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Francia en la literatura venezolana (3/5)

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Por RAFAEL ARRÁIZ LUCCA

El coto de caza de los narradores venezolanos

Salvo prueba de lo contrario, el primer venezolano que publica una novela se llamó Fermín Toro y el título de la obra, publicada por entregas, será Los mártires (1842). Luego, publica los opúsculos denominados La viuda de Corinto y La sibila de Los Andes. Pero es obvio que el magisterio de Toro no se debe a estos intentos menores, por no decir fallidos. En verdad, cómo puede negársele dotes narrativas a Toro en sus ensayos, tampoco podríamos negar que Juan Vicente González en sus diatribas, o Rafael María Baralt en sus resúmenes históricos, no dieran pruebas de poderes narrativos. Lo que ocurre es que el primero que se propone una novela, como tal, es don Fermín Toro. Esto no obsta para que la escritura anterior, y la de la década de 1830 a 1840 no tuviera impronta narrativa. Tanto Toro como Baralt vivieron en París durante una temporada, y no cabe duda de que bebieron de la cultura francesa, pero no tenemos noticias de que dominaran el francés, como sí sabemos que lo hizo Eduardo Blanco, según testimonio de Felipe Tejera:

“No se cuenta que fuese muy aprovechado en sus primeros estudios; mas con todo eso, aprendió por sí solo el francés, y desde luego se dio con entrañable afición a la lectura de la novela francesa que por entonces era el mayor, si no el exclusivo entretenimiento de la sociedad caraqueña; y la cual ha influido tanto en las costumbres nacionales que al cabo más parecemos, en cierto modo, colonizados por Francia, que legítimos descendientes de los caballerescos descubridores de América. Ejemplo vivo de aquella poderosa influencia fue muy luego Eduardo Blanco que así en el trato como en la forma y carácter de sus escritos, afecta al tipo de un literato francés, como si se hubiera educado en los tiempos de la Restauración, o en la corte fastuosa de Napoleón III”.

                                                                    (Tejera, 1973:356)

La más completa epopeya que en el siglo XIX se escribió sobre la gesta independentista está insuflada de vuelo narrativo. Me refiero a Venezuela heroica (1881) de Eduardo Blanco, seguida por Zárate (1882), ya más consagrada a la búsqueda de la criollidad y, sin duda, imantada por la influencia de Victor Hugo. En toda la obra de Blanco se advierte entre líneas sus lecturas de novelas francesas. Era un hecho, como afirma Tejera, que Francia iluminaba el camino de quienes se acercaban a las letras en la Venezuela del siglo XIX. Blanco es una de las pruebas más fehacientes.

A los intentos de Blanco le siguen proyectos más apacibles. Pienso en Gonzalo Picón Febres y en Manuel Vicente Romero García quienes, como vimos en el capítulo de la poesía, serán puentes entre la heroicidad de Blanco y las futuras fiebres del Modernismo. De Picón Febres su novela más persistente al paso del tiempo es El sargento Felipe (1899): ambientada en tiempos de Guzmán Blanco, en el ámbito campestre. Mejor suerte ha tenido la novela Peonía (1890) de Romero García, que aún se lee en los estudios de literatura en el bachillerato. En ella se hace del llano el ámbito principal de la nacionalidad. Esta novela influye en las que le suceden, quizás por la verosimilitud de las vivencias que trasiega. Ninguna de las dos obras acusa una influencia evidente francesa, quizás por estar escritas dentro de un ámbito cultural criollista.

La renovación estética que trajo el Modernismo se expresó con ímpetu hacia finales del siglo XIX e incluyó sobre todo a la poesía y la narrativa. Los narradores modernistas más representativos fueron Rufino Blanco Fombona, Manuel Díaz Rodríguez, Luis Manuel Urbaneja Achelphol y Pedro César Dominici. A Blanco Fombona se le tiene, con razón, como el polígrafo de la generación modernista y, además, como un hombre signado por la laboriosidad. Es difícil comprender cómo pudo hacer tanto, y tan variado, en sus setenta años de vida. Sus novelas El hombre de hierro (1907), El hombre de oro (1915) y La mitra en la mano (1927) no están exentas de su fibra de polemista implacable, que no daba tregua a sus enemigos. Hasta ellas llegan como fragmentos de sus libelos periodísticos, como ramalazos de sus odios políticos que, con frecuencia, las acercan a la sátira, al sarcasmo. Toda su obra está insuflada de su belicosidad. El Modernismo le sentó bien a sus humores.

La relación de Blanco Fombona con Francia tuvo varias manifestaciones. En lo literario escribió un trabajo sobre la poesía de Alfredo de Musset en 1897, y luego al inicio de su largo exilio (1910-1936) vivió cuatro años en París (1910-1914), donde con toda seguridad abrazó la visión modernista, evidente en su obra. No podría decirse que la literatura francesa es una influencia primordial en su trabajo, pero no hay duda de que conoció y vivió la cultura francesa in situ, como es evidente.

En la acera contraria al carácter pendenciero de Blanco Fombona está el refinado estilo del médico Manuel Díaz Rodríguez. Formado en Europa en su juventud, en su madurez concluye dos novelas importantes: Ídolos rotos (1901) y Sangre patricia (1902). En la primera se trabaja con los días en que Cipriano Castro y su hueste llegan a Caracas desde la frontera colombiana. La barbarie es patente para un hombre que ha bebido en las aguas de la civilización y toma distancia para narrar los hechos. Díaz Rodríguez pasa buena parte de su vida en París, ciudad que amaba sin reparos, y su apuesta por el Modernismo en su obra narrativa y en sus crónicas de viajes es evidente. No exagera quien afirme que es uno de nuestros autores más cosmopolitas, más tomados por la psicología del desarraigo.

Pero si Díaz Rodríguez tomaba distancia para negociar con la realidad, Pedro César Dominici era un desarraigado absoluto. De allí que sus obras no atiendan a la crudeza de la cotidianidad venezolana, lo suyo era la indagación en los tiempos anteriores a Cristo, en los que trabajaba un extraño erotismo. Dyonysos (1904) se titula su novela que, muy probablemente, urdió mientras conversaba con sus amigos en los cafés de París. Sobre la obra de Dominici se impone una re-lectura: es lícito pensar que  se le ha despachado fácilmente. En esta novela el cosmopolitismo esteticista es evidente, influido por Pierre Louys, según apuntan sus críticos.

Luis Manuel Urbaneja Achelpohl fue, de la generación modernista, su mejor cuentista, pero también acometió la novela. En este país (1920) es, según los críticos, su mejor obra. A mí, en verdad, me llaman mucho la atención sus relatos, ya que recogen mejor el fruto de su disposición contemplativa, de observador de la vida de los labriegos venezolanos. Ese universo que se sostiene gracias a las faenas agrícolas, sus anhelos, sus tristezas, está estupendamente trabajado por Urbaneja Achelpohl.

Contra el esteticismo de los modernistas reacciona José Rafael Pocaterra. Desde sus primeras novelas la emprende a favor de que nada desdibuje los rigores de la cotidianidad. Cuatro son sus novelas: Política feminista o el doctor Bebé (1913), Vidas oscuras (1916), Tierra del sol amada (1919) y La casa de los Ábila (1946) y, por otra parte, sus conocidísimos cuentos están recogidos en Cuentos grotescos (1921). Memorias de un venezolano de la decadencia (1927) recoge la experiencia del autor en la cárcel gomecista. Es un libro estremecedor, no es propiamente una novela, aunque se lee como tal, ya que los personajes no son fruto de su imaginación. Así, Pocaterra inicia con sus obras lo que será una tendencia que se robustecerá a lo largo del siglo XX; me refiero al realismo como fuente de nuestra narrativa.

En 1924, una señorita llamada Teresa de la Parra publicó su primera novela: Ifigenia, cinco años después la segunda y última: Memorias de Mamá Blanca (1929). La tempestuosa prosa de Pocaterra encuentra ahora su anverso: la intimidad, la interioridad sobre la que Teresa de la Parra levantó sus libros. Ese otro mundo olvidado por la épica masculina encontró voz en las páginas de sus dos novelas. Fue como la irrupción de lo propio, de lo interior en un universo literario totalmente dominado por la gesta exteriorista política.

Teresa de la Parra (Ana Teresa Parra Sanojo) nació en París el 5 de octubre de 1889 y se estima que vivió allá hasta 1899, de modo que su infancia es completamente parisina, de allí que hablara francés con tanta naturalidad como el español de la casa paterna. A partir de 1900 la tenemos con su madre en España, ya que al fallecer el padre se van de Venezuela, donde no alcanzó a pasar dos años. Va a regresar a Caracas en 1909, con veinte años, y un desconocimiento casi absoluto de su país. Regresa a París en 1923 y entre este año y el de su muerte en 1936 estará yendo y viniendo entre París, Madrid, La Habana y Suiza. De modo que si se afirma que su cultura era netamente francesa y española no se comete ningún exabrupto. Ahora, su obra es caraqueñísima en todos los sentidos, ya que formaba parte de un estamento social, la élite caraqueña, que en su tiempo era radicalmente afrancesada en sus gustos, sus lecturas, sus valores y sus costumbres. En otras palabras, ser de la élite caraqueña era ser un amante de la cultura y la lengua francesa.

En la misma década de los años veinte (unos años felices para la literatura, si tomamos en cuenta que fueron publicadas las novelas de Teresa de la Parra, los tres libros de Ramos Sucre y Áspero de Antonio Arráiz) se editó, además, la lúcida novela de quien antes había militado en el grupo Alborada. Doña Bárbara (1929) inmediatamente hizo de Rómulo Gallegos un escritor leído en todo el mundo de habla hispana, y fue así a partir de la consagración que provino de España. Antes había publicado El último Solar (1920) y La trepadora (1925), pero fue en Doña Bárbara donde el manejo arquetipal de los personajes, su psicología profunda, su escritura y su trama, se erigieron en columnas de una novela que se tornó en una suerte de emblema de la nacionalidad. Esta universalización por vía de su fuerza arquetipal estuvo presente en Canaima (1935) y, en menor medida, en Cantaclaro (1934). La mayoría de la crítica señala a Doña Bárbara y Canaima como sus más significativas novelas. La fuerza de personajes como Marcos Vargas difícilmente se olvidan. Según Liscano, con el personaje de Vargas “culmina una etapa de nuestra narrativa, aquella de inspiración nativista y costumbrista, de corte realista, de lirismo descriptivo… la obra de Gallegos constituye una síntesis y un trascendimiento”. Como la obra de García Márquez en Colombia, la obra de Gallegos es un hito incómodo para los narradores que le suceden, su magnitud es tal que partió las aguas en un antes y un después de su aparición.

Debemos preguntarnos: ¿es evidente la influencia de la literatura francesa en la obra de Gallegos? Lo primero, no hay constancia de que Gallegos hablara francés, de modo que ha debido leer los clásicos franceses en buenas traducciones, y con seguridad abrevó en estas obras. No obstante, no puede señalarse una influencia especial de ciertos autores franceses en su obra. La relación de Gallegos fue muy estrecha con España. Recordemos que viajó por primera vez a Europa en 1926, cuando tenía 42 años, luego vive el exilio en España entre 1931 y 1936, y el otro exilio en México, entre 1948 y 1958, de modo que jamás vivió en Francia y, en verdad, es poco lo que puede advertirse de su literatura en su obra.

Vistos a la distancia, de los jóvenes que redactaron el manifiesto de la revista Válvula, el único que logró una obra narrativa de significación fue Arturo Uslar Pietri. Aunque para muchos, Las lanzas coloradas (1931) sigue siendo su mejor novela, otros, entre quienes me cuento, tenemos a sus relatos como piezas indispensables para la modernización del cuento en Venezuela. “Barrabas”, “La lluvia” y algunos otros son joyas que refulgen en el panorama en el que fueron escritos. A lo largo de sus noventa y cuatro años de vida (1906-2001), Uslar continuó cultivando la llamada “novela histórica”. Oficio de difuntos (1976), La isla de Robinson (1981), La visita en el tiempo (1990) son ejemplos de la indagación uslariana en estos territorios tan abordados en Hispanoamérica.

La relación de Uslar Pietri con Francia sí fue determinante. Hablaba correctísimamente francés, aunque con acento, y vivió en dos etapas de su vida en París. La primera entre 1929 y 1934 (entre sus 23 y 28 años), la etapa fundamental de su formación literaria. Escribe en París Las lanzas coloradas, su primera novela. Luego vive en Francia entre 1975 y 1979, como Embajador de Venezuela ante la Unesco, y también escribe varios libros en esta etapa. Diez años de su vida los vivió en París, como vemos, y si fuésemos a señalar una cultura que influyó en su manera de ser y de pensar, sin duda, la francesa es la primera.

Después de haber publicado tres obras de ficción singulares, Enrique Bernardo Núñez entregó su fervor al tema histórico, pero nadie puede olvidar la puerta que abrieron La galera de Tiberio (1938) y Cubagua (1939). Esta última, por cierto, es considerada por un sector significativo de la crítica como una obra de notable modernidad para su tiempo.

La fuerza de la realidad política impuso su peso y Antonio Arráiz entregó en 1938 el testimonio novelado de siete años de cárcel gomecista: Puros hombres (1938). Luego publica Dámaso Velásquez (1944) y, finalmente, su tercera y última novela: Todos iban desorientados (1951). Sus cuentos fueron recogidos en dos libros: Tío Tigre y Tío Conejo (1945) y El diablo que perdió el alma (1954). Pero no sólo a Arráiz lo interpelaba la realidad, lo mismo le ocurría a Ramón Díaz Sánchez, a Julián Padrón y a Miguel Otero Silva. Las novelas del primero se hincan sobre la tierra patria: Mene (1936), Cumboto (1950), Casandra (1957) y Borburata (1960). La venezolanidad será el único ámbito de su obra novelística y Mene será la primera novela de peso que gire en torno al petróleo. El tema nacionalista tocó la puerta de Padrón con insistencia, y será en sus novelas La Guaricha (1934) y Madrugada (1939) en donde se esmere en huir del realismo a fuerza de ensoñaciones líricas muy particulares. Siempre sobre lo venezolano, el tercer citado antes, Otero Silva, estará muy cerca del reportaje realista y con métodos del moderno periodismo publicará Fiebre (1939), Casas muertas (1955), Oficina N°1 (1961), La muerte de Honorio (1963), Cuando quiero llorar no lloro (1970), Lope de Aguirre, príncipe de la Libertad (1979) y La piedra que era Cristo (1984). Como vemos, las dos últimas dentro del cauce de la novela histórica. Sus primeras novelas no escaparon a la urgencia que le imponía el tema nacional, ya después se abrió a otros universos.

De Núñez, Díaz Sánchez, Padrón, Arráiz y Otero Silva el que tuvo una relación estrecha con Francia fue Otero Silva, quien de hecho era propietario de un apartamento en París y pasaba temporadas allá, pero no puede decirse que en su obra hay una especial influencia de la literatura francesa. Quizás sí pueda advertirse en la obra de Julio Garmendia, quien, habiendo vivido tantos años en Europa (1923 a 1940), pasó seis en París, y fue un lector acucioso de la obra de Paul Valery, leída en su lengua, ya que Garmendia hablaba francés. ¿Cuánto hay de la literatura fantástica vanguardista francesa en sus relatos? Difícil de precisar, pero sin duda su relación de lector asiduo de la literatura francesa respira en su obra. Por otra parte, Garmendia fue un solitario y un excéntrico. Desdeñó la edición en libro de sus cuentos hasta la madurez cuando decide, después de infinidad de correcciones y cuidados, publicar la segunda edición de La tienda de muñecos (1938), ya que la primera se había publicado en París en 1927,  y luego publicó La tuna de oro (1951). En años recientes, su albacea, Oscar Sambrano Urdaneta, ha entregado a la luz dos libros inéditos: La motocicleta selvática (2004) y El regreso de Toñito Esparragosa (2005). Estas obras confirman la maestría de Garmendia y vienen a enriquecer su legado. Sus relatos fantásticos son verdaderas joyas del género, transcurren con la espontaneidad que sólo el trabajo de un orfebre puede lograr.

Si bien la obra narrativa de Guillermo Meneses comprende la novela, donde más lejos llegó su genio fue en el cuento. “La mano junto al muro”, para muchos, divide en dos la historia del relato en Venezuela. No obstante, sus novelas Campeones (1939) y El falso cuaderno de Narciso Espejo (1952) no son desdeñables. La obra de Meneses es de las que influye cada vez más en el ánimo de generaciones posteriores, al punto de considerársele un maestro. Meneses también vivió en París y Bruselas, como funcionario diplomático de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez y, ciertamente, participó en la red de artistas y escritores de la década de los años 50, cuando se produjeron no pocos movimientos artísticos renovadores. Entonces estaba casado con la periodista Sofía Ímber, muy activa en la vida cultural latinoamericana en París. De modo que si alguna cultura de influencia universal digirió Meneses, sin duda fue la francesa.

Contemporánea de Uslar, Meneses y tantos otros, Antonia Palacios tardó en iniciarse en la escritura, pero desde la publicación de Ana Isabel, una niña decente (1949) no ha cejado en su empeño. Su obra narrativa, de rasgos metafísicos y deslumbrantes, conforma un corpus insoslayable para la narrativa de la segunda mitad del siglo XX. Crónica de las horas (1964), Los insulares (1972), El largo día ya seguro (1975) se cuentan entre sus mejores libros de relatos. Antonia Palacios hablaba francés perfecto, vivió muchos años en París durante las décadas de los años 50 y 60 del siglo XX y, en efecto, en su obra es evidente la influencia del abstraccionismo geométrico y de cierta lírica aforística, muy cultivada en Francia hasta nuestros días.

La narrativa no quedó al margen del grupalismo que ha signado nuestra poesía, y también ella se juntó en torno al grupo Contrapunto. Allí se reunieron, a comienzos de la década de los cincuenta, los narradores Antonio Márquez Salas, Gustavo Díaz Solís, Humberto Rivas Mijares y Oscar Guaramato, entre otros. Todos se centraron en la tarea de dominar el difícil arte del relato e hicieron aportes notables. “El hombre y su verde caballo” de Márquez Salas, “Llueve sobre el mar” de Díaz Solís, “El murado” de Rivas Mijares y “La niña vegetal” de Guaramato son obras que brillan por su poder psicológico, por la inteligencia de la trama; dejan atrás todos los usos del costumbrismo, de la ramplonería agraria y de las cartillas moralizantes. Entre los autores que el grupo Contrapunto reconocía como sus inspiradores estaba Antoine de Saint Exupéry, pero en su mayoría los autores que los nutrían eran narradores de otras lenguas: Huxley, Mann, Faulkner, así como el filósofo alemán Heidegger.

Por estos años se iniciaba quien con el tiempo se constituiría en dueño y señor de la narrativa experimental: Oswaldo Trejo. Sus relatos aún conservaban ciertas prescripciones de la gramática aceptada, hasta que luego su palabra incursionó en el laberinto que lo ha hecho un caso digno de estudio. A sus tres primeros libros de relatos (Los cuatro pies, 1948; Cuentos de la primera esquina, 1952; Depósito de seres, 1965) le sigue su primera novela: También los hombres son ciudades (1962) y luego la segunda: Andén lejano (1968). Después, sus libros son tan singulares que es difícil establecer su ubicación genérica: Escuchando al idiota (1969); Textos de un texto con Teresa (1975); Al trajo, trejo, troja, truja, traje, trajo (1980); Metástasis del verbo (1990) y, su último libro, Mientras octubre afuera (1996), publicado pocos días antes de morir.

La experiencia extranjera de Trejo tuvo lugar en Roma, donde vivió muchos años, y luego como funcionario diplomático en Brasil y Colombia. No obstante, nos consta que era lector de Roland Barthes, y que el estructuralismo francés y el “grado cero de la escritura” lo seducían abiertamente, al punto tal que en varias entrevistas afirmó que la anécdota de lo narrado no tenía la más mínima importancia, que la única protagonista de la narrativa era la escritura.

En la década de los cincuenta se inicia con fuerza singular la obra de Alfredo Armas Alfonzo quien, quizás, encuentra su mejor expresión en un libro como El osario de Dios (1969). Todo su trabajo está centrado en el microcosmos familiar de su aldea natal: sobre él giró obsesivamente por años, hasta configurar un universo narrativo.

Tocamos ahora las puertas de los grupos Sardio, El techo de la ballena y Tabla redonda. Adriano González León, Salvador Garmendia y Elisa Lerner levantaron la mano por la narrativa en estas agrupaciones. Como dijimos en el capítulo de la poesía, estos grupos no se entienden separados del fenómeno político. Concentrémonos en sus obras: González León es el autor de una novela muy importante: País portátil (1967) y de algunos libros de cuentos entre los que destaca Las hogueras más altas (1957). En 1994, regresó a los estantes de las librerías con una novela: Viejo, texto celebrado y recordatorio de las glorias de los años sesenta, cuando el autor ganó el Premio Biblioteca Breve de Seix Barral, suerte de galardón consagratorio en su momento. González León falleció en enero de 2008. Entonces el país cultural lo despidió con un dolor pocas veces sentido.

Salvador Garmendia es el autor de una vasta y densa obra narrativa que comienza con las novelas Los pequeños seres (1959), Los habitantes (1961) y Día de ceniza (1963) para luego abrirse al universo del relato, ámbito en el que sus aportes han sido especiales. Difuntos, extraños y volátiles (1970) y Cuentos cómicos (1991) son dos ejemplos paradigmáticos de su narrativa, signada por las incursiones en los infiernos citadinos, en las pobrezas del alma, en los fuegos fatuos de la ruindad. Su obra es bastante más importante de lo que el mismo Garmendia creía, y ello lo confirman las huellas que ha ido dejando en la narrativa de sus sucesores.

Los últimos años han sido ocupados por la obra en ascenso de varios autores. Entre ellos José Balza, Francisco Massiani, Carlos Noguera, Denzil Romero, Luis Britto García, Eduardo Liendo, Antonieta Madrid, Laura Antillano, Ednodio Quintero y generaciones posteriores que citaremos luego.

Balza suma varias novelas (Marzo anterior, 1965; Largo, 1968; Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar, 1974; D, 1977; Percusión, 1982; Medianoche en video 1/5, 1988; Después Caracas, 1995; El doble arte de morir, 2008) y libros de relatos (Ejercicios narrativos, 1966; La mujer de espaldas, 1990; La mujer porosa, 1996; La mujer de la roca, 2001; Caligrafías, 2004), alcanzando a dibujar un círculo sumamente valioso para nuestra narrativa. No exageramos al apuntar que este autor se ha empeñado en hacer de la escritura una experiencia múltiple, que incluye tanto el dato psicológico como el fantástico, la trama policial y la divagación culta, siempre cuidando la textura del lenguaje.

La labor de polígrafo de Denzil Romero imantó las últimas dos décadas del siglo con sus novelas históricas. Entre ellas La tragedia del Generalísimo (1984), Entrego los demonios (1986),  Grand Tour (1988), La esposa del doctor Thorne (1989), La carujada (1990), Codice del nuevo mundo (1993), Tonatio Castilán o un tal Dios sol (1993), Amores, pasiones y vicios de la gran Catalina (1995), Para seguir el vagavagar (1998) y la novela publicada póstumamente Diario de Montpellier (2002), ya que Romero murió en 1999, dando fin a uno de los ríos narrativos más asombrosos de nuestra historia literaria.


*Las dos entregas que continúan este ensayo serán publicadas los días 2 (parte 4) y 3 de diciembre (parte 5).


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