea con traje de novela o cuento. Me pasa incluso cuando escribo artículos o, para consumo personal, algún poema: me salta el chip narrador y termino contando una historia. No me arrepiento de ello y no lo voy a cambiar. Así me gusta. Complicado me gusta más. Complicado y sano, que es una combinación difícil.
Ahora, pensando no en un texto sino en un escritor transgenérico, ¿cómo te sientes tú ante la posibilidad de escribir una novela?
2 y 5 de septiembre de 2019
Slavko, también me he sentido cercana a tu respuesta que además tiene esa dimensión narrativa y personal que me permite escuchar el sonido del tren y sentir eso que solo se conoce si uno ha vivido las estaciones que es el final del verano. Tengo varios poemas sobre lo que significa despedirse de esa pausa que son las vacaciones, el mar, el calor. Montale tiene un poema donde habla del meriggio, esa hora del mediodía, en el verano, donde solo se oyen los sonidos animales porque el hombre parece desaparecer y todo se detiene.
En otro correo me interesaría hablar de tu profesión y preguntarte algunas cosas que pienso que me pueden ayudar.
En relación con tu segunda pregunta, siempre he dicho que lo más difícil para mí sería escribir una novela y que no sabría cómo hacerlo. Justo ese sentido narrativo que para ti es inevitable y necesario es de lo que yo carezco. A veces he querido intentarlo aunque nunca ha sido para mí un proyecto. Se me hace difícil inventar una historia, un personaje, unos hechos y darle el tejido narrativo. Si tuviese que intentarlo, trataría más bien de escribir un ensayo teniendo en la cabeza las páginas memorables de Joseph Brodsky de “Menos que uno” o “En una habitación y media” y buscaría pensar cómo escribir mi vida a partir de detalles y pequeñas escenas o cómo escribir sobre un tercero pero no desde acciones concretas sino desde sensaciones, percepciones, desde un sentir que siempre para decirlo necesita imágenes. Clarice Lispector es una escritora que más que contar pone en palabras un pensar-sentir que es todo menos narrativo. Es más bien una prosa reflexiva, a veces hasta conceptual, que construye imágenes y asociaciones donde la palabra se va transformando en una materia intensiva y sensitiva.
Pero sí hay algo que me gustaría contar, pero todavía no he encontrado cómo, y es la historia de mi padre que llegó en barco a Venezuela desde Italia –pasando por las Canarias– en 1958. Tenía 18 años y su equipaje lo conformaban una maleta, una moto vespa y un acordeón. Más que el relato cronológico de su vida, quisiera hablar de él a partir de su máquina de escribir y de la avenida Caroní de Colinas de Bello Monte que es la calle donde trabajó toda su vida.
En relación con Lucio Dalla es un cantautore que empecé a escuchar cuando mi padre nos llevaba al colegio Agustín Codazzi en una emisora de radio italiana. Me gustaba ese tono un poco ronco de su voz y las letras de sus canciones. Después, cuando me fui a Boloña a estudiar Letras, lo fui conociendo más porque esa ciudad es también un poco lo que él dice de ella en sus canciones. “Piazza Grande” por ejemplo existió para mí antes de conocer Piazza San Petronio. Y un día que nevaba recuerdo haberlo visto caminar cerca de Piazza Cavour con su sombrero de lana y sus lentes redondos. Y hay algo más que me une a él: las Islas Tremiti en el Adriático donde Dalla tenía una casa exactamente en la isla San Domino. Son islas bastante cercanas a Lanciano que es la ciudad de origen de mis padres y a lo largo de mi vida, muchas veces he ido a esas islas que amo. Allí Dalla escribió “Com’è profondo il mare” y esa canción, ahora que estoy en Bogotá lejos del Caribe y del Adriático, me acompaña y me permite escuchar el mar.
Gina
4 de septiembre de 2019
Qué maravilloso es, continúa siendo, el milagro literario que permite que la palabra querida se vaya haciendo realidad, querida Gina. Hoy te escribo desde casa, en las afueras de la Valencia española. Estoy de post guardia, pero no me puedo quejar porque la noche hospitalaria no ha sido mala. He puesto en el fondo a Paganini a sonar. Hace unos años me hice enviar desde la otra Valencia los discos que escuchaba en la primera juventud (los había heredado de la abuela) y ahora escucharlos es una forma de recoger un poco el hilo de la vida y sentirme ovillo aunque sea por un instante. No te lo dije hace una semana, pero la primera vez que nos escribimos estaba en Italia. Nos trasladamos allí (la familia toda) al menos una o dos semanas del verano y, en un pueblito de la Basilicata, entre árboles, montañas de queso pecorino y desde hace unos años (puedo jurarlo, no es mentira) torres petroleras nos reunimos con la famiglia agrandada. Para mí sería la familia política, de la que por años he dicho que no es ni familia ni política, pero lo digo por decir porque los quiero mucho y cada vez los entiendo mejor. Este año caminé mucho, kilómetros y kilómetros, y por primera vez en más de veinte años me di cuenta de que a mí me gusta ese lugar porque me recuerda la montaña en que crecí, La Entrada en el Abra de Las Trincheras, y sus habitantes se parecen a los curas buenos del colegio salesiano en que estudiaba y a los padres de mis compañeros en aquella Venezuela en la que todos veníamos de alguna parte. Todo esto lo digo así, en esta conversación saltatoria que parece un flujo nervioso entre una sinapsis y otra, porque siento que el mestizaje literario que a veces tienen mis lecturas y mis textos viene de atrás y va hacia adelante. Yo con mis precariedades intento darle forma literaria pero es una (con)fusión antigua que iniciaron los bisabuelos maternos que formaron parte de la diáspora canaria hace más de cien años, que continuaron mi padre y Salvador Prasel (un escritor a quien nunca conocí pero que igual amo), que ahora voy creando yo entre consulta y cuartiento y que parece querer continuar mi hijo mayor, que nació en Salerno, vive conmigo en Valencia pero chatea todos los días con sus amigos lucanos y permanentemente escucha (para horror mío y maravilla, seguro, de Paganini) trap italiano. Pero, mestizo y confundido, pasajero de un tren interminable que sabe de dónde salió pero no sabe adónde ni cuándo llegará (¿regresará a La Entrada?) , yo soy venezolano, soy un escritor venezolano y, aunque adoro los libros de Danilo Kis (que no era croata, sino serbio), aunque hice una tesis sobre médicos escritores y me quedé para siempre con Cristo si è fermato a Eboli, de Carlo Levi, y Berlin Alexanderplatz, de Alfred Döblin, o promociono entre los médicos y enfermeros de mi hospital un programa de interconsultas de Don Quijote, por lo menos una vez a la semana repito en la memoria o a través de la lengua uno o dos versos de Enriqueta Arvelo Larriva, Vicente Gerbasi, Juan Sánchez Peláez o Ramón Palomares. Antes pensaba, no sé por qué, en las literaturas nacionales como muros en el que cada escritor podía pretender convertirse en un ladrillo. Ahora sospecho que nada es tan firme, ni siquiera los muros. Los procesos literarios son más bien telas, no banderas: telas de acompañar, de cubrirse, de secarse las lágrimas, de sonarse la nariz, de intentar ocultar el aceite que chorrea por las comisuras, o de secarse después de un baño en el río. Esta tela mía tiene hilos de Garmendia(s), de Gallegos, de Balza, de Caupolicán Ovalles, de Méndez Guédez, de Blanco Calderón. Hoy en la tarde voy a sentarme en ella a leer El colgajo, de Philippe Lançon. Tú, ¿qué estás leyendo ahora y por qué no me has contado todavía más cosas de Lucio Dalla?
Un abrazo, Gina. Disculpa mi lágrima.
Slavko
6 de septiembre de 2019
Slavko, esto que me dices de Italia y de la Basilicata en particular me conmueve porque es una región poco nombrada que, al igual que tú, conocí a través de la novela Cristo si è fermato a Eboli y también porque unos tíos tenían una casa en Montemurro. Al leer lo que me cuentas, veo los árboles de olivo, las cabras, algún pastor, el queso pecorino y también la ginestra, ese arbusto amarillo, sobre el que Leopardi escribió.
Y pienso que me gustaría volver a esa “campaña” humilde y digna. También tus memorias sonoras de Valencia y de La Entrada me hacen pensar, ahora que estoy lejos tanto de Venezuela como de Italia, de qué modo, en la distancia, la literatura y la música que definió nuestras vidas, reaparece para devolvernos lo que ya no somos o podemos ser solo cuando escuchamos alguna canción o un poema de Enriqueta que nos hace “sonar largamente en los alambres”.
Gracias.
Un abrazo,
Gina
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