Por MARÍA FERNANDA PALACIOS
Conocí a Franklin Hurtado cuando llegó a la Escuela de Letras de la UCV, en donde ahora es profesor. No sé cuándo comenzó a escribir poesía pero es seguro que desde la adolescencia ya tenía esa inclinación. Sus impresiones de lectura, agudas y precisas, sabían desplegar con naturalidad la trama de un poema y, cosa más rara aún, entrar en sintonía afectiva con la obra de poetas señalados como intelectuales o abstractos. Eran afinidades electivas en las que podía leerse el contorno de una sensibilidad y la orientación de una poética. Cuando en 2013 aparece Sal, su primer libro de poemas, lo celebré como una “Confirmación”. Allí se confirmaba una vocación. El oficio, la destreza, la originalidad, son adquisiciones cuyo valor depende de cómo la inclinación y la sensibilidad se transformen y afinquen en una travesía vital dentro de la poesía misma. Quiero decir con esto que en Sal hay una decantación de lo personal y una aceptación del lenguaje como una fuerza desconocida a la que se somete con humildad y recelo, resistiéndose a las tentaciones de la abundancia expresiva y el coloquialismo confesional.
Por supuesto que saltan y resaltan en sus versos alusiones, huellas más bien, de un universo personal; asistimos a la mirada asombrada, curiosa y arisca de un niño, sentimos la presencia de una poco común tristeza rabiosa, resabiada y sin nostalgia; al contrario, una inmediatez dura, rota y áspera impone una misteriosa lejanía a todo lo familiar, con una franca dulzura animal. Por eso no hallamos asentimiento dichoso ni resentimiento alguno, sino la presencia salobre, incandescente, ardida, de lo que nunca fue refugio. Así, aquel mundo se rehace y se hace paisaje en la lengua, y es en el tono, no en las palabras, es en las pausas y en las cesuras del verso, en metáforas que nunca se cierran sobre sí mismas y que quedan insinuadas, esbozadas en el silencio que les salió al paso, en medio de la escritura, es allí donde lo más personal de esas tercas vivencias nos arrastran y podemos seguirlas en la tensión de una pureza que se escapa, de algo puro en la punta de la lengua. Una certeza, una verdad, que hizo seña y se sustrae cuando la enuncia en esta “sintaxis devorada por la sal”. Y el poema no es solamente el resto de algo que se perdió en el pasado sino es algo en camino, en esa palabra como engatillada en la recámara que aguarda y no se dispara, una palabra a la defensiva, que es el origen y el destino de cada poema… Sí: se trata de un tono, el tono de quien dice quien echara más sal en la llaga // podría decir yo alcancé / este gesto animal…
Sí: quien pudiera / no tendría que escribirla / no tendría que borrarse / no tendría que //
Caracas, septiembre 2016
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