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Gauguin, el ultra salvaje

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Por MARINA VALCÁRCEL 

Abril de 1903. Paul Gaugin se apaga poco a poco en Hiva Oa, islas Marquesas, un lugar perdido en el Pacífico. Tiene 55 años y hace solo dos había dejado Tahití. Alcoholizado, destruido por la sífilis, compra un terreno cerca de una misión católica y empieza a construir su cabaña hecha con hojas de cocotero trenzado. Gaugin espera la llegada de los lienzos que le envía su marchante, Ambroise Vollard, para ponerse a pintar. Entre tanto, rodeado de sequoias gigantes, esculpe la decoración exterior de su casa: un friso de cinco paneles polícromos. Hay un dintel que lleva la inscripción Maison du Jouir (Casa del gozo), alimentando su fama de conquistador de adolescentes. En esta cabaña Vaeoho Marie-Rose, su última compañera de 14 años, da a luz una niña en septiembre de 1902.

El interior de este pequeño santuario de creación es decorado con su mundo imaginario. Gaugin pega por las paredes las reproducciones de cuadros con los que sueña: Cranach, Derain, Puvis de Chavannes, Holbein pero también estampas japonesas y egipcias.

Morirá el 8 de mayo de 1903. A los pies de su cama, entre botellas de absenta y ampollas de morfina, aparece su último autorretrato: a lápiz sobre papel y el gesto −un dedo sobre el labio− inventado por el artista en 1889 para señalar −o imponer− su “Yo” más salvaje y rebelde. Este testamento, encerrado en una urna, solitario y que surge de la penumbra de una sala en azul muy oscuro, es el cierre de la exposición.

Alquimista

La vida de Gaugin llena la literatura desde Anatole France hasta Mario Vargas Llosa. También el cine. La estimación, en 2015, de 265 millones de euros por el cuadro Nafea faa ipoipo catapultándolo entre los tres más caros de la historia, no hacen sino acrecentar el tópico.

Gaugin es bastante más que eso. Las dos grandes exposiciones de París, en 2003 y sobre todo, la gran retrospectiva de 1989, ya dejaron ver que estamos ante una obra no siempre accesible a primera vista. Gaugin: el alquimista, permite llegar más lejos, deshacer el nudo que mantenía atados al artista y al mito: concentrarse en su proceso creador, 230 obras apartan la dimensión hagiográfica de este personaje de alto voltaje para adentrarse en el leit motiv de su vida: la huida hacia adelante. Diluir las fronteras geográficas, también la de las disciplinas del arte, atreverse con todo: “Yo lo que deseo es encontrar alguna esquina dentro de mí aún desconocida”, escribía a Émile Bernard en 1889.

Paul Gaugin, Retrato del artista con Cristo amarillo (1890-1891) Museo de Orsay, París

Gaugin avanzaba imparable. Su ascendencia peruana y el constante cambio de residencia (Bretaña, Martinica, Arles, Tahití, Islas Marquesas) dominaban su interior salvaje: “Me voy para estar tranquilo, para liberarme de la civilización. Quiero hacer un arte simple, muy simple, para eso necesito empaparme de la naturaleza más virgen, ver solo hombres salvajes, vivir su vida sin más preocupación, como si fuera un niño y no seguir los dictámenes de mi cerebro, con la ayuda de los principios del arte primitivo, los únicos buenos, los verdaderos”, declara a Jules Huret en 1891.

Esperamos en la cola del Grand Palais, distraídos por los castaños vestidos de ocre. Solo unos años antes de la inauguración de este inmenso invernadero, en la exposición universal de 1889, un joven Gaugin obsesionado por las fronteras extra-occidentales rastreaba ya entre las reproducciones del templo de Angkor Wat o las bailarinas del pabellón de Java… Un clarinetista octogenario que parece salir del lema del frontón de la fachada de piedra: Monument consacré par la République à la gloire de l’art français, (Monumento consagrado por la República a la gloria del arte francés), ameniza nuestra espera y nuestras divagaciones llegan lejos… Las exposiciones en París tienen siempre un peso distinto.

Paul Gaugin, En las olas (1889), Museo de Arte de Cleveland, USA

El piso superior de la exposición abarca los primeros años de creación de Gaugin. Un puñado de datos: fascinación por su abuela peruana, Flora Tristán. Pasa cuatro años de su infancia en Lima. A los 17 años se enrola en la marina y recorre el mundo. Abandona el mundo de las finanzas, vive para la pintura y prepara su huida de la civilización occidental que según él, pervierte a las sociedades tradicionales. Gaugin había nacido en Paris pocos meses después de la revolución de 1848.

Una amalgama de curiosidades, lienzos, cerámicas, cartas… que abarrotan las paredes e islas de las salas conforman un archipiélago cuya abundancia nos contagia del estallido que era, en aquellos años, la cabeza de Gaugin: su apuesta por forzar los límites de la escultura, la pintura, la cerámica… La necesidad de tallar madera, modelar arcilla; el contacto con los materiales ancestrales. El espectador se mueve entre una Leda transformada en el asa de una taza antropomorfa, una Leda lienzo y otra Leda, en fin, que emerge de un bajo relieve en madera.

Paul Gaugin, Sed misteriosas (1890), madera de tilo parcialmente polícroma. Museo de Orsay, París

Epifanía tropical

El piso inferior se reserva para la epifanía de Gaugin: sus años en el trópico. Las salas se aligeran para dejar paso a lienzos de gran formato, colorido arrollador y extraño silencio. En 1891, Tahití es desde 1843 una colonia francesa con fama de paraíso de la abundancia. Allí descubre paisajes y vegetación lujuriosa que le incitan a la radicalidad sugerida años atrás por las estampas japonesas: nuevos encuadres, composiciones descentradas, figuras más planas, sombras apenas sugeridas. El pintor se aleja definitivamente de la objetividad de la retina difundida por el impresionismo y elabora un lenguaje plástico fundado en la simplificación de las formas. En las vidrieras de las iglesias o en los biombos japoneses en los que las formas se recortan en zonas de color vivo, simples, delimitadas por un espeso trazo negro, encuentra una nueva manera de pintar: el “cloisonismo” o “sincretismo”.

En el verano de 1888 se abandona a la subjetividad y escribe a Van Gogh: “No copies mucho la naturaleza. El arte es una abstracción”.

Paul Gaugin, Merahi metua no Tehamana (Los ancestros de Teha’amana) 1893, The Art Institute of Chicago

En Tahití, Gaugin se consagra a la representación femenina. Muchachas envueltas en una lentitud poética. No hay miradas ni comunicación aparente en unos lienzos de diálogo callado entre dos niñas en una atmósfera irreal. “Los tahitianos suelen pasear por la noche, siempre silenciosos y descalzos. Ahora comprendo por qué estos individuos son capaces de pasar horas, días enteros sin decir una palabra, sentados, mirando el cielo con melancolía. Siento que todo eso va acabar invadiéndome”, escribe.

Tahití es también su entrega a las relaciones amorosas con adolescentes. Con Teha’amana, su mujer de 13 años y a la que pinta sus mejores retratos de 1892 a 1893, pudo conocer algo más las religiones ancestrales, a pesar de que la conversación entre ellos era muy limitada, ninguno conocía el idioma del otro: “Mi nueva mujer era poco habladora, burlona y melancólica. Ambos nos observábamos: ella era impenetrable. Pronto me venció en nuestra lucha”.

Gaugin pinta en menos de dos años unos 80 cuadros, en general de altísima calidad. Los ancestros de Teha’amana: convertida en una deidad enigmática, de grandeza primitiva, a pesar de su “traje de las misiones” −los misioneros animaban a las tahitianas a vestirse con trajes recatados, en lugar de pareos−.

Paul Gaugin, Manaò tupapaú (El espíritu de los muertos), 1892, Buffalo, New York, collection Albright-Knox Art Gallery

En los lienzos de esta época, la trama de la arpillera está muy presente. La paleta se llena de rojos, amarillos compuestos de bermellón, cadmio, ocre y diferentes tonos de azul. La capa de pintura es ligera facilitando así el secado en el clima de Tahití.

En 1893 Gaugin organiza una exposición para enseñar su obra tahitiana en la galería de Durand-Ruel y escribe un libro ilustrado, Noa Noa, que explique su pintura. Cuarenta obras llegadas en rollos son montadas sobre bastidores y enmarcas en azul, blanco o amarillo: exposición sin el menor éxito comercial.

Paul Gaugin, Oviri (1894) Gres parcialmente coloreado. Museo de Orsay, París

Oviri, la salvaje

Gaugin regresa a París en 1894: “Se inventaba todo. Su caballete, la manera de preparar sus lienzos, el modo de usar las acuarelas. También inventaba su vestimenta con su amplia bata azul y su sombrero de astracán. Parecía un Rembrandt de 1635…”, escribe Armand Seguin. Vuelve a la cerámica y produce Oviri -salvaje, en tahitiano-, una mujer alucinada, de melena larga que aprieta un lobezno sangrante contra su pierna. Quería que estuviera sobre su sepultura. “La cerámica no es algo banal. Dios hizo al hombre a partir de un trozo de barro. La materia que sale de un horno tiene algo de muy grave desde el momento en que ha pasado por el infierno”.

Esta escultura violenta y misteriosa, se expone en la retrospectiva de Gaugin en el Salón de Otoño de 1906. Impresiona a Picasso y le ayuda, dicen, a pensar en parte Las señoritas de Avignon. Antes de morir en Iva Oa, soñaba con volver a Europa. Había elegido un país donde desarrollar por última vez “un nuevo exotismo arcaico”: ese país era España.