Berlín III
Chimeneas, en un día invernal, muy distantes
Entre sí, se alzan y soportan su peso,
Palacio del cielo negro, que se oscurece.
Su borde inferior arde como peldaño dorado.
A lo lejos, entre árboles deshojados, alguna casa,
Cercas y cobertizos, donde la metrópoli refluye,
Y sobre raíles helados con dificultad se arrastra,
Pesado, un largo tren de mercancías.
Negro, piedra sobre piedra, se alza un cementerio.
El ocaso rojo, con gusto a vino fuerte,
Que los muertos contemplan desde sus fosas.
Se sientan a lo largo del muro y al son de la Marsellesa,
Viejo canto de guerra, tejen gorros de hollín
Para el hueso desnudo de sus sienes.
(Diciembre, 1910)
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Los demonios de las ciudades
Recorren la noche de las ciudades,
Que negras se doblegan bajo su pie.
Como barbas de marinero en torno a su mentón
Están negras las nubes por el humo y el hollín.
Su larga sombra se balancea en el mar de casas
Y apaga las hileras luminosas de las calles.
Se desliza con dificultad como niebla sobre pavimento
Y despacio anda a tientas casa por casa.
Sobre una plaza ha colocado un pie,
Y arrodillado apoya el otro sobre una torre,
Así ellos se alzan, donde cae negra la lluvia,
Tocando las flautas de Pan en la tormenta de nubes.
En torno a sus pies gira el ritornello
Del mar de las ciudades con música triste,
Un gran canto fúnebre. Ya sordo, ya estridente
Cambia el tono, que se eleva en lo oscuro.
Caminan junto al río, que negro y ancho
Como un reptil, de amarillo manchada su espalda
Por las farolas, se retuerce triste
En la oscuridad, que cubre de negro el cielo.
Con dificultad se apoyan sobre un muro de un puente
Y hunden sus manos en el enjambre
De hombres, faunos que al borde
De los pantanos hurgan con su brazo en el fango.
Uno se levanta. Cuelga ante la luna blanca
Una máscara negra. La noche, que cae
Como plomo del cielo sombrío, profundamente
Empuja las casas al pozo de lo oscuro.
Crujen los hombros de las ciudades. Y estalla
Un tejado, del que brota un fuego rojo.
En su cima se sientan despatarrados
Y maúllan como gatos al firmamento.
En un cuarto cubierto de tinieblas
Una parturienta con dolores grita.
Enorme, de las almohadas sobresale su cuerpo fuerte,
Y en torno a él, de pie, los grandes diablos.
Temblando se aferra al potro del dolor.
En torno a ella, la habitación oscila por su grito.
Llega el feto. Se abre su seno, rojo y largo,
Y sangrante lo desgarra el feto.
Los cuellos de los diablos se alargan como jirafas.
El niño, sin cabeza. La madre lo tiende
Ante sí. Cae hacia atrás; en su espalda,
Hendidos, los dedos de rana del espanto.
Pero enormes se vuelven los demonios.
El cuerno de su sien desgarra rojo el cielo.
En torno a su pezuña, el terremoto truena
Por el seno de las ciudades, propaga el fuego.
(Diciembre, 1910)
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La muerta en el agua
Sobresalen los mástiles del muro gris,
Un bosque quemado en el primer rojo,
Tan negro como la escoria. Donde el agua, muerta,
Clava su mirada en depósitos, podridos y ruinosos.
Sordo suena el eco, allí regresa el oleaje
A lo largo del muelle. Agua residual de la noche urbana,
Que como piel blanca la corriente arrastra y se roza
Con el buque que en el dique descansa.
Polvo, fruta, papel, en una gruesa capa,
Así el excremento sale por completo de sus tuberías.
Llega un blanco vestido de baile, con grasiento brillo
Un cuello desnudo, y blanco plomizo un rostro.
El cadáver por entero se da vuelta. Como un barco blanco
Al viento, el vestido se hincha.
Muertos, los ojos, grandes y ciegos, se clavan
En el cielo, cubierto de rosadas nubes.
El agua lila se estremece por pequeñas ondas.
La estela de las ratas de agua que tripulan
El barco blanco. Ahora orgulloso se marcha de allí,
Lleno de cabezas grises, lleno de pieles negras.
Alegre, la muerta navega hacia lo lejos, arrastrada
Por el viento y la marea. Del agua emerge enorme
Su vientre hinchado, ahuecado y casi roído,
Que por los mordiscos como una gruta resuena.
Flota en el mar. Desde un barco hundido,
Neptuno la saluda. Allí el mar la devora.
Desciende a las profundidades verdes
Para reposar en brazos de carnosos pulpos.
(Agosto, 1910)
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El árbol
Junto a la acequia, en la pradera
Se halla un roble, viejo y desgarrado,
Hueco por el rayo, partido a mordiscos por la tempestad.
Ortigas y espinos lo envuelven en una pared negra.
Hacia el anochecer se cierne una tormenta.
En el calor sofocante, él se eleva, azul, sin que el viento
Lo roce. Atado por coronas de rayos vacíos,
Que mudos resplandecen en el cielo.
Revolotea a su alrededor una bandada de golondrinas.
Y los murciélagos con su vuelo rápido,
En torno a la rama desnuda, que de lo más alto crecía
Quemada por el rayo, como el brazo de una horca.
¿En qué piensas, árbol, en las horas de tormenta
A orillas de la noche? ¿En el parloteo de los segadores,
En su reposo del mediodía, cuando se comparte el botijo
Y las guadañas en la hierba alrededor descansan?
¿O piensas cómo en otro tiempo
Ahorcaron a un hombre en tu copa,
Cómo, con la soga al cuello, retorcía sus piernas,
Y la lengua, azulada, colgaba de su boca?
Cómo colgó allí durante años, y soportó el invierno.
En el viento helado bailaba como de broma,
Y como un badajo, que el óxido corroía,
Golpeaba en el cielo de estaño.
(Mayo/junio, 1910)
Nota
Para realizar esta traducción de El día eterno se ha tenido en cuenta la obra de referencia de Karl Ludwig Schneider: Georg Heym, Dichtungen und Schriften. Band 1. Lyrik, Heinrich Ellermann Verlag, Hamburg und München, 1964.
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El día eterno (Der ewige Tag, 1911) fue el único poemario que el poeta alemán Georg Heym (1887-1912) vio publicado en vida. Su muerte, que podemos considerar como una amarga burla del destino, nos arrebató muy pronto una de las voces paradigmáticas de la lírica expresionista. Heym formó parte de un círculo de intelectuales que experimentaron, preocupados, la transformación de la ciudad de Berlín en una gran metrópoli inhumana e infernal, y que criticaron la falta de espiritualidad del ser humano, rendido ante los progresos técnicos y los valores burgueses. La guerra, la muerte, el invierno, la ciudad, la noche… son algunos de los motivos que recorren los 41 poemas visionarios que componen El día eterno. La traducción de esta obra es un paso importante para que los lectores en lengua castellana se impregnen de la extraña e inquietante belleza que caracteriza al conjunto de su escritura.
Montserrat Armas Concepción (Islas Canarias, España, 1969). Doctora en Filosofía por la Universidad de La Laguna. Ha realizado estudios sobre Nietzsche, Schopenhauer y Wagner, que ha publicado en diversas revistas de Filosofía. Ha co-traducido libros como El mundo como voluntad y representación (Akal, 2005) de Arthur Schopenhauer y En mitad de la vida. Poesía completa (Ígitur, 2007) de Hermann Broch. Actualmente, su interés por el expresionismo alemán la ha llevado a traducir el poemario de Georg Heym, El día eterno, para la editorial Trotta. En su blog Bifurcaciones (https://montserratarmas.wordpress.com) se ocupa de literatura, filosofía, arte y traducción.