El diario Las Últimas Noticias de Chile reveló la penosa historia de José Víctor Salazar, “quien saltó tristemente a la fama en 2017 luego de que 72% de su cuerpo resultara quemado en medio de una protesta en Caracas, en contra del gobierno de Nicolás Maduro”. Este perfil se publicaba justo el día en que en Caracas se inaugura la muestra de las 137 fotografías ganadoras de los premios World Press Photo 2018, entre las cuales es la escena trágica de Salazar prendido en llamas la imagen que obtuvo el Premio del Año, y encabeza la muestra.
Tampoco parece casual que haya sido una serie de instantáneas capturadas por el también venezolano Juan Barreto, de EFE, la que ocupa el tercer lugar en la categoría de historias de Spot News, tomadas en el mismo momento y al mismo personaje, cuando José Salazar convertido en una bola de fuego corría en medio de una manifestación en la Plaza Altamira.
Una imagen aterradora, que da cuenta de una turbulenta etapa de la historia contemporánea de Venezuela, en la que periodistas, videógrafos y fotoperiodistas se enfrentan diariamente a la muerte y la persecución.
La presidenta del jurado dijo sobre la imagen de Schemidt (fotógrafo venezolano AFP) que “es una foto clásica, pero tiene una energía instantánea y dinámica: los colores, el movimiento”, que “está muy bien compuesta, tiene fuerza”. Y reconoció que la foto le produce “una emoción instantánea”.
La fatalidad de Salazar y la buena suerte de que su fotografía haya sido premiada por el concurso más prestigioso del mundo, cumple con varios requisitos que paradójicamente hacen del documentalismo un arte: que muestra una historia de interés universal, que lo que muestra es cierto, y que además tiene un innegable valor estético. Lo contradictorio de la estética es que justamente la belleza (no necesariamente entendida en términos de los sofistas) es lo que hace que esa imagen traspase las fronteras de la razón.
Relató en aquel momento Schemidt que sintió un calor, un fogonazo y volteó. “Yo no sabía qué era, solo vi que venía una bola de fuego hacia mí. Seguí disparando mi cámara sin parar, escuché los gritos y fue hasta ahí que me di cuenta de lo que era”, dijo a AFP en Caracas. El fotógrafo en trance sabe que el peligro lo está quemando también a él, pero no se puede detener. Sabe que lo que su lente está percibiendo puede ser cruel, pero está obligado a dejar testimonio de ello. Su cuerpo reacciona en acto reflejo porque si fuese plenamente consciente del horror tal vez quedaría petrificado. Su ojo es más veloz que su mente. La estética lo domina. Su mirada hará la diferencia y su yo profundo lo sabe.
Es de justicia poética que luego de dar la vuelta al mundo la foto tomada en Caracas se exhiba en Caracas, donde en 2017 tuvo lugar la protesta en la que Salazar pudo haber perdido la vida, y tuvo que ser atendido por médicos y enfermeras en la clandestinidad porque incendió la moto de un tipo uniformado que tenía armas y estaba autorizado para usarlas hasta sus últimas consecuencias. Apenas 29 años tenía aquella bola humana de fuego acusada de terrorista por incendiar una moto. “Mi foto se transformó en símbolo de lucha en el pueblo venezolano y demuestra la represión que existe en mi país. Me tildaron de terrorista, mi cara se publicó en todos los diarios del oficialismo”, declaraba después.
Una vez recuperado, luego de más de 40 injertos de piel, decidió salir de Venezuela huyendo de la cárcel y la tortura. Pasó la frontera con Colombia por tierra, y luego de tres meses llegó hasta Chile, donde vive en un humilde barrio, con una visa de turista vencida.
El fatal acontecimiento de Salazar que Schemidt y Barreto lograron fotografiar es la obsesiva y suicida razón por la que periodistas y fotorreporteros enfrenten cada día el riesgo y la persecución. El incondicional oficio es perentorio. No espera buen tiempo.
Es la misma razón por la que hasta 13 mil periodistas del mundo se acreditaron en Cúcuta para dar cuenta del fallido ingreso de ayuda humanitaria a Venezuela el 23 y 24 de febrero de 2019. En medio de al menos 21 ataques a periodistas y gente de medios de comunicación nacionales y extranjeros, estos oficiantes dieron cuenta de la quema de camiones cargados de alimentos y medicinas en medio de una desesperada necesidad del gobierno venezolano por ejercer el poder hasta las últimas consecuencias. Fotografiaron, grabaron, transmitieron en vivo y dejaron constancia escrita de las más atroces actuaciones de grupos paramilitares armados por el gobierno venezolano, y de los mismos cuerpos de seguridad del Estado.
En enero un periodista tuvo que abandonar el país como medida de protección, y se presentaron once casos de detenciones arbitrarias, diez de ellas a periodistas extranjeros, según cifras de IPYS Venezuela.
En este contexto de exilios, torturas, detenciones, deportaciones, incautación de material periodístico y equipos, perdigonazos, heridas por bombas lacrimógenas a quemarropa y criminalización en general del trabajo periodístico, las 137 fotografías el World Press Photo 2018, tomadas en momentos y lugares distintos, muchas de ellas marcando límite entre la vida y la muerte, cada una mostrando una historia diferente y el mismo desamparo, uno se convence de que ellas están allí para hablar por ellas mismas y decir lo que las palabras a veces no alcanzan a decir. Para dejar constancia de lo que la memoria muy a menudo por conveniencia u omisión desaparece. Y comprende uno también que las fotos son disparos, sí, en los que se fuga el alma de quien acciona la cámara.