Papel Literario

Giacometti y sus mujeres de Venecia

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Por MARINA VALCÁRCEL 

Inauguración de la mayor retrospectiva de Giacometti en Reino Unido desde hace 20 años. Son cinco décadas de trabajo del artista a través de más de 250 obras, entre ellas algunas piezas en escayola que no se han visto nunca, dibujos y cuadernos de notas inéditos. La colaboración con la Fundación Alberto y Annette Giacometti de París ha sido esencial.

La cita era en el tercer piso de la Boiler House y Frances Morris llevaba unos zapatos abotinados de brillo plateado que, por unas horas, transformaron los pies de la directora de la Tate en un par de centellas que nos guiaban por las salas del museo vanguardista.

La primera sala de la exposición, pequeña, sin ventanas, eleva de golpe la temperatura de la muestra: un ejército de dos docenas de cabezas esculpidas por el artista a lo largo de su vida, alzadas sobre pedestales a la altura de nuestros ojos, nos recibe invitándonos a su mundo y, sobre todo, a su manifiesto. Giacometti se presenta como un contemporáneo: derriba el mito de escultor sólo de bronces; aquí están, repartidas a partes iguales, cabezas en diferentes materiales y tamaños. Fundía las piezas con su hermano Diego en bronce, sin pátina, pero prefería la maleabilidad, la fragilidad del barro y la escayola. Vemos la famosa Cabeza de Flora Mayo (1926) en yeso pintado de colores vivos, la de su padre (1927-30) grafiteada y arañada por el cuchillo, también la de Simone de Beauvoir (1946) diminuta, arrancada de su base y clavada después sobre una varilla, o la de Diego (1955) cuyo perfil tan estrecho parece venir del mundo marino, de los peces. Modernísima también, en esta sala 1, la imagen del artista-ladrón de arte: desde el principio la obra de Giacometti estuvo entreverada de reminiscencias egipcias -Cabeza de Isabel (1936)- y del arte primitivo, africano y de Oceanía.

Además, Giacometti señala su dedicación a una figura humana distinta a todo lo anterior, con fuerte peso filosófico. El contacto con la obra de Giacometti constituye una vivencia íntima, que puede ser a veces turbadora. No buscaba inventar algo nuevo, quizás no buscaba la belleza, sino el poder de la experiencia. Le obsesionaban las cabezas: «¿Por qué tengo necesidad, sí, necesidad de pintar caras? ¿Por qué estoy -¿cómo decirlo?- casi alucinado por los rostros de la gente?».

Alberto Giacometti (1901-1966) nace en Borgonovo, cerca de Stampa en los Alpes suizos de habla italiana. Era hijo de Giovanni Giacometti, conocido pintor post impresionista. Su infancia transcurrió entre las largas horas de posado para su padre y los libros de ilustraciones; copiaba a Durero y a Holbein. Quizás, como reacción al oficio del padre, decidió dedicarse a la escultura.

En 1922 llega a París y en 1926 alquila su mítico estudio de la Rue Hippolyte-Maindron. El París que Giacometti hace suyo, el de sus amigos Breton, Brancusi, Sartre, Beauvoir, Louis Aragon o Becket es el del cubismo de los años 20 y el estallido del surrealismo de los 30 que conforma algunas de sus señas de identidad: el mundo de los sueños, la brutalidad sexual y cierta violencia plástica.

En 1941, Giacometti salió de París coincidiendo con la entrada nazi y pasa la II Guerra Mundial en Suiza. Allí hace girar su arte invadido por la angustia del Holocausto, el existencialismo, la influencia de Sartre. La escala de sus figuras, la materialización del espacio y la inscripción de este en la obra de arte se convierten en su lucha. Sus obras son cada vez más pequeñas, algunas del tamaño y grosor de un alfiler. Están expuestas en una vitrina que recorre las paredes de la sala 5, y a pesar de su pequeñez, rellenan con fuerza el espacio que les es asignado. Es el peso del vacío, la alienación, obras nos recuerdan a la soledad del Principito de Saint Exupery con su flor en su globo terrestre.

Tras la guerra, y de vuelta en París, Giacometti hace sus figuras más representativas: Hombre que señala (1947), Hombre que camina (1960). Anatomías esqueléticas, reducidas a estructuras lineares, de factura gráfica. La materia era agregada a armaduras de hilo de hierro para dar forma a unos cuerpos desprovistos de músculo, de órganos, de sexo, de pelo y cuyos brazos nunca eran más gruesos que un lápiz. Figuras que parecen corroídas por el tiempo, como recién desenterradas de una tumba milenaria, o calcinadas en su estado de angustia de la lava del Vesubio.

Ya para entonces Giacometti trabajaba la mayor parte de las veces de memoria, sus obras nunca pretendieron representar aquello que veía. Sartre decía que estas esculturas parecían espectros salidos de Buchenwald, pero que miradas despacio la percepción cambiaba y recordaban a formas etéreas que suben al cielo. La tan elogiada verticalidad de Giacometti es también un espejismo. Ninguna figura está derecha, se trata sólo de una impresión deliberada. Al igual que ocurre con la Naturaleza, el artista no crea desde 1926 ninguna línea recta.

La enfermedad de su madre le introdujo en el estudio de la relación de los seres con el espacio: «Durante las últimas semanas, la casa se encogía al rededor de mi madre. Al final, su tamaño se circunscribió a la habitación en la que estaba acostada, después la habitación misma se redujo al tamaño de su cama, y por último, el lugar en el que yacía se convirtió en un lugar más pequeño todavía», decía el artista. Las referencias a la muerte, incluso a la magia están conectadas con el arte tribal. Lo que le interesaba de la escultura egipcia, también de la africana y oceánica, era su capacidad de crear vida y no de imitarla.

A Frances Morris le chispean ahora también los ojos, transmiten la emoción de meses de trabajo cuando llegamos al núcleo de la exposición: Las Mujeres de Venecia, estas ocho «centinelas de los muertos» –como decía Jean Genet–, alargadas, desnudas, de superficie rocallosa, casi abstractas evocan, como pocas, el trabajo de posguerra de Giacometti, el más existencialista.

Una restauración sofisticada, impensable hace pocos años, permite ver el estado original en el que el artista las creó para Bienal de Venecia de 1956, cuando representaba al pabellón de Francia.

Giacometti trabajaba rápido, de noche, sin descanso. Agarrado a su pitillo, de pie, a una distancia siempre fija de su figura en barro. Hacía y deshacía, les quitaba tanta materia que las destruía y empezaba desde cero. Era su carrera en solitario frente a la obra de arte. Sólo escuchaba, con los ojos cerrados como si fuera un invidente leyendo en Braile, los dictados del fondo de su memoria. En la película de Ernst Scheidegger (1965), también proyectada en la exposición, unos primeros planos del artista trabajando parecen ilustrar el Génesis: manos que moldean el barro sobre el alma sólida de la escultura, sus dedos afinan cada vez más un cuello femenino, le quitan materia para recolocarla en un hombro, en la frente. Riega la figura con agua para devolverle la maleabilidad y seguir dotándola aún de más crudeza y de una terminación bellísima. Ya no son ni hombres, ni mujeres, ni tienen edad, ni vestido, ni raza.

En 1958, para su fundición en bronce, estas damas de escayola fueron recubiertas de goma laca. Desde entonces y hasta ahora quedaron selladas hasta ser desveladas en esta exposición.

Con su rostro de actor de cine, su imagen icónica de artista bohemio que llegaba a cenar a La Coupole con su chaqueta de tweed moteada de escayola y captada por las cámaras de Cartier-Bresson y Brassaï, la vida nómada, físicamente agotadora de Giacometti se fue apagando a los 65 años. A la muerte del artista los muros internos de su estudio fueron salvados por su viuda. Desde principios del año que viene podrán visitarse en la Fundación Giacometti. Entre esas cuatro paredes, de apenas 4.70 metros, se exhiben, como si fuera una cueva de arte rupestre, capas de croquis acumuladas en 40 años de vida, dibujos preparatorios con trazos de goma abrasiva y lápiz que iban sacando la mirada de sus modelos de la nada. Son documentos únicos de su actividad creadora, restos decisivos del pensamiento en acción de un artista que consiguió insuflar en sus personajes una tensión terrible.