Las palabras pertenecen a quien sabe callarlas, a aquellos que las sugieren con libertad y no pretenden un puesto en el buró literario del Olimpo. Eso corroboré hoy, domingo 13, cuando mi hermana Mariela afirmó severa que en la Venezuela de hoy se habían acabado los deseos, lo dijo con doble sentido, sonreí asustado e hice un chiste al respecto. De inmediato Pablo, mi cuñado, remató la idea y propuso que la afirmación fuese “El final de los deseos”. Me gustó mucho esa expresión como título para algún texto posible. Tres horas después de haber comido una sabrosa torta de pan, observaba un hermoso documental sobre los artistas impresionistas y modernos en relación a sus jardines particulares, le pedí a Pablo un bolígrafo y anoté en un papelito esa curiosa idea de que los deseos también podían sufrir de fatalismo o ser el reflejo dormido de algún impulso emotivo, creativo.
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Es curioso sentir que uno intuye el comienzo de algo (la vida, por ejemplo) y no su final aparente: nacemos desconociéndolo, sin esperarlo y nuestra desaparición física es un misterio en verdad inevitable. Recuerdo que la escritora Antonia Palacios, en una conversación nocturna con jóvenes estudiantes del IDD (Instituto de Diseño-Neumann) aseveró que en sus sueños, reiteradamente, aparecía una hermosa niña con clinejas que se columpiaba en un florido jardín, revelándole siempre el final de los cuentos, solo el fin; Antonia debía y eso solía hacer, escribir el texto partiendo de ese final previamente revelado. Siempre he pensado que era una invención suya, un juego literario para estimular nuestra imaginación. En el caso inmediato presente redactar un breve escrito a partir de “El final de los deseos” parece una labor interesante. Pablo, afectuosamente, le explicó a su nieta Anna Sophia la historia verdadera de la dama de las camelias como en la película de Bolognini. Habló sobre Dumas hijo y su relación amorosa con esa dama que dio origen a la conocida novela. Es la dama de las camelias porque a su lápida asisten personas con ramos de flores para brindarle homenaje. También explicó cómo Verdi había tomado esa historia de Dumas para inventar su Traviata. Por no dejar le pregunté a Pablo cuál era su versión favorita de dicha ópera y afirmó que le gustaba la de María Callas. Yo poseo un video con un buen montaje donde participa el dúo de Anna Netrebko y Rolando Villazón, con escenografía escueta y minimalista.
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Pablo Casanova Travieso adora la ópera con vehemencia eléctrica (es ingeniero) y ha dedicado miles de horas a esa gran pasión, a ese gran deseo por amalgamar lo literario y lo musical a un mismo tiempo –que es la ópera. Él posee las versiones de todas las óperas existentes en el mercado. Con sorna dice que se ha confirmado que el peor diseño de objeto industrial es la caja plástica del CD, siempre quebradiza y sujeta a feos rayones o grietas. Le pregunté qué opinaba sobre el montaje de La Traviata de Franco Zeffirelli y me dijo que le parecía precioso.
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En esa reunión dominguera también estaban presentes Elisa Figueredo, mi sobrina mayor y dos sobrinos nietos muy particulares. Elisa afirmó con cierta desesperanza que ella no tenía memoria alguna para ciertas cosas. Le pregunté si se trataba de memoria selectiva y afirmó que no. Por ejemplo, recordé una interesante etapa de su vida en la cual estuvo muy vinculada al segundo mandato de Carlos Andrés Pérez y afirmó secamente que recordaba muy poco sobre dicho asunto (en verdad no le creí). Citó a un presidente de Bolivia y a otros personajes políticos latinoamericanos de esa época. Mientras tanto, Anna Sophia se pintaba las uñas de las manos con cuidado, con una atención que iba más allá de lo que hacía. Seguí indagando sobre la desmemoria de mi sobrina y para provocarla le pregunté si conocía el libro La rebelión de Caracas, de José Domingo Díaz, y me dijo que no; insistí capciosamente en que luego de mi muerte (tal vez a los 84 años), hurgara entre las montañas de volúmenes de mi colección y escogiera ese para ella. También le recomendé apropiarse de un ejemplar en extremo curioso: Medicamentos indígenas, de Gerónimo Pompa. Se trata de una rarísima copia de la primera edición (1851) de ese best seller venezolano. Elisa afirmó con cierto desdén que Felipe, su marido, lo tenía en la nutrida biblioteca. Un tercer libro que vino a mi mente fue Psicopatología del Libertador, escrito por el sabio Diego Carbonell; otro tomo curioso que tengo es de un tal capitán Biggs (1810), donde describe a Francisco de Miranda como un vago ilustre que se paseaba en bata por la borda del barco inglés. Durante muchos años, gran parte de mis deseos reprimidos estuvieron ligados a la adquisición compulsiva de libros raros. Me acostaba y soñaba despierto con el ejemplar que compraría al día siguiente en la librería Soberbia: algún documento venezolano del siglo XIX o un tomo sobre la coincidencia del aspecto de algunos hombres con bestias, con leones, con toros, con perros salvajes.
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De pronto, Elisa recurrió a su moderno celular y empezó a escribir los títulos de los libros que le iba recomendando; era una pequeña lista necrofílico-cibernética de esos textos sugeridos. Con curiosidad le pregunté qué era eso de la lista en el celular, y lacónicamente contestó que estaba enviando información a “la nube” para preservarla de un posible olvido, para orientarse en mi laberíntica biblioteca y buscar, como Sean Connery en El nombre de la rosa, los ejemplares más adecuados y así salvarlos del caos o de la destrucción. Quedé de una sola pieza y le comenté a Pablo si podía apropiarme de su título (aún no lo he buscado en Google) para encabezar el texto reflexivo de hoy.
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También hice una pequeña encuesta sobre la aceptación de la música del inmenso guitarrista Jimi Hendrix. A Pablo no le gusta para nada, a Mariela un poco y a Elisa sí. Pregunté eso porque hace dos días redacté un escrito algo delirante, un presunto encuentro con él, cierto diálogo imaginario en mi habitación de Santa Eduvigis. Con mucha satisfacción supe que a la amiga y profesora Violeta Rojo (especialista en minicuentos) le había gustado mi escrito para Jimi. Le pregunté acerca de la locura evidente tras mis palabras algo amanecidas, y sugerí que a veces yo escribía (o intentaba hacerlo) como ese solo de guitarra de “Red House” en el oeste, libre y cambiante como un jardín florecido. ¿Existe el orden tras el caos aparente? ¿Existe armonía tras el action painting de Jackson Pollock y sus azarosas cosmogonías? En verdad creo que sí y Violeta insinuó que en parte la creación está siempre impregnada por algo de locura. Revisé con cuidado el pequeño papel donde anoté los títulos posibles, son tres y solo recordaba “El final de los deseos”. Creo que somos un deseo infinito de Dios o quizás la creación azarosa de algún dios pagano, de un fauno, de un minotauro exacerbado. Intuyo que los deseos no tienen final necesario, son como las noches estrelladas en Los Roques. También intuyo que darle un final fatalista a los deseos es asunto impregnado por la culpa judeocristiana, por la relación existente entre placer, temor y dolor. Uno finaliza de escribir el libro, pero su verdadera génesis surge en la retina y en la mente cómplice del lector, en la imaginación. Tácitamente la creatividad es un proceso infinito, el autor cree ser dueño de sus ideas y ese sentido de pertenencia está muy asociado a cierto reconocimiento, a opiniones y halagos. En verdad creo que nada nos pertenece, de nuevo me remito a las colecciones, a un sentido de apropiación. Quizás el alma viajera nos pertenezca en algo, pero no estoy seguro, mi premisa es dudar mientras exista. Por instantes soy el objeto observado, como sugiere Jiddu Krishnamurti.
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Pablo sirvió una botella de vino del año 2013 llamado Cono Sur, mientras bebí un sorbo pensé en Machu Picchu, en Jorge Luis Borges, en Alfonsina Storni y su viaje marino.
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Para variar el tema de conversación, mi sobrina preguntó sobre cómo enrollábamos el papel higiénico; ella dijo que hacia abajo y me hizo dicha pregunta. Para bromear le dije que no sabía a ciencia cierta, pues no conseguía papel higiénico. De pronto surgió el comentario incisivo de mi hermana mayor, aseverando que en el libro biográfico de Sofía Ímber ella dice que lo ponía al revés para ahorrar. Sugerí con algo de mala fe que en el museo contemporáneo que dirigió estaría al revés, pero que de seguro en su casa estaba al derecho. Pablo afirmó que las mujeres ponían el papel de una forma y los hombres de otra. De nuevo Buñuel y su discreto encanto, para no hablar de política desarrollamos ese tema banal.
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Como a las tres de la tarde Mariela me invitó a ver una película en su televisor panorámico, me hizo elegir entre un documental sobre Renoir y otro sobre Henri Matisse, sugerí que viéramos el de Rembrandt que ellos tienen y con firmeza luterana insistió que escogiera entre Pierre y Henri. Pues ni modo, escogí a Matisse y me senté en el lugar señalado. Sorpresivamente vimos que el documental comenzaba con preciosas vistas de flores multicolores y un retrato que evidentemente representaba a Claude Monet, sonreí sigiloso, quizás el azar había confundido la película, en todo caso aquello era maravilloso y de pronto vimos cómo fueron elaborando un film sobre la relación de Monet con sus diversos jardines, es decir, con la naturaleza vegetal. Monet era horticultor y tanto en sus cuadros como en su jardín ubicaba cromáticamente las flores para lograr un efecto compositivo sugerente. Mariela recordó a Julia, nuestra madre, quien adoraba su pequeño jardín y también era pintora. Monet se enfadaba cuando la luz que caía sobre su inmenso jardín no era la deseada. A medida que fue prosperando económicamente adquirió casas mejores, y el final aparente de ese deseo botánico se tradujo en una residencia maravillosa ubicada en las afueras de Giverny; allí pintaría nenúfares, gladiolas y rosas que miraba crecer tras el impulso (aparentemente) libre o anárquico de la naturaleza, ubicaba las flores azules en un rincón del jardín –del óleo–, magnolias en otro. El documental se basa en una exposición londinense cuyo tema es la relación de ciertos artistas con sus jardines de la memoria representada en pinturas; por ejemplo, de Nolde, Sorolla y Kandinsky, mientras el público recorría las salas en cámara lenta, y se detenía suspendiendo todo deseo (o quizás avivándolo), observando un pequeño puente de reminiscencias japonesas.
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Horas antes Pablo afirmó con mucha emoción que deseaba conocer la pirámide de Chichén Itzá, disertó sobre el conocimiento astronómico de los mayas y me explicó la diferencia entre las más importantes pirámides egipcias –que eran básicamente funerarias, construidas expresamente para homenajear a los faraones y eludir a los profanadores de tesoros, asunto que no se logró a cabalidad. Le comenté que quizás había sido un monstruoso trabajo para miles de esclavos hebreos y mi cuñado insinuó que eran más bien trabajadores y que recientemente se había descubierto una tumba donde yacían trabajadores constructores de pirámides. Comenté que mi visión particular del asunto estaba influenciada por Cecil B. DeMille y sus diez mandamientos, por Charlton Heston representando a un Moisés que Gillo Dorfles, hablando sobre el kitsch, afirmó que nunca se despeinaba, ni cruzando vastos desiertos ni separando de un sopetón el Mar Rojo.
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El problema no es “ser o no ser” sino agradar o no agradar, al menos en esta sociedad saturada por imágenes anárquicas que nos conminan a consumir refrescos o deliciosos hot dogs…
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Claude Monet escuchaba cañonazos muy cerca de su casa en Giverny, transcurría la Primera Guerra Mundial, y aseveró claramente que él no era soldado sino artista, lo aquejaron problemas visuales y por esa época falleció discretamente uno de sus hijos.
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Julia, mi mamá, recortaba las rosas antiguas de la familia y las pintaba, creo que las mismas rosas las tiene mi hermana y fueron atacadas por inefables bachacos caraqueños.
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Elisa mi sobrina subió a conversar con Adrián, mi sobrino nieto, quien se bañaba lúdicamente, y lo hace rigurosamente cada vez que visita a su abuela en Los Chorros. Ella le regala una lata de leche condensada. Creo que Mariela es consciente de que los deseos viven en eterna expansión para luego ocultarse como los osos invernales. Cada deseo asoma su cabeza como una dama de las camelias siempre efímera. Es un ciclo y una transmigración. Sí, le temo a la oscuridad, también al oscurantismo, al exterminio. De pronto he aprendido a aceptar que todo fluya como el chorro del lavamanos, que cada palabra escrita sea nuevamente parecida a la improvisación constante de Jimi Hendrix, dolorosa y permanente en el recuerdo, en el disco duro emocional.