
Dos exposiciones de Paolo Gasparini, Fuera de modo y Caracas a vuelo de pájaro. Fotografías de mediados del siglo XX, permanecen abiertas desde finales de noviembre en el centro cultural de la UCAB
Homenaje a Victoria de Stefano, vidente
Es la fugacidad del instante fijado en la foto,
del instante que no dura fuera de ella, que se produce,
brilla y se agota en su fulguración, lo que suscita
todas las preguntas sobre la cuestión del tiempo.
Victoria de Stefano
Por RAFAEL CASTILLO ZAPATA
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Después del sustancioso texto que Johanna Pérez Daza escribe para el desplegable que acompaña la muestra Gasparini, fuera de moda (2024), actualmente en exhibición en la Sala El Archivo del Centro Cultural de la UCAB, ¿qué puedo agregar yo? ¿Por cuál vereda o vericueto inesperados voy a colarme para, como quien dice, no llover sobre mojado? ¿Qué diré yo que no haya sido dicho ya por ella o por Sagrario Berti, con su fina erudición técnica e historiográfica (Karakakaras, 2014; Fotollavero mexicano, 2021) o por tantos otros que han escrito antes de mí, como Victoria de Stefano, con su espléndido estilo filosófico (Retromundo, 1987; Karakarakas); o como Juan Villoro, con su aforístico recorrido histórico de la aventura mexicana del fotógrafo (también en el Fotollavero); o como Juan Antonio Molina, semiótico y conciso (La verdadera historia de Paolo Gasparini, 2017), sobre la extensa e intensa obra del fotógrafo a lo largo de siete décadas de actividad ininterrumpida: montañas de notas, apuntes y críticas que se acumulan alrededor de sus imágenes en folletos, catálogos, libros, periódicos y revistas? ¿De qué modo puedo yo volver a leer lo que tantas veces he leído y releído y decir algo que no haya dicho yo mismo ya?
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Estas preguntas involucran muchas reticencias y complejos, sin duda. Frente al desafío de escribir sobre esta estupenda exposición, me veo asaltado por dudas que se generan por el prurito crítico de la novedad: ¿qué nueva traigo yo, que noticia vengo yo a dar, aquí y ahora, sobre una muestra que se organiza bajo la signatura provocadora de la moda, y nos empuja a plantearnos la pregunta sobre la actualidad o la (in)actualidad de la imagen fotográfica, sobre su permanencia u obsolescencia, sobre su probable o improbable caducidad?
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Si la imagen fotográfica está afectada por su temporalidad, ¿cuánto más no debe estarlo la lectura que se hace de ella? Se trataría, entonces, de pensar no sólo en qué medida la fotografía de Gasparini puede quedar en algún momento fuera de moda, sino en qué medida la crítica a la que ha sido sometida puede ser desplazada por otros modos y maneras de abordarla.
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El tiempo no pasa en una fotografía, el tiempo pasa (ha pasado, pasará) en la escena que la fotografía congela: la imagen permanece, es lo que ella fija lo que ha cambiado o se ha perdido y es, ahora, ruina o ausencia. Pero si la imagen capturada se conserva a pesar de la pérdida o el deterioro del material donde se ha fijado —negativo, papel, lienzo, dispositivo digital—, dura y perdura, incluso como resto, fantasma siempre, pero visible, viva en el mundo donde ella reina como objeto que se da a ver, que se ofrece a la mirada, ¿qué es lo que puede perder vigencia en ella?
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La imagen es eterna, se diría. Es la mirada que ve la que avanza o retrocede en el tiempo; es la mirada la que recuerda y la que olvida.
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Lo que cambia es lo que se ve.
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Cambia quien ve. Y el modo como ve.
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¿Cómo ve el espectador contemporáneo las imágenes de los libros y las exposiciones de Paolo Gasparini? ¿Cómo percibe ese panorama crítico del paisaje social latinoamericano entre 1960 y la actualidad que encontramos, capturado y expandido, desplegado continua y persistentemente ante nuestra mirada desde, al menos, su legendario Para verte mejor, América Latina, de un ya casi remoto 1972, por no mencionar al ya mítico Bobare (1959)?
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Las imágenes más politizadas, más implicadas en situaciones históricas muy concretas y marcadas, estarían sujetas tal vez a un desgaste progresivo y a una pérdida gradual de su poder de reconocimiento, de impacto visual. Es lo que ellas muestran lo que ya resulta tal vez irreconocible para cierto tipo de espectadores, sobre todo para aquellos, es decir los más jóvenes, que no pueden tener memoria ni, por lo tanto, conciencia de lo que ellas ponen por delante a la mirada. Por más que, por otra parte, lo que ellas muestran no ha cambiado mucho en el escenario histórico del continente desde aquella arcaica América Latina donde la leyenda negra del imperialismo todavía ejercía su influencia. Ahora ya no la ejerce, pero los infortunios del continente, alterados y transpuestos, sobreviven, perversamente agudizados por otros imperios menos ingenuos y más poderosos y globalizados.
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Como apunta muy oportunamente Victoria de Stefano, cuando eran “completamente contemporáneas, estas fotos venían cargadas de una gran fuerza agresiva. Ahora que ya no son contemporáneas, su impacto ha cambiado de signo, un signo menos épico, más fantasmal y desolador. Los lazos entre la imagen y lo que documenta se han hecho más blandos, menos obvios, menos compacta, más sosegada la aleación entre lo real y lo representado. Desde el momento en que cubren tres generaciones, para la primera y quizás parte de la segunda generación estas fotos se han vuelto históricas, incluso arqueológicas en relación con el ejercicio afectivo de intentar poner pie en los recuerdos. Para la segunda y tercera generación, y no se diga la siguiente, son y serán simple e incuestionablemente prehistóricas”.
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La fotografía captura la imagen de un suceso, de un edificio, de un rostro, de un objeto, anclándola en el doble tiempo de su existencia material histórica y de su permanencia póstuma: el tiempo de su existir en el instante de su captura y el tiempo de su existir en su posteridad espectral, como evidencia de lo que fue, de lo que ya no es.
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Como todo signo, la imagen fotográfica se da a ver en unas condiciones particulares —siempre cambiantes— de visión, lo que implica la transformación constante de la escena de su recepción, de la situación y sensación de quien la recibe y la percibe, ese destinatario que es uno y ninguno, cualesquiera que se detenga a ver, en un momento dado, lo que la imagen fotográfica ofrece a la mirada.
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La imagen es en potencia, como todo signo.
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No parece, entonces, que una imagen fotográfica como tal caduque: siempre es posible volver a verla, aunque no se vea en ella lo que se vio la primera vez, y siempre podrá provocar un efecto significante en quien la vea, a posteriori, en otras condiciones de percepción. La imagen fotográfica, materialmente hablando, es la misma: lo que cambia es su visión, la situación de su recepción, la (in)actualidad de su percepción. ¿Cómo plantearse entonces el problema de la moda en relación con la imagen fotográfica?
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Ni la imagen ni el fotógrafo pasan de moda, pasa de moda lo que la imagen registró en el momento en el que el fotógrafo disparó. El tiempo de la captura es el mismo. Lo que difiere es el tiempo del objeto capturado, que existió fuera de la imagen antes de ser (parte de la) imagen: y en esa existencia se consume, se degrada paulatinamente, hasta que desaparece.
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Lo que pasa de moda es la situación y las condiciones operativas del momento de la captura. Esto comporta la caducidad de la episteme en cuyo contexto ideal e ideológico se efectuó el disparo, lo cual involucra, por supuesto, a su autor, sujeto de la misma episteme.
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Cuando Johanna Pérez Daza dice que Gasparini “se interpela por la necesidad y la vigencia del tipo de fotografía por la que él ha optado. Esa que toma posición y asume las responsabilidades de la imagen con los retratados, con las situaciones, con la historia”, y cuando añade que Gasparini, fuera de moda “es, en sí misma, una toma de posición, un cuestionamiento por la vigencia de un modo de hacer imágenes y entender su función”, se está refiriendo, sin duda, a la naturaleza de la episteme que domina la práctica fotográfica del autor, una episteme basada en la conciencia política a propósito de la realidad fotografiable y en la función crítica de la fotografía como instrumento de testificación histórica y de denuncia, al mismo tiempo.
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Nosotros nos llamábamos fotógrafos comprometidos, recuerda el propio Gasparini. Un fotolibro, para él y sus compañeros de inquietudes estéticas, era, como él dice, un manifiesto, es decir, una forma de proclamar, mediante las imágenes, una perspectiva ideológica y un programa político, una esperanza. Publicar entonces un fotolibro “significaba darle sustancia, cuerpo, a nuestro modo de pensar. Era sentirnos protagonistas de la historia de nuestro tiempo expresando, a través de fotografías, nuestras ideas, nuestra visión del mundo”.
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La pregunta por la (in)actualidad de su trabajo asalta al artista comprometido cuando éste hace la cuenta de su trayectoria y se siente, de pronto, anacrónico. En el caso de Gasparini, en cierta medida, este sentimiento de anacronía responde y corresponde a lo que podemos llamar la ilusión revolucionaria.
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La idea de revolución ya no está de moda: la esperanza en la transformación radical del mundo y en la reparación reivindicativa del sufrimiento humano parece haberse eclipsado tras sus repetidas y catastróficas frustraciones estratégicas, desde la Rusia bolchevique hasta nuestros días. Las fotografías de Gasparini, incluso las más actuales —y, por eso mismo, precisamente ellas, con mayor razón—, aluden al universo gramsciano y benjaminiano donde la organización del pesimismo político depende del ejercicio voluntarioso de un optimismo que se niega a perder la confianza en la posibilidad de la redención de todos los oprimidos, de todos los perseguidos, de todos los desposeídos, —o, como diría Martí— de todos los pobres de la tierra, que crecen a ojos vista en vez de disminuir.
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Esa confianza parece haber perdido vigencia en el mundo desesperanzado de la llamada sociedad del espectáculo en la que todavía vivimos, donde, debordianamente hablando, el capital se ha convertido en imagen, como cristalización operativa de un mundo dominado por el mercado, por la renovación incesante de las falsas necesidades de consumo que la moda y la publicidad alimentan. Y tanta vigencia parece haber perdido que el mismo léxico que me veo obligado a utilizar para exponer mis planteamientos me suena anacrónico a mí mismo. Este léxico y lo que él transporta en sus términos desprestigiados no está, ciertamente, de moda. Pero este léxico, con todas sus implicaciones éticas e ideológicas, es precisamente el que circula, como relato implícito, en las imágenes fotográficas que distinguen lo más característico del oficio de Paolo Gasparini. Su desazón frente a lo que él llama “el monóxido venenoso de la contaminación cultural” con su avalancha de imágenes banales, es la desazón del viejo inconformista obligado a habitar un mundo donde el conformismo ha triunfado.
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Se trata, podría decirse, del efecto que las desilusiones y las disoluciones de los ideales contestatarios que movilizaron las primeras acometidas del impulso fotográfico de Gasparini en los años 60-70, tras su paso previo por el neorrealismo italiano, ha ejercido sobre el espíritu de un hombre que se ha formado en íntima cercanía con el pensamiento de Elio Vittorini, de Antonio Gramsci, de Walter Benjamin, de Guy Debord, y cuyo ojo se ha entrenado y refinado en contacto directo con el trabajo de grandes fotógrafos como Paul Strand, Lewis Hine o August Sander.
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Un cierto sentimiento de anacronismo —pero también, tal vez, de nostalgia— que se expresa en esta frase del propio Gasparini: “Eso era antes. Cuando la fotografía era una cosa seria”.
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Cuando la fotografía era una cosa seria, fotografiar implicaba regresar con “la ilusión de haber dejado una marca de belleza en el mundo, enfocando la utopía”.
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El mundo no es bello, nunca lo ha sido. Y no hay que mencionar ni recordar nada en particular de todo lo que lo forma y lo conforma para estar de acuerdo con esa sentencia. Al menos si aceptamos que mundo quiere decir historia, quiere decir política, organización técnica de la vida. Como quiera que sea, la belleza del mundo sólo puede existir como utopía, como eterna inminencia de un porvenir emancipado o liberado, para utilizar de nuevo palabras que resultan, hoy por hoy, sospechosas, acaso vagas, demasiado imprecisas; acaso ilusoriamente empecinadas en evocar un acaso trasnochado impulso de redención. La belleza del mundo solo puede existir como utopía; o, como habría dicho Novalis, como fragmento del porvenir; es decir, como promesa. Y en esa dimensión, me parece, se coloca, y es nuestro deber reconocerlo, el trabajo de Gasparini.
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El paso del tiempo y las diversas conmociones históricas e ideológicas que han seguido estremeciendo al mundo tras aquellas palabras pronunciadas hace ya más de cuarenta años, impulsaron en Gasparini un sentimiento, no ya de anacronismo, sino de incomodidad frente a la expresión según la cual el fotógrafo pretende, al fotografiar, dejar una marca de belleza en el mundo, enfocando la utopía.
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Poniendo bajo sospecha esa intención de belleza y esa tentación de utopía, Gasparini se siente ahora más cómodo hablando de intención de verdad, sustituyendo el enfoque de la utopía por la referencia al mundo ofendido, retomando una querida expresión de Elio Vittorini.
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La expresión de hace cuarenta años debería leerse ahora como si dijera —como si hubiera dicho— que el fotógrafo trabaja para regresar de su viaje de capturas con “la ilusión de haber dejado una marca de verdad en el mundo ofendido”.
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Juan Antonio Molina ha dicho que, desde las fotos de Gasparini, “las ciudades son como palabras rotas”. El imponderable Walter Benjamin escribió en 1928 acerca de la lluvia de grafismos que hacían de la ciudad moderna el verdadero libro donde todo se escribía en el espacio público —impúdico— de la calle de la urbe, polémica, polisémica. Las capturas de la enorme ubre de la urbe que ofrece Gasparini aparecen como palabras rotas no sólo porque ponen en escena la intempestiva aparición de textos que se interrumpen y se superponen en los muros, en las vallas, en las pancartas, en los afiches, en las insignias, en los logos de los comercios, las agencias, las instituciones públicas con sus siglas esotéricas, sino porque ellas mismas son el recorte fracturado de un paisaje avasallante que la cámara sólo puede atrapar por espasmos, mediante pellizcos veloces en el tiempo que delimitan espacios incompletos, sesgados, decapitados por una lente que parpadea mordiendo la realidad a bocados, obturando lo visible en archipiélagos inexactos, por así decirlo.
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Las imágenes de la urbe que nos ofrece Gasparini responden, pues, como se ha repetido ya tantas veces, a una narrativa, a una narrativa dominada por la síncopa, es decir, a una forma de encadenar historias de manera discontinua, una técnica que funciona con el combustible retórico del contraste antagónico de los pedazos del material visual con el que se trabaja. Harto se ha hablado de la noción de montaje al referirse al método compositivo —constructivo y/o narrativo— de Gasparini. Para él, como para Eisenstein, pero también como para el sempiterno Benjamin, la imagen visual sólo se hace significante mediante la contraposición y el choque. Se ha dicho. Lo ha dicho él mismo. Y no queda otro camino que repetirlo y hablar de mosaico, de conflictivo collage de signos opuestos y contrapuestos, en lucha, explosivos.
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De hecho, el texto que vengo armando sobre la marcha a propósito de Gasparini fuera de moda y que me ha traído hasta aquí, responde, por simpatía y por estrategia mía, a este mismo modelo de construcción discursiva: son relámpagos de visión los que he venido acumulando, fragmentos de intuición que encadeno para que el lector los contraste, tal como debe hacer el espectador de las imágenes montadas de Gasparini en sus ingeniosos fotolibros —y en Gasparini fuera de moda, por supuesto— convocado a pasar de la simple contemplación pasiva de lo fragmentario a la acción perceptiva capaz de producir constelaciones parciales de una (im)probable unidad, siempre dialéctica, de secuencias constantemente interrumpidas e intercaladas.
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Todos los fotolibros de Paolo Gasparini son un viaje en el tiempo. Un viaje recurrente por la historia, por el ferviente nomadismo de su vida de cazador de imágenes y por su propia obra fotográfica, cuyas imágenes reiteradas se evocan mutuamente, retornan y vuelven a aparecer, las más viejas junto a las más recientes, como si entre ellas se profetizaran y se recordaran unas a otras en un continuo vaivén, en un sinfín de guiños y de alusiones, regresiones y progresiones que hacen posible que la repetición en sus montajes sea siempre diferencia, revelación. Con los fotolibros de Gasparini nada es lo mismo, aunque sea lo mismo; nada se ha visto, aunque se haya visto todo, o casi. Sus montajes son siempre inicios, constelaciones que incorporan no sólo retromundos sino protomundos: mundos que fueron, mundos que serán, y, en la encrucijada de ambos, mundos que están siendo con las mismas deudas éticas, con las mismas urgencias históricas, con la misma voluntad de no dejarse abatir por el conformismo, organizando el pesimismo, como decía Walter Benjamin, o como decía Gramsci y recuerda Villoro, perseverando en la lucha con cierto pesimismo de la inteligencia y cierto optimismo de la voluntad.
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Choque de situaciones llamó Gasparini al complejo mural que integra uno de los dispositivos de exhibición de Gasparini fuera de moda. Como es su costumbre —o mejor, dicho, su método—, el fotógrafo ha revisado su archivo para seleccionar imágenes que, recuperadas para una nueva puesta en escena, adquieren un valor renovado, siendo que corresponden, como dice Johanna Pérez Daza, a “tres cuerpos de trabajo” fechados entre 1960 y 2020, lo que implica la nada desdeñable cuenta de seis décadas de actividad fotográfica ininterrumpida en una sola constelación dialéctica selecta: La Guajira (1960-2000), Ladrillera del barrio “El Consuelo” (Bogotá, 1980) y Nueva York (2000-2020). Transposiciones y superposiciones de imágenes con las cuales, como en los sueños, Gasparini burla el tiempo, a la vez que descalifica —repetición es diferencia— las pretensiones de la moda y los fatalismos de la novedad.
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El otro dispositivo de la muestra —en otro, adicional, se ha dispuesto la proyección de un audiovisual emblemático, El fotógrafo y la fotografía. La identidad de un malentendido (1985, 2011)— lleva el bustrofedónico título de Postepifaníasfotocomics, en donde el políptico, una articulación narrativa ya utilizada por el autor, adquiere dimensiones de hiperbólica disimilitud entre las partes convocadas. Se trata de la reunión de un conjunto de lo que Gasparini ha llamado epifanías, revelaciones diversas y dispares organizadas en estructuras reticulares que recuerdan, al mismo tiempo, postales, instantáneas fotográficas y páginas de comics. Mezclando imágenes en blanco y negro y a color, Gasparini parece dar un giro particularmente irónico —y más que irónico, lúdico, y hasta satírico— a sus relatos visuales al incorporar a su sintaxis cierto aire de absurdo, acaso como un gesto de distensión crítica mediante el cual, quién sabe, el fotógrafo baja la guardia y se burla un poco de sí mismo, de la fotografía y de su compromiso. Pero tal vez se trate de un astuto y cáustico espejismo.
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