Por ISAAC NAHÓN SERFATY
Una cierta izquierda radical, incluyendo a los fundadores de Unidas Podemos, y los líderes del chavismo, sienten fascinación por la revolución islámica de los ayatolás en Irán. La explicación más obvia de esta fascinación por parte de personas que, en principio, son críticas del poder religioso en occidente, tiene que ver con el antiamericanismo furioso de los iraníes fanatizados. Podríamos decir que la izquierda radical y el fundamentalismo chií iraní comparten objetivos estratégicos y tácticos en su lucha contra el “Gran Satán” (Estados Unidos) y sus aliados, incluyendo el llamado “Pequeño Satán”, es decir Israel.
En 1979 la revolución iraní marcó un hito importante en la repolitización del islam. En sus crónicas sobre el Irán revolucionario, el filósofo francés Michel Foucault (1978) observó con entusiasmo la “espiritualización de la política” del movimiento que lideraba el Ayatolá Jomeini. Para Foucault, un crítico de las instituciones disciplinarias como la prisión y el manicomio, la revolución islámica representaba una ruptura con los valores occidentales alineados con las prescripciones de modernización liberales y marxistas. La revolución islámica, decía el francés, movilizaba a toda una sociedad con una “voluntad política” e ideales utópicos. La fascinación de este filósofo ateo de izquierda por la revolución de los ayatolás ha sido criticada por su falta de coherencia intelectual. Sin embargo, el análisis de Foucault nos ofrece un perspicaz punto de vista sobre el impacto de la revolución chií dentro y fuera del mundo islámico:
“Quizás su importancia histórica no residirá en su conformidad con un modelo ‘revolucionario’ reconocido. Más bien, su importancia se derivará de su capacidad de trastornar la actual situación política en el Medio Oriente y, por lo tanto, el equilibrio estratégico global. Su singularidad, que ha sido hasta ahora su fuerza, amenaza con crear la expansión de su poder. Incluso, es correcto decir que, como movimiento ‘islámico’, puede encender toda la región, derrocar a regímenes inestables y causar disrupciones a los más sólidos. El islam, que no es simplemente una religión, pero todo un modo de vida que corresponde a una historia y a una civilización, tiene probabilidades de convertirse en una poderosa palanca expresada en cientos de millones de hombres”.
La revolución iraní influyó en la legitimización estratégica de la violencia como medio para lograr objetivos políticos y religiosos. Con raíces profundas en la glorificación chií del martirio, cuyo origen histórico se remonta al asesinato del Imán Hussein, nieto del Profeta Mahoma, de mano de sunitas en la ciudad de Karbala en el año 680, los ayatolás persas presentaron una justificación teológica de la violencia infringida contra uno mismo con el fin de destruir a los enemigos infieles. Y esta glorificación del martirio desde la vertiente chií ha sido ampliamente adoptada por las organizaciones extremistas de inspiración sunita como Al Qaeda e ISIS, según el analista del fundamentalismo islámico Gilles Kepel.
La revolución iraní también significó una mejor compresión y uso de lo que el profesor Hamid Mowlana llamó el “sistema de comunicación total”, que combina las redes tradicionales de comunicación como las mezquitas y las escuelas religiosas (madrasas) y los medios modernos de comunicación. En el caso del Irán revolucionario, los islamistas pudieron superar la censura y el control que imponía el régimen autoritario del Shá, valiéndose de medios tradicionales como el bazar (no solamente un lugar de comercio, sino una verdadera ágora pública) y plataformas más modernas como los casetes, los documentos fotocopiados y los teléfonos de línea fija.
Hay también en esta fascinación por el fundamentalismo islámico chií un elemento de política de identidades, que es tan cara a una izquierda que tiene una visión fragmentada de la sociedad, en la que los discursos de género o de la diversidad cultural buscan la ruptura con el orden “patriarcal occidental”. Aunque no sin contradicciones (que orden más patriarcal que el de los islamistas fanatizados, tanto chiís como sunitas), el radicalismo de los ayatolás iraníes ofrece una llamativa opción a la izquierda para una reinterpretación de las identidades, desafiando marcos normativos e incluso proponiendo otras modalidades para hacer la “revolución” frente a hegemonías regionales (los regímenes de Arabia Saudí y Kuwait, por ejemplo) y globales (el Imperio Americano o la Europa que debe ser “reconquistada” por las huestes musulmanas).
Y esta fascinación islamista reemerge en tiempos de espacios virtuales, que el investigador francés Olivier Roy denomina “espacios imaginarios” en los que circulan propaganda, imágenes, doctrinas y fake news que convencen a jóvenes estadounidenses, canadienses y europeos de unirse a la yihad (la guerra santa) en Siria o incluso en sus propios países.
Todo esto demuestra que hay una izquierda posmoderna que ha perdido la brújula ética e ideológica en sus delirios revolucionarios, cuestionando sus propios principios fundadores como la defensa de la laicidad, la igualdad entre hombres y mujeres, y la libertad de conciencia. Esta fascinación islamista es un verdadero delirio utópico.