Por GERARDO VIVAS PINEDA
Un grupo de jóvenes con más de sesenta años cumplidos, y otros cincuenta por cumplir este mismo año pandémico y aislante, se empeñan en multiplicar ese medio siglo por diez. La simple cuenta da 500. ¿Cómo se cumplen cincuenta años y al mismo tiempo quinientos, cuando la vida les aplica una cuenta regresiva de sesenta y tantas Navidades? La historia trepidante del siglo XX ofrece la respuesta: 143 muchachones recibimos en julio de 1971 la medalla de graduación en un Colegio supuestamente privilegiado y elitesco. Tal condición principal, de ser cierta, gusta a pocos y provoca sinsabores, incluso en el seno protagónico de esta biografía colectiva. Olvidan la bandera de excelencia flameada por el generador renacentista de una orden religiosa dispuesta a transformar la relación de los terrícolas con el ocupante de la bóveda celeste. Para cumplir el extenuante objetivo había que ser mejores entre los mejores, y el fundador de ese movimiento religioso impuso la meta individual para cada integrante de sus filas: Excelsior: más alto, más arriba. Constituir una élite supone un ascenso en la dimensión humana global, sin perjuicio de quienes no alcancen la categoría. El DRAE, por cierto, ofrece una sola acepción, por demás aniquiladora de cualquier ambigüedad: “élite: minoría selecta o rectora”. De allí que, sobre los prejuicios descalificadores, un orgullo típico uniforma a los egresados de la congregación y sus colegios. Obra añeja de un cura convocado por el destino a defender y promover la obra mesiánica de un hombre único y distinto, pero igual a todos los hombres, ese plantel era famoso en toda Venezuela. Conmueve, y tal vez desconcierta, recapacitar en una forzada coincidencia entre estos actores compartiendo un escenario común. A ese conjunto de bachilleres inaugurales, hermanado aunque disímil, siempre nos pareció ridículo pensar en las posibilidades ciertas de cualquier predestinación. Pero no dejamos de repetir una pregunta medianamente urticante: ¿por qué nos tocó cumplir cincuenta años de graduados este 2021, trágico e incierto, en la Venezuela de rumbo extraviado y muertes obligadas, cuando cinco siglos atrás —20 de mayo de 1521— un cañonazo sin puntería convirtió a un gentilhombre cortesano y ambicioso, cuyo nombre tituló nuestro Colegio y lo dejó sin rivales en la enseñanza básica y en el cultivo de las artes y las ciencias? La respuesta arroja nombres especiales y sonoros, un Ignacio, un José y un Jesús puestos a nuestra disposición en aulas colegiales al pie del Ávila: San Ignacio de Loyola, José María Salaverría, S.J. y Jesús Nazareno. El primero de los nombrados, herido de muerte en las piernas pero salvado por los sacramentos, mientras convalecía se enteró de la proeza cometida por el tercero: murió por amor y resucitó por más amor. Como resultado histórico, el hidalgo lisiado creó una corporación de apóstoles para la modernidad y la registró a nombre del resucitado: Compañía de Jesús. Entregado a la causa cristiana, Ignacio promovió la creación de colegios formulando un plan especial de estudios, la desconocida pero eficaz Ratio Studiorum. Tras siglos de campañas apostólicas continentales y misiones al borde del martirio, el año 1923 vio la luz en el centro de Caracas del Colegio homónimo del santo, esperándolo una efeméride centenaria a la vuelta de la esquina en 2023. En 1953 lo mudaron a Chacao, cuando a la enorme mayoría de nuestra Promoción se nos ocurrió venir al mundo y el padre Salaverría, tercero en este billar recordatorio, ejercía el rectorado en la escuela de las escuelas. Allí mismo, cinco años después, nos pusieron un hierro en el costillar a los 133 niños matriculados en las aulas del kindergarten ignaciano. Es la huella imborrable de los jesuitas en todo aquel que se entromete en sus salones de clase inconfundibles. Esa forja incandescente no ha sido dolorosa; al contrario, resume la vitalidad de una época irrepetible que se cuenta y a veces no se cree, pero tira de las orejas a quien pretenda olvidarla.
Un pasado remoto mirando sangres derramadas.
Desde muy pequeño, vestido de pantalón corto mientras mudaba dientes y los estropeaba mascando chupetas de frambuesa, antes que leer y escribir aprendí los fundamentos del herraje a fuego. Eran aquellos años dictatoriales en que un matador criollo arrebataba los públicos de la España taurina y una trigueña anzoatiguense de ojos marrones y bajo perfil enamoraba al mundo. Su nombre era difícil de pronunciar, pero no nos importaba: Susana Duijm se casó con una nación entera. Mis tíos me llevaban de la mano a las corridas en el Nuevo Circo de Caracas cuando César Girón cautivaba multitudes mientras cortaba las orejas y los rabos a los toros bravos que intentaban cortarle su vida. La misma afición taurómaca de la España barroca nació en mí, sin yo tener la culpa. Por primera vez, un poco espantado, miré correr la sangre roja de verdad. Ya no era gris como en la televisión. Brotaba rojísima del morrillo y la cruz de los toros mexicanos de Garfias, chorreando arenas y arrugando rostros. La muerte de un hombre vestido de oro no era imposible. Todo era verdad. Nada era mentira. La vida se suspendía durante dos horas a partir de las cuatro de la tarde.
De allí en adelante el imaginario taurino prendió en mi mente para siempre. Un apuesto señor trajeado de bombillos, con un combado sombrero tan negro como los toros, se arrimaba al bicho mitológico marcado en el costillar con números enormes y en el cuadril con un hierro retorcido. No sé por qué aquel hierro extraño pegado a la piel de los bureles me cautivó en su torcedura y en su clave identitaria. El de la ganadería azteca de Javier Garfias era una “G” mayúscula acostada boca abajo, con una “T” también mayúscula y su pie recortado clavado en la espalda. Mi desconcierto ante ese código caliente me obligaba a repetir la misma pregunta a mis tíos; sus respuestas se hicieron machaconas: “Es la ‘G’ de Garfias, el ganadero”. Pero también era la inicial de mi nombre, y una interrogante en mi entusiasmo taurómaco. ¿Podría yo asimilar tanta emoción primeriza y los símbolos de su alegre tragedia? Comencé a jugar en casa un Scrabble personal combinando letras y señales para fabricar hierros taurinos. Los dibujaba a lápiz mientras yo, flotando en sueños diarios —dormido o despierto, me daba lo mismo— tenía mi propia ganadería de reses bravas. Mostré los dibujos al tío más aficionado, torero frustrado pero empresario taurino en ejercicio. De inmediato me prestó cuatro tomazos imponentes. La Enciclopedia de los Toros de Cossío se convirtió en mi lectura preferida. Portadas a cuero repujado mostraban los principales hierros de las ganaderías bravas españolas. Delineándolas cuidadosamente me quedé con la “A” de Miura y sus dos orejas laterales para sus toros retintos y cornalones de casi 700 kilos. Inventé una “G” pequeña dentro de una “V” grande para mi encaste propio. Mi tío sonrió cuando la mostré. “Serás un buen aficionado”, dijo contento. Mientras tanto, San Ignacio de Loyola esperaba agazapado en un Colegio de Chacao para interrumpir mis andanzas taurinas y poner sobre mi pecho su escudo rojiblanco. En sus cuarteles destacaba un león rampante sosteniendo una rodela con la cruz de Santiago, al lado de dos lobos también rampando alrededor de un llar cantábrico. Era el hierro definitivo para sellar nuestra ignacianidad en el transcurso de la vida, y era cuestión de días para el desconcertante desenlace. Yo no quería ir al Colegio. Quería ser torero y olvidar a Supermán. Predestinados o no, más de 130 críos me acompañaron al preescolar de los jesuitas, y se acabó la libertad de los inocentes. El hierro hendió la carne del alma, no la del cuerpo de los niñitos en fila india. El año 1958 abriría un abanico de experiencias colegiales incomparables, y trece años después, en julio de 1971 el presidente de la República, en persona y en majestad, colgaría de nuestros cuellos la medalla de graduandos.
De todo un poco (y un mucho) en las clases ignacianas.
Han transcurrido 50 años y nunca, hasta hoy, habíamos comprendido tan declaradamente la auténtica dimensión del verbo conmemorar. De hecho, el hierro puesto por el lema ignaciano Excelsior en nuestro cuadril interior sigue palpitando y no se detiene, tras medio siglo de recorrido vital por los graduados que este año quincuagenario soltamos campanas al vuelo para recordar nuestra hechura de hombres complejos y postmodernos, a veces muy decididos y otras veces contradictorios, igual que la ambigua cultura sesentosa vertida sobre nuestras expectativas juveniles. Estas líneas constituyen el proemio de aquella aventura colegial sin paralelo.
Quienes entramos a kindergarten y egresamos del plantel con el título en la mano ocupamos sus aulas durante tres décadas (dos últimos años de los 50, 10 años de los 60 y los dos primeros años de los 70), justo durante la época en que el ser humano se debatía entre la llegada a la luna —en vivo y directo pudimos mirarla por televisión— y la aniquilación atómica que nos amenazó muy de cerca en la crisis de los misiles soviéticos en Cuba. Nuestras inquietudes infantiles y juveniles nos evitaban esas graves angustias cuando nos creíamos el Jim Clark de la Fórmula 1 jugando Scalextric, pateando balones o piernas ajenas en el fútbol interclases o en los campeonatos distritales, saliendo de excursión con el Centro Excursionista Loyola C.E.L. a Ño Tigrito, o marchando por las calles de Caracas con una Banda de Guerra que encabezaba todos los desfiles y deslumbraba públicos de todas las edades con su uniforme azul rey y el estampido de sus tambores. Aquellos Fabulosos Años 60, muy orgullosamente así calificados por la historiografía contemporánea, concentraron todo nuestro devenir colegial en medio de aquel fenómeno múltiple, paradójico y arrebatador que en el panorama internacional conformaban el movimiento hippie, el rock and roll —el género musical nos permitió pasar del Long Play al novedoso Casette de la mano de Beatles, Rolling Stones, Bee Gees o Monkeys—, la píldora anticonceptiva, las drogas —la mayoría de nosotros salió indemne, y una que otra baja nos entristece los recuerdos—, la guerra de Vietnam, el muro de Berlín, el mayo francés, la primavera de Praga, el Concilio Vaticano II, la China maoísta, la Unión Soviética post-estalinista, la Teología de la Liberación, la Cuba castrista —durante aquellos años promovía y surtía de armas a la guerrilla venezolana—, la lucha por los derechos civiles, el Festival de Woodstock, la minifalda, el bikini. Todas esas manifestaciones multicolores las recibíamos gracias a aquella caja eléctrica que en blanco y negro había nacido en Venezuela el año 1953. La mayoría de la Promoción también se calzó los primeros pañales y escarpines ese año. El artefacto era la inseparable televisión nuestra de cada día, dueña insalvable de todos los hogares de cualquier clase y condición. De su programación adaptada a todos los públicos manaba una panoplia de personajes especiales y seductores que captó nuestra atención, orientó nuestros gustos y definió nuestras preferencias. En definitiva, era buena parte de la cultura que, con el añadido “Pop”, modelaba nuestro rumbo y adornaba nuestra vida ignaciana. La Compañía fundada por el santo del siglo XVI intentaba legarnos el mensaje del Héroe de todos los héroes, el Cristo dueño de todos los tiempos cuyo mensaje evangélico no siempre coincidía con nuestras estrellas hollywoodenses o con el American Way of Life que esa cultura nos proponía. Se nos planteó así un escenario ambiental ambiguo, un contexto plural que nos dio a escoger opciones de vida no siempre bien avenidas o coherentes. Pero, 50 años después, aquí estamos otra vez en el Colegio San Ignacio, obligados a conmemorar desde lejos nuestro aniversario dorado por una virtualidad pandémica que aguanta pestes y salva vidas.
Biógrafo herrado y colectivo.
Como era de esperarse mientras el tiempo no aguarda a nadie, de un día para otro abandonamos la escolaridad juvenil y entramos al mundo de los hombres. Por mi parte, comencé con desgano estudios universitarios comunicacionales. Viviendo a solo cuadra y media del Colegio en mis ratos libres volvía en bicicleta a recorrer los campos de fútbol con la grama pisoteada en las arquerías, los pasillos verdes de los pabellones, los frontones de pelota vasca y el campo de beisbol salpicado con pelotas de Spalding rotas y olvidadas. Allí mismo adoptamos el hábito intransferible de montar caimaneras entre panas reclutados a última hora. Se podía entrar y salir libremente del Colegio a cualquier hora. Todavía no sufríamos el yugo de la palabra inseguridad.
En una de esas caimanas improvisadas aterrizó en mis planes narradores el padre José María Salaverría, S.J., ex-rector del Colegio y entusiasta promotor de los antiguos alumnos ignacianos. Lo saludábamos a diario cuando todavía concurríamos como alumnos a las aulas del plantel. Cumpliendo los designios del tiempo conservamos una amistad fina y consecuente, ayudados por la vecindad de nuestros hogares. No más llegar saludó al grupo con su sonrisa de costumbre, igual al regocijo de los limpios de corazón, como dicen las Bienaventuranzas. Se puso a mirar el juego. Luego de tres strikes seguidos y el vergonzoso ponche resultante salí del campo y me senté a su lado en las gradas de cemento. Le conté mi proyecto escriturario: “Quiero escribir la historia del Colegio, padre”. Me miró con ojos de lechuza encandilada, pero cogió de una vez la señal. “¿Tienes todos los Edasis?”, preguntó. “No, padre, ya me gustaría”, dije un poco cabizbajo. Como un resorte desprendido del jergón me tomó del brazo, recorrimos cien metros conversando y me bajó a un sótano húmedo y oscuro. Allí me entregó varias cajas grandes de cartón, repasó estanterías crujientes y torcidas que forraban las cuatro paredes del lugar. Sonrió otra vez mostrando una bien pulida dentadura blanca. “Aquí tienes la historia que quieres escribir”, dijo sin titubeos. Embalamos decenas y decenas de ejemplares polvorientos del Edasi —anagrama de Ecos de Alumnos San Ignacio—, reuniendo para mí una colección completa del anuario que editaba el Colegio desde 1933. El depósito de libros era el sótano del Tamanaquito, como llamábamos a la residencia de los curas para ironizar los supuestos lujos con que vivían, comparando el edificio realmente austero con el Hotel Tamanaco, el más prestigioso de Caracas. La historia del Colegio pretendida era apenas una idea inmadura, todavía poco pensada y masticada. “No seas tan ambicioso”, dijo el padre sin pensarlo. “Escribe primero la historia de tu promoción, para que vayas ensayando”, añadió. Esa respuesta a quema ropa me desconcertó al principio. Luego, revisando los kilos de Edasis en mi casa, di toda la razón a Salaverría. El proyecto solo era un sueño de novato. Había que esperar si alguna madurez eliminaba ensoñaciones y desplazaba sinsentidos.
El paso de los años continuó llenando de tachaduras los días cuadrados de los calendarios. Ya iniciada otra década coincidimos con el padre Salaverría en el Congreso Mundial de Antiguos Alumnos Ignacianos celebrado en la Universidad de Deusto, predios inmediatos de Bilbao, durante el mes de julio de 1991. Comentamos el plan de mis relatos ignacianos, yo todavía terco en escribir la historia del Colegio además de la crónica de mi Promoción. Cursando estudios doctorales en Sevilla me había perdido la celebración de nuestros 20 años de graduados, pero pensaba retomar la idea del libro al regresar a los afectos de la patria. Con Salaverría compartí esbozos y cafés en los recesos de las jornadas bilbaínas. Me dio ideas horneadas por él mismo. “No te quedes en la anécdota. Mira más allá”, dijo sin vacilaciones. “Recuerda la impronta de la época, del país y del mundo. Ustedes, Promoción 1971, llevan esa marca trascendente”, agregó. Yo escuchaba y escuchaba mientras pensaba en el hierro puesto sobre mi costado. Apenas una que otra pregunta salía de mis labios. Mi contertulio las bateaba todas con el swing de sus consejos untados de sabiduría. “Ninguna promoción del San Ignacio ha escrito su propia historia, mucho menos narrada por uno de sus integrantes”, continuó. Si lo decía él, veterano seguidor de los anales colegiales, debía ser verdad. “Acumula toda la información que puedas. Exprime los Edasis. Prepara apéndices específicos con los cuales apoyar la narración e ilustrar a los lectores”. Multiplicando cafés y vasos de agua detalló la necesidad de esos anexos, arduos de preparar pero utilísimos en la composición de las memorias. “Elabora una nómina general con todos los compañeros, desde kinder hasta quinto año, sección por sección e individuo por individuo. Todas las fotos de las secciones te ayudarán, y si las colocas en otro apéndice del libro será mucho mejor”. Sólo atiné a decir “¡Siga padre, siga!” mientras anotaba sus ideas novedosas. “¡Las premiaciones!”, exclamó, “ponlas en apéndice aparte. En los Edasis las tienes todas hasta el año 68, cuando no se entregaron más medallas. Significan la culminación de la vida ignaciana. La medalla de excelencia es la cima, el premio mayor, la suma del Excelsior. Verás retratados los caracteres del rendimiento y del estudio. Te sorprenderá la evolución de cada compañero. Verás los puñales, las tendencias hacia las ciencias o las humanidades, el sorpresivo ganador en una materia, y uno que otro chico clase aparte que se lleva la excelencia y los primeros premios. Los flojos siempre estarán ausentes de las medallas”.
El acicate funcionó. Tomé la decisión definitiva de escribir en primer término la historia de mi Promoción. Nos despedimos con la promesa de nuevos encuentros en Caracas al cabo de mis estudios sevillanos. Cuatro años se fueron sin nuestro permiso, pero no en vano la distancia había echado raíces en el proyecto historiográfico. Un cura entonces setentón y un exalumno buscando rumbo volvieron a tomar café en la sede del Colegio para diseñar narraciones colegiales. Según el padre, ahora tocaba el turno a la biografía y la literatura. “Te ayudarán las letras y las vidas personales”, dijo, echando más azúcar al café. Recomendó leer sin desperdicio el volumen XX de los Clásicos Jackson, el Arte de la Biografía comprendiendo a Plutarco, Laercio, Tácito, Johnson, Boswell y otros autores. “De Stephan Zweig no te pierdas las vidas de Balzac, Dickens y Stendhal, mucho menos la de Tolstoi. De Emil Ludwig incluye a Miguel Ángel, Rembrandt, Beethoven y Lincoln”. Por mi cuenta ya había leído la biografía de Simón Bolívar por Augusto Mijares, Göring de David Irwing y los dos tomos de su jefe Hitler, por John Toland. Compensé la asfixia de leer estas dos vidas demoníacas hojeando la biografía de Eugenio Mendoza Goiticoa por Gustavo Jaén, La vida de las abejas, de Mauricio Maeterlinck, y comenzaba la lectura frecuente de los cuatro evangelistas. La vida del Hijo de Dios, inabarcable y despojada de tiempo, erigía una cortina entreabierta frente a mis ojos, un parangón biográfico para imitar retadoramente. Como dijo el apóstol Juan al concluir su sagrada palabra: “Muchas otras cosas hizo Jesús que, si se escribiesen una por una, creo que este mundo no podría contener los libros”. Tal testimonio presencial propinó una cachetada a mis exageradas ambiciones narrativas. Si intentaba imitar algún modelo prefijado probablemente incurriría en el ridículo.
Nuevos compromisos laborales y académicos distrajeron mi trabajo en la historia de la Promoción. Varios años dejaron de existir, junto con mi promotor de biografías. Cuando menos lo esperaba el padre Salaverría se me fue. Quizás San Ignacio se había cansado de esperar un relato tentativo y lo convocó al territorio de las almas. Juré redactar los dos libros soñados en conjunto para rendirle honor a su memoria ignaciana. Al menos el lector ya tiene el primer tomo en sus manos.
La fertilidad de nuestro escudo.
Los graduandos de hace 50 años hemos escogido todo tipo de carreras, oficios y empresas. Algunos, no demasiados en verdad, han optado por la indiferencia religiosa, cuando no por el ateísmo militante. Sin embargo y sin excusas, no hay reclamos en el intercambio de afectos y ocasiones. Todos portamos el hierro de Loyola clavado en el adentro corporal y en la senda recorrida, como los hombres “cuyos corazones había tocado Dios”, según profirió el profeta Samuel al inaugurar el reinado convulso de Saúl. A decir verdad, el hierro no lo puso San Ignacio a flor de nuestra piel; lo clavó hasta el fondo de las entrañas de la promoción 1971.
Esa quemadura vasca y jesuítica no cicatriza nunca. Taparla con ungüentos temporales es imposible para todo aquel muchacho que jugó metras o metió goles en las arquerías del San Ignacio. La herencia ignaciana en nuestros bultos y morrales, por supuesto, no ha sido nuestra exclusividad. Ese sentimiento indeleble e impermeable lo habían inyectado los curas desde la fundación del Colegio en los cuerpos de 351 ingenieros civiles y otros 262 ingenieros de otras ramas —un gran total de 613 profesionales de la ingeniería—, 344 abogados, 248 médicos de todas las especialidades, 153 economistas, 80 arquitectos, 65 administradores, 13 militares la mayoría en la categoría de oficiales mayores, más otras profesiones como periodistas, publicistas, psicólogos, programadores, pilotos, sociólogos, topógrafos, urbanistas, agentes de seguros, agricultores, antropólogos, artistas, músicos, bioquímicos, biólogos, politólogos, contadores públicos, filósofos, diplomáticos, farmaceutas, físicos, ganaderos, geólogos, historiadores y técnicos diversos. En un remate apoteósico de recta final el apellido Sosa de un antiguo alumno del San Ignacio caraqueño, promoción 1966, señala al actual prepósito general de la Compañía de Jesús, en la misma Roma donde el herido en la pierna trazaba planes de conversión para el mundo entero a mediados del siglo XVI. En el mejor de los casos la santidad ignaciana es una opción lejana en el horizonte; en el peor, un tropiezo que pone en duda la cercanía de diez mandamientos grabados a fuego en dos tablas de piedra. Pero sea cual sea el destino de cada ignaciano egresado en 1971, su paso por este planeta que despoja de aburrimiento al universo deja tras de sí un vestigio a rayas rojiblancas con acento guipuzcoano. En el colmo de la revelación, nuestra pasantía colegial nos hizo testigos de una candidatura a esa santidad en la que no muchos creen, pero tuvo en el nombre Alberto y en el apellido Capdevielle una canonización oficial todavía utópica, mas no lejana; en lo humano ese ignaciano modelo ya fue santificado, desde el momento imprevisto en que una súbita llamarada lo transportó a los balcones del firmamento. El Alberto que se fue al cielo como el profeta Elías es, libre de cualquier duda, la más fuerte incandescencia del hierro ignaciano en nuestras almas. Lo notábamos en las misas dominicales del Colegio cuando cabezas encanecidas de promociones muy antiguas cruzaban miradas con alumnos actuales en plena adolescencia. Expresaban un gesto inconfundible, un instinto exclusivo de quienes rezábamos el rosario frente al mismo pizarrón donde los curas nos enseñaban la regla de tres y trataban de explicarnos cómo era eso de un Dios también dividido entre tres. Un retrato de San Ignacio blanqueado de tiza miraba las lecciones y aprobaba al genio de la clase sacando un veinte más y recibiendo en la nuca el taquito disparado por el travieso de la clase. Era la pasta multivitamínica con que se amasó nuestro instinto de Loyola. Me ha dado en llamarlo hierro fértil. Es que esa cicatriz, siempre fresca y caudalosa, alienta nuestro orgullo al nombrar al santo de la pierna rota, estatua inconmovible en la misma capilla donde la Virgen del Colegio pisa la cabeza de la serpiente, impartiendo la gran lección de la lucha perpetua entre el bien y el mal.
*Licenciado en Ciencias Sociales (UCAB, 1978), magíster en Literatura Latinoamericana (USB, 1987), doctor en Historia (Universidad de Sevilla, 1995). Profesor titular jubilado, departamento de Ciencias Sociales USB (1997-2015).
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