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Fo Yang

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Por CAROLINA LOZADA

Fo Yang estaba tan solo y melancólico que le dio por acordarse de cuando era pequeño. Él tan chiquito en aquella China tan grande, de donde se lo trajeron sus padres para que se hiciera extranjero en este Caribe que era otra cosa, un progreso, un sueño, una vaina. Fo intentó adaptarse a la escuela, pero los compañeros se la pusieron difícil, los más avispados, burlones y pendencieros le dibujaban círculos alrededor de los párpados para desachinarle los ojos y la maestra lo castigaba por su confusión entre erres y eles. En las noches Fo sufría pesadillas en las que figuras pequeñitas, como salidas de un cuadro de El Bosco, le puyaban el culo y la garganta para que dijera arroz chino y no aló chino. Meing, su madre, padecía junto al hijo el acoso infantil y hasta recordaba con nostalgia los tiempos en su aldea cuando en el colegio solo se burlaban del ligero estrabismo de Fo. A pesar del maltrato y de los amargos recuerdos, ese niño de piernas cortas y flacas no se dejaría amilanar por las burlas y vejaciones de la infancia. De adulto se hizo próspero y fundó el primer prostíbulo exclusivamente chino, el emblemático Pubis Rojo, un burdel muy popular en su época hasta que un día unos fundamentalistas locales en una mezcla entre xenofobia y conservadurismo religioso le echaron candela al lenocinio con los propios fuegos artificiales almacenados por Fo para celebrar el año nuevo chino. Corría el año de la rata.

Del incendio se salvaron Fo Yang y el conserje, pero no Flor de loto, una puta que no era china sino australiana, pero su papá sí fue chino; en fin, todo un enredo genealógico. El hecho es que se murió, y también murieron las otras. A todas lloró Fo, pero sobre todo a Flor de loto porque era su querida y porque tenía toda una vida por delante, se lamentaba; aunque no, ninguna vida por delante, Flor padecía de sífilis y él también; ninguno lo sabía.

Al conserje se le quemó medio rostro y como Fo no lo indemnizó se la mantenía acechándolo como el fantasma de la ópera, pero sin máscara. ¡Estoy aluinado!, ¡estoy aluinado!, le repetía Fo (llevándose desesperadamente las manos a la cabeza) al hombre que con la oreja chamuscada y su audición comprometida intentaba entenderlo mirándolo con la cabeza ladeada. No hubo indemnización. El tiempo pasó y ambos se perdieron la pista.

Solo y arruinado, Fo terminó sus días en un hospital psiquiátrico, sin pelos y con pocos dientes porque la enfermedad se los tumbó. Al principio se comportaba como un paciente callado, sereno que pasaba sus días escribiendo ideogramas en papelitos que pegaba en las paredes o se los entregaba a sus cuidadores y ante la indiferencia de estos él intentó coserse las notas en la frente, pero con hilo imaginario porque ni aguja ni hilo tenía. Era un loco tranquilo hasta que se le metió el loco violento y empezó a golpear a los otros internos y enfermeros, pues en sus delirios se creía el primer emperador de la dinastía Qin, el poderoso Qin Shi Huang; el creador de los Guerreros de terracota.

En sus últimos días soliloquiaba en su lengua materna, aupando a sus guerreros para que lo libraran del enemigo. Ya para esos tiempos había desarrollado una monstruosa paranoia que lo hacía ver adversarios en todas partes, hasta dentro de su ejército imaginario. Fo Yang murió creyendo que todos los enfermeros, médicos e internos del sanatorio formaban parte del milenario ejército de terracota que había adquirido vida y se rebelaron contra su creador e iban por su pellejo. Acorralado por sus alucinaciones se lanzó desde un ventanal. Nadie entendió su último grito.

Como tampoco nadie leía chino, no descifraron los ideogramas de los papelitos. Si le hubiesen puesto un poco de empeño, si lo hubieran intentado al menos con el Google Translate o con la ayuda de la china del abasto habrían pillado que lo escrito expresaba el último deseo del antiguo proxeneta: que sus cenizas fueran esparcidas en la habitación de su Flor de loto, ¿pero… qué habitación?, si lo que quedaba del prostíbulo era un oscuro estacionamiento público con manchas de aceite en el piso y un viejo vigilante con medio rostro quemado que cobraba un extra a quienes usaban el estacionamiento como motel para un polvito al mediodía o a mitad de la tarde. El vigilante rebajaba la tarifa si lo dejaban mirar y a veces las propias parejas lo sorprendían al ofrecerle más dinero si se quedaba a observarlas.

A Fo Yang no lo cremaron; al contrario, lo enterraron en un terreno cercano al hospital, un sitio clandestino adonde iban a descansar en paz los sin dolientes. No hubo ningún tipo de ceremonia religiosa porque ¿cuál era la fe de Fo Yang?, en el psiquiátrico nadie lo sabía. Solo una enfermera tuvo el gesto de intentar salvarle el alma al difunto, lo hizo porque ella era muy católica y al más allá no se puede ir sin una bendición, por eso le puso la cruz de palo, pequeñita, por si acaso, que tampoco era la intención echar a pelear a Cristo contra Ultraman o contra los dioses chinos… ni que fuera un episodio de los Power Rangers. Por si las moscas, para no molestar a las deidades del lado oriental del cielo, la enfermera dejó a un costado del crucifijo un muñequito de Dragón Ball Z, que ella mucho no sabía de religiones asiáticas ni estaba segura de si Dragón Ball Z era chino, japonés, coreano o qué. ¡Ay!, no se indignen ni le reclamen, déjenla quieta, mucho hizo con ponerle la cruz y el muñeco, el Goku. Ella que apenas tenía tiempo, dos muchachos que mantener, una ruma de ropa por planchar, varias deudas que pagar y un marido que maltratar (porque lo maltrataba). Pero esa es otra historia y a mí me dieron nomás que mil palabras para contar; así que fin o 結尾.


*Carolina Lozada (Valera, 1974). Narradora, magíster en Filosofía, licenciada en Letras (ULA). Ha publicado los libros de cuentos El perro estar (2019), El cuarto del loco (2014), La culpa es del porno (2013), Memorias de azotea (2007). Algunos de sus relatos han sido publicados en diversas antologías: Limítrofe. Relatos continentales (Buenos Aires: Unahur, 2022), Más que islas. Antología de cuentistas del Gran Caribe Hispano (Cáceres: La Moderna, 2019), Cómo se empieza a narrar. Antología de jóvenes narradores latinoamericanos. (Santiago de Chile: LOM Editores, 2015); entre otras.

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