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Franklin Hurtado: «La escritura es una manera más profunda de estar solos»

Serie “Nuevo país de las letras”. Banesco. Franklin Hurtado:  “La escritura es una manera más profunda de estar solos”. Texto: José Pulido / Fotos: Gabriel Osorio

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Por JOSÉ PULIDO

Nacido en Carúpano, en 1985, estudió Letras en la Universidad Central de Venezuela, donde actualmente ejerce la docencia. Ha sido editor y corrector de diferentes publicaciones y editoriales. En 2012 su poemario Sal ganó el Concurso para autores inéditos, mención Poesía, de Monte Ávila Editores.

Quizás la vida celebre el nacimiento de un poeta de manera extraña, secreta. Quizás incluso nadie se entere. Los códigos se invierten y quizás la celebración sea en silencio, como el nacimiento de un día, o como la irrupción de la noche. En Carúpano, un día de 1985, nace Franklin Hurtado. El susurro del mar se vuelve silencio, el olor de las algas se convierte en mudez, el salitre corroe las palabras. Las palabras, sí, como partículas, como voces, como campanas, alrededor de un niño. ¿Qué es la esencia creadora? ¿Cómo se revela un oficio? ¿Quién enciende la sonoridad?

“Yo era el hijo de los mandados. De tres varones, el del medio. Todos los días iba camino al abasto, repitiendo el recado. Debía repetir para hacerme entender. Si me diera a la tarea de ubicar algo en mi infancia que me reservaba el oficio de poeta, lo encontraría en lo que viví aquellos años. Era como un estado de rareza, la sensación de que no debía hablar de más. El mandato no dicho de callar, el temor de que mi palabra no gustara. Deseaba una relación normal con los otros, pero a la vez me cerraba a ella, porque era incapaz de decir las cosas tal y como se esperaban. Necesitaba una firmeza de mandíbula, una voluntad de voz, pero no sabía cómo alcanzarla”.

Podía pasarse una eternidad pensando en la palabra que necesitaba decir. La hacía girar en el espacio de su mente, la limaba, le sacaba el máximo brillo, la hacía flotar esplendorosa como un colibrí detenido en el aire. Pero cuando iba a pronunciarla, cuando le tocaba dejarla salir, siempre había alguien que lo escuchaba y no entendía, que lo miraba sin comprender, que estallaba en injusto reclamo: “¿Qué quieres decir?”

“Si yo decía algo, no gustaba. Quien me oía, como el dueño del abasto, abría los ojos, me increpaba y me hacía repetir. Una y otra vez. Y yo, en vez de intentar decir adecuadamente cualquier cosa, me obstiné en mi defecto. Me mordía aún más la lengua. Han pasado los años y yo, en el poema, intento decir lo que me provocaron callar. No me refiero a lo dicho, sino a lo que me impide decir”.

Solo él debe haberse dado cuenta de que había estado creciendo a orillas del mar, como si el sol al nacer cada día lo hubiera ido levantando un poco más del piso, como si le hubiera puesto en la cabeza pelos de palmera, movimientos de galeón en tormenta o la serenidad del arrecife en la cara. Hoy es un joven poeta de inusitada fuerza. Una melancolía remota, algo de asustada nostalgia que se desprende de la infancia, se han convertido en poemas. Sin embargo, todo el referente marítimo, que es en sí poderoso, podría considerarse una etapa superada. Hoy le asaltan los deseos de fijarse en los otros, de entender el ritmo del laberinto urbano, de penetrar en elementos que le son ajenos. La alteridad también enriquece. Pero el viaje es también hacia adentro, donde mucho dilucidar. Buscar los recuerdos más lejanos. Apartar la niebla que recubre las imágenes.

Otra mirada

“El primer recuerdo que tengo de mi madre es su pezón de ojo ciego, su neutra amargura. Hablo de un seno que no podemos decir, aunque nos sostenga. De ella, sin embargo, me queda otra mirada. Supongo que a todo hombre le pasa: mi madre fue mi primera esfinge. Esa imposibilidad me ha alimentado siempre. En mi recuerdo más antiguo, quizás a los tres años, me estoy sujetando a un escalón en la casa de mi abuela. Mi madre entra a la sala y me ve con sus ojos casi borrados: trato de entrar allí y no la encuentro, trato de entrar allí y no me hallo. En todo caso, ella no me reconoce. No sé qué ve en mí, pero si me ve percibo que nunca antes me ha observado. ¿Cómo explicar que su mirada me otorgara forma cuando todo era aún un breve caos? En sus ojos me esperaba una fijeza que busco recuperar en el poema”.

La sal se movía en el aire y salaba sus labios. Las olas verdosas se expandían en la orilla y volvían a formarse. En toda esa invocación hay vapor, solidez, pesadez y esqueletos que el mar reúne y despedaza. La sal, no obstante, lo domina todo: es encandilamiento blanco, espíritu respirable, presencia fantasmal. No en balde, su primer poemario se titula Sal, y el vocablo da saltos entre las páginas como un pez irredento. Nunca se había usado con tanto acierto, nunca con tanta verdad.

“Para mí el principio es de sal. Así que no me he alejando mucho de lo que considero esencial. Todos los textos anteriores a ese primer libro fueron experimentos, maneras de decir que ya no frecuento, pruebas y pastiches. Para mí la voz poética siempre debería estar en correspondencia con nuestro cuerpo, con la soledad esencial que exploramos. Pienso que, tal vez, se tiende a confundir escribir con hablar. Si bien, por la naturaleza del lenguaje, otros nos exigen decir o expresarnos, la escritura es una manera más profunda de estar solos. De esta manera concibo yo el poema: no deberíamos ilusionarnos con la idea de que allí se capta algún sentido. Yo apenas aspiraría a captar un rumor, un mandato indistinguible. Cuando pongo en versos lo que siempre he sentido como una experiencia, todo se vuelve sombra. Y aun así, lo que quise captar puede traerme la alegría de una música inesperada. Dos manzanas sobre una silla, como propone Clarice Lispector en Agua viva, establecen un nuevo orden, reorganizan la mirada: la silla empieza a girar, las manzanas se vuelven carne, veo cómo sus nervios laten, tengo el tamaño de un insecto y miro desde el aire, cautivado. Y así me dejo llevar por lo que la escritura genera. Cuando intente preguntarme por mi voz, por ejemplo, la encontraré cubierta de moscas… Sobre este descubrimiento, sobre esa visión de las cosas, reuní un conjunto de poemas”.

La resonancia

Lejos de su paisaje original, de su playa, escasea la forma de las lanchas, las estampas luminosas de los peñeros. Ahora el poeta se somete a la penumbra de un apartamento, tratando de averiguar qué tanto de mar hay en él, qué zumbidos lo habitan aún.

“A ver, pienso en la resonancia del mar. Es el único elemento al que le tengo un verdadero respeto, sin excluir el miedo. Y creo que a todos nos pasa. Una vez conocí a la esposa de un pescador que vivía en la orilla de una ensenada. Esa mujer tenía más de cuarenta años sin darse un baño de agua salada. Todavía me pregunto si le guardaba algún respeto, o si simplemente cualquier asombro murió en ella. Yo debería preservar esa duda, y más bien no inquietarme con las posibles respuestas. El mar aún reclama mi atención, mi adoración. Quisiera decirlo en una dimensión más bien geográfica, de extensión y grandeza, sin marineros ni viajes colonizadores, sin batallas ni barcos pesqueros. Nuestro dilema ante el mar es que siempre queremos historiarlo. Pretendemos dominarlo como a un animal. Puedo entender que ese deseo exista, pero obviamente no lo comparto. Del mar me queda sobre todo su capacidad de acecho. Una gran ola viniendo hacia la casa es uno de mis sueños más recurrentes. Y no importa lo lejos que me encuentre de la costa. A veces me pregunto qué soñaría aquella mujer cuando de madrugada el rumor de las olas inundaba su casa. Me intriga pensar en las causas que la mantenían aparte, me desvela intuir por qué el mar no logró seducirla”.

Con esa mujer marina, aunque despojada de mar, podría escribir un poemario interminable, hondo, lleno de pureza entristecida. Eso es lo que, finalmente, lo satisface y lo atrae: que en su mente se encienda una palabra luminosa, un canto de sangre, “un pez vivo en la red”, según la sentencia de Juan Sánchez Peláez.

“Precisamente, me motiva la idea de encontrar, en pocas palabras, ya sean ajenas o propias, una imagen que me angustie, que me motive, que me alegre. Confieso que me contenta regodearme en esos pequeños placeres, como si de alguna perversión se tratara. Y hablando de perversiones mayores, como estudiante y como profesor, me ahoga la destrucción de la palabra, del entendimiento, del conocimiento, comenzando por nuestras universidades, que padecen una lenta destrucción. También me angustia la pobreza que estamos viviendo, y aún más la que vendrá”.

Los mayores

Antiguamente, la gente peleaba por la sal. Los españoles ahorcaban a los otros europeos que desembarcaban cerca de Araya. Europeos de toda índole se entremataban en la arena porque sin sal no podían conservar el pescado. Estas estampas históricas las comparten los cumaneses, desde niños hasta adultos, desde pescadores hasta grandes hombres de letras. Vienen a la memoria nombres trascendentes de la región salobre, como José Antonio Ramos Sucre, Cruz Salmerón Acosta o Andrés Eloy Blanco. Tragedia y grandeza, gloria y enfermedad, luminosidad e insomnio.

“Lo que más admiro de Ramos Sucre y Cruz Salmerón es la resistencia que tuvieron para desarrollar sus obras en un medio aún más hostil que el nuestro. Aunque el cónsul haya muerto hace más de ochenta años, el estado Sucre sigue siendo un desierto, un animal que respira sal. Hablo de la sal que a mí también se me impuso. Recuerdo una noche en la que me reuní con unos amigos. Estábamos oyendo cuentos y tomándonos unos tragos en un malecón de Paria. Eran como las cuatro de la mañana y esperábamos que amaneciera para regresar a casa. Yo había tomado mucho y estaba muy alegre, una combinación que raramente se me da y que a veces extraño. Caminaba sin zapatos con una amiga montada en mis hombros, quizás más bebida que yo. Ella me llevaba como un caballo, jineteando. Pero de repente, sin advertirlo, se nos vino encima, muy velozmente, una espesa neblina. Yo tenía diecisiete años y esa noche frente al mar la densidad del salitre me encaró. Y otra vez me provocó callar. ¿Por qué la sal? Porque crecí respirándola. Eso me lleva a Lezama Lima, quien definía su poesía como ‘una exploración de mi oscuro’. Extrañamente, a pesar de la alegría, la noche flotaba en la sal”.

Los silencios, el azar, la espontaneidad, la libertad. La vida incesante, el tiempo que late, la voz que irrumpe. La sensación que abre una puerta en su imaginación y se convierte en centro de una historia. He allí los derrelictos de ese río interior que siempre va hacia la mar que nadie conoce.

“Tengo períodos en los que paso mucho tiempo sin escribir un poema. Carezco de disciplina, o más bien me niego a relacionar poesía con disciplina. Creo que cuando hablamos de deber, de órdenes, nos salimos del ámbito de la poesía. Esto resulta contradictorio si tenemos en cuenta que la poesía es precisamente un ejercicio de contención, de poner límites. Pero a mí me remite más bien a un orden que se tambalea, a un orden en el que se puede bailar. En mis últimos garabatos, trato de indagar en torno a momentos que muestran mínimas fisuras en la cotidianidad, ya sean trágicas o absurdas. En síntesis, a la lengua se le pide un motivo que desconoce: algún roce entre rodillas, un tropezón en la escalera, una mirada que trastorna, un gesto que exige explicación, una frase suelta que no puedo cernir… De estos asomos estoy escribiendo ahora”.

Sin usar el cuchillo

La mirada de la madre también engendra, al igual que la del bodeguero desesperado que pregunta: “¿Qué quieres decir?”. Lo bruñó la sal y todo se volvió poesía… Todo lo que conversó consigo mismo mientras se mordía la lengua.

“La poesía es el modo en que encuentro en mí lo que desconozco. Por ese ejercicio algún nervio se altera, pues al escribir se trasluce una nueva realidad. Me gusta pensar que el propio cuerpo ha sido alcanzado. Una vida íntima me reclama y, gracias al poema, apenas puedo entreverla. Y eso más allá de cualquier conocimiento o ambivalencia. La poesía me trae certezas, tal como una fiebre. Es mi forma, como diría Blanca Varela, de ‘convertir lo interior en exterior sin usar el cuchillo’, aunque busque en el verso la fuerza de una puñalada y termine a veces en medio de una exploración dramática”.

“No tengo preferencias entre mis poemas. Podría mencionar alguno sobre una ciénaga, otro sobre una mosca desovando en un mango negro, otro sobre un árbol y un columpio. No soy capaz de diferenciar entre los que considero menos o más logrados. En todo caso, no soy el indicado para separar. Sí podría admitir que los versos están cortados por una música desconocida, cercana al minimalismo, pero sin ningún brillo particular. Ahora bien, la ciénaga, la mosca, el mar, la casa, el árbol, el columpio, o ese pensamiento parado en una esquina, golpeando la cabeza contra un marco de cobre, se mantienen ajenos al poema. Más bien cada verso es el testimonio de una gracia perdida. Me gustaría ser de aquellos que confiesan tener versos dados. ¿Quién se los dicta? ¿Cómo se puede creer aún en esa voz otra? Yo, en cambio, me concentro mucho en decir lo que no, en marcar lo que el mismo poema me arrebata”.

Nunca se olvida de las lecturas que despertaron en su adolescencia emociones jamás experimentadas. Él, que andaba callado buscando sus propias palabras y abría libros donde fuese más pertinente lanzar atarrayas, se zambullía en las páginas con sus ojos salados tras los peces escritos.

“Aún me gustan esos versos que vuelan los sesos. La posibilidad de combinar cuatro palabras de tal manera que produzcan una luz insólita, como las chispas que brotan de dos piedras entrechocadas. Se trata de quemar la lengua. Muchas veces tengo ganas de ver todo arder. Al parecer, el grado de intensidad en la lectura va disminuyendo con los años. No es mi caso. Ramos Sucre, el Neruda de Residencia, Gerbasi, Hanni Ossott, fueron algunos de los primeros poetas que recuerdo haber leído con pasión en mi adolescencia. Luego vendrían Lezama Lima y Piñera, con los Origenistas y sus bastardos atrapados en la órbita paradisíaca. Actualmente, me acompañan muchas damas, entre ellas Blanca Varela, Idea Vilariño, Louise Glück, Elizabeth Bishop, Olga Orozco, Marosa di Giorgio, Margara Russotto, Esdras Parra. No es feminismo, sino que me gusta el modo que tienen de escribir el horror: el del mundo y el propio. También Ida Gramcko y Alfredo Silva Estrada se instalaron en mi biblioteca de tal manera que destierro cualquier opinión que me aleje de ellos. Siempre vuelvo a sus libros. No pretendo alejarme. No se le ha prestado atención ni a la cuarta parte de la obra de Gramcko, y este olvido es imperdonable en el medio cultural venezolano que, por más que se jacte de ser un país de poetas, sigue siendo tremendamente hostil con la poesía, sobre todo con la buena, la que demanda”.

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*La entrevista forma parte del libro Nuevo país de las letras, publicado por Banesco Banco Universal, Caracas, 2016. Compilación: Antonio López Ortega.

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