Por NELSON RIVERA
—Hábleme, por favor, de su cuarentena. ¿Cómo la ha sobrellevado hasta ahora? ¿Ha cambiado sus hábitos? ¿Ha experimentado nuevas sensaciones o pensamientos?
—Al principio de la cuarentena recordé el cuento del tipo al que preguntan:
—¿Te gusta Plácido Domingo?
La respuesta no se hace esperar:
—Lo prefiero al jodido lunes.
Nuestra cuarentena lucía como una mezcla de plácidos lunes y jodidos domingos. Los lunes me preguntaba: “¿Para qué trabajar si no hay donde ni para qué?”. Y los domingos: “¿Para qué descansar si no hago otra cosa?”. El resto de la semana la preocupación era aún más errática: “¿Qué día es hoy?”.
El inicio de este embrujo a lo Bella Durmiente nos agarró pasando por Nueva York vía Santo Domingo. Lo que debía ser una rasante semana se convirtió en más de cuatro meses (si es que algún día logramos salir de Manhattan). La ciudad que nunca duerme se transformó en la que nunca despertaba. La ciudad que está llena de historias se convirtió en una geografía de picos y acantilados, grutas y angostos valles por donde caminábamos como unos enmascarados que no encuentran donde robar. Entonces me dio la fiebre de hacer videos y entré en un estado de furor creativo. Ha sido mi arma contra el virus y la depresión.
En medio de esos andantes esfuerzos por ubicarnos, por dejar de ser turistas accidentales y convertirnos en exploradores acuciosos, recordé una incitante frase de Paul Éluard: “Hay otros mundos, pero están en este. Hay otras vidas, pero están en ti”. El hecho de estar donde no se suponía que estuviéramos me hizo revisar la relación entre “estar” y “ser”. Asumí que soy donde estoy y seré donde quiera que esté.
La otra cita que quisiera compartir, porque la he tenido muy presente, es de Emerson: “El ojo es el primer círculo y el horizonte que forma nuestra mirada es el segundo. A través de la naturaleza esta figura primaria se va repitiendo sin cesar”.
Emerson explica su visión utilizando una inquietante frase de San Agustín: “La naturaleza de Dios es como un círculo cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna”. Gracias a esta imagen y el mareo que produce, comencé a comprender que alrededor y en el interior de todo círculo puede emerger otro círculo, que todo final es un comienzo, toda eternidad un instante, cada fracaso una oportunidad, cada encierro una liberación.
Tenemos la tendencia a considerar, por necesidad o vanidad, a algunos de los círculos que nos contienen como sólidos y permanentes, a veces incluso los santificamos con la pretensión de hacerlos inmutables. Sumidos en este afán terminamos eligiendo entre el aro de nuestro cuerpo, de la pareja, del hogar, del trabajo, de la ciudad, del país, del continente, del mundo, la dimensión que más nos convenga y la convertimos en nuestra principal referencia y refugio. “Me va mal con mi pareja pero adoro mi ciudad”, o “mi familia está loca, pero yo estoy cuerdo”, “Venezuela es un horror pero Barcelona me comprende”. A los venezolanos se nos ha enrarecido el terruño y la patria. Solo nos queda un mundo que ahora no parece muy confiable.
Esta detención en un tiempo y un espacio donde nada parece seguro y permanente me ha sumergido en una visión más completa, menos compartimentada, más interdependiente. Digamos, para volver a Emerson, que estoy intentando integrar el punto de partida de mi mirada a los horizontes que soy capaz de vislumbrar hasta concebir esa totalidad como algo indisoluble y continuo.
—La pandemia parece haber desatado una especie de auge reflexivo sobre el devenir del mundo. Incluso se propone como un mandato: hay que repensar nuestro modo de vivir. ¿Cómo se siente usted ante estas cuestiones? ¿Tiene preocupaciones con respecto a los desafíos que tendrán que enfrentar sus hijos y nietos en los próximos años y décadas?
—La vida se parece a las películas en una relación de un año por minuto. No me refiero a los 298 minutos de Lo que el viento se llevó, sino a los 96 de Night in the city de Jules Dassin (la recomiendo). Según esta fantasía, me quedan unos 26 minutos de película. A estas alturas de la función, uno presiente que se aproxima un final y trata de adivinar cuál será. En nuestro caso, esta noción de un drama con una posible conclusión empieza a enrarecerse y ponemos en duda hasta el sentido de los 70 minutos que ya hemos visto y vivido.
No quiero ser apocalíptico, pero hay una sensación, tan pequeña y absurda como se quiera, de que el hombre puede acabar con su planeta. Esta pandemia es una crisis profunda que nos asoma a una crisis aún más profunda. ¿Acaso podemos hablar de “cuando volvamos a la normalidad”? ¿Cuál normalidad? La palabra “normal” se ha tornado tan siniestra.
Me preguntas: “¿Hay que repensar nuestro modo de vivir?”, y el problema es que hemos dejado de pensar. Queremos acciones tan concretas como mágicas; mientras menos individuales y más colectivas, pues mejor. Creemos que “pensar” es un difuso acto espiritual y resulta que quizás sea una reacción física, ciertamente lenta y dubitativa, pero no por esto un derecho exclusivo del hombre. El planeta está pensando por nosotros. Espero que no sea en nuestra contra.
¿Me preocupan los desafíos que deberán enfrentar mis hijos y nietos? Sí me preocupan, pero más me angustia que carezcan de desafíos, o que no logren articularlos, o que ya no tenga sentido enfrentarlos.
—Se le reconoce como a un autor que produce sus novelas sobre la base de un riguroso trabajo de investigación. En el caso de Los años sin juicio, ¿en qué consistió su investigación?
—La investigación puede ser una gran trampa para quien pretende escribir una novela. Las novelas exigen introspección para pulir el espejo donde se van a reflejar los hechos. Ese espejo es el propio novelista. La investigación puede volcarnos hacia fuera y así, orgullosos y doctos, nos vamos separando de nuestra propia alma, la única fuente genuina para alimentar el espíritu de los protagonistas.
Voy a contarte sobre un proceso que transita por esta pregunta y las dos siguientes.
Yo era muy inocente cuando empecé a escribir Falke. La primera clave fue una carta donde Rafael Vegas, el héroe y la víctima de una posible novela, hace un intento de escribir su propia historia. Son unas once páginas que terminan en una línea: “No puedo. Esto me resulta demasiado doloroso”. Leí y releí estas once páginas como si fuera a actuar en una obra de teatro. Las recité en voz alta para que el espíritu de Rafael corriera por mi sangre como un sarampión. A partir de ese punto, investigué los documentos históricos e intenté volver a esos lugares y a esos años. El método funcionó. Me convertí en un postrafaelita.
Investigar equivale a seguir la pista de un animal, de un ser. Vestigium es la huella que deja una pisada. Cuando investigamos seguimos los pasos. El novelista debe quitarse los zapatos y sentir esa huella en sus propias plantas. Con Falke he debido asimilar para siempre un método que me dio tanto combustible y placer, pero no lo concienticé, y con Sumario cometí un grave error. Inventé un personaje, el secretario del juzgado que maneja el expediente del asesinato de Carlos Delgado, y lo utilicé como centro, como eje, como el alma donde iba a reflejarme. Y resulta que tenía en mis manos las huellas de dos tesoros psicológicos y literarios, Carlos Delgado y Rafael Urbina, la víctima y el victimario. Hubiera sido genial jugar con ese par de espejos; ser un día Urbina y al día siguiente Carlos Delgado. El libro que escribí, cundido por ese afán de investigar, podría haber servido de base para el texto que ahora sufro por no haber escrito.
Con Los Incurables mi despiste fue aún mayor. Realicé una especie de “exvestigación”. En vez de adentrarme en la senda de Reverón utilicé a un investigador que estudia a un psiquiatra que estudia a Reverón. Fue un ejercicio de alejamiento. Con esta fórmula se fue almacenando la información hasta aplastar la novela y paralizarla. Llegué al colmo de usar “footnotes”, notas a pie de páginas que crearon un pesado reguero de huellas.
Creo que las fronteras entre realidad y ficción no son importantes, al punto que lo ideal es que resulten imperceptibles. Lo importante son las fronteras, o la ausencia de ellas, entre el alma del novelista y las de sus personajes. Todo es ficción. La distancia entre los hechos y unos signos llamados letras que pretenden definirlos es tan inmensa que solo podemos aparentar, modelar, simular, fingir. La única realidad posible es aceptar esta imposibilidad y disfrutarla.
En Los años sin juicio se da una relación muy particular. La novela nace en mi primera visita a Herman Sifontes en un lúgubre edificio clavado en San Agustín del Sur. A las nueve de la mañana entregué mi cédula en la puerta y me bajaron a un sótano.
Me siento a conversar con Herman en una celda donde solo hay una cama y una silla. A la hora le digo que tengo que irme y me advierte:
—Tienes que esperar hasta el mediodía, que es cuando dejan salir a las visitas.
La silla, de un plástico azul algo fosforescente, de pronto, explota. No se partió, más bien se esfumó bajo los efectos de un rayo cósmico. Peso 80 kilos, luego tiene que haber sido por mi nivel de tensión.
Herman no lamenta la desaparición de su único mueble. Me ayuda a incorporarme y me dice consolándome:
—No te preocupes, solo faltan dos horas para que te vayas.
A él le faltaban tres años. Nunca hubo sentencia ni veredicto. Un buen día le dijeron que ya podía irse. Lo culpaban de haber manipulado el precio del dólar y ya la tasa de cambio era tan escandalosa e inconcebible que había dejado de ser un tema.
Ese día supe que debía enfrentar mi absoluta imposibilidad de estar preso escribiendo una novela a través del calvario de Herman. Mi alma tenía donde reflejarse. El reto y la dificultad es que se trata de un alma articulada, valiente, vigente, presente, intensa y muy querida. Quizás haya habido un exceso de reflejos. Muchas veces sentí que escribía una biografía y apenas me asomaba entre sus líneas. Lo importante es que el proceso de nuestro intercambio nos hizo bien a los dos.
En la novela la silla es verde. Ahora me pregunto si era verde o azul. Quizás los colores cambian en la memoria como en los álbumes viejos.
—Una corriente muy bien lograda en su novela es la de la complejidad carcelaria. ¿En qué medida la cárcel de Los años sin juicio metaforiza la crisis venezolana?
—Creo que el gran fallo de la novela es que mi visión carcelaria se queda corta.
Recuerdo un chiste que jugaba con la palabra “metáfora” entendiéndola como “mitad afuera”. La novela refleja la mitad menos terrible. Estamos en el 2010. Falta la tortura y el hambre que ahora son la norma. El video del diputado Juan Requesens, en interiores lleno de excrementos, enflaquecido y girando como un zombi ante la cámara por orden de un fiscal, nos asoma a otro círculo del infierno. Los más altos dignatarios hicieron el mismo indigno comentario describiendo las imágenes filmadas por sus esbirros: “¡Se ve que el hombre está asustado!”.
Pero, ¿cómo medir la escala del horror? En la novela, un amigo del protagonista le pide que no publique sus memorias pues no van a caer bien: “Pueden acusarte de frivolizar la realidad. Hay una distancia muy grande entre lo que viviste y las tumbas donde martirizan a tantos jóvenes”.
Esta sugerencia le pega muy duro a quien ha narrado una experiencia de vida en la que ha perdido su matrimonio y su empresa, y comenta desolado:
No puedo decir que lamento el que sea infinita la distancia entre lo que vivimos nosotros y lo que ahora mismo está sucediendo, pero también era insalvable la distancia que había entre mi amigo, cuando entraba en el ascensor que lo llevaría a su casa, mientras yo me adentraba en el pasillo que me llevaría de vuelta a mi celda. Alguna vez cruzamos miradas justo antes de traspasar esos dos umbrales. Esa es la diferencia a la que he dedicado estas páginas.
—En algún momento, el narrador caracteriza cuatro visiones del mundo —realista, optimista, escéptica y pesimista medular—. ¿Es usted un pesimista medular? Las cuatro novelas que he referido aquí —Falke, Sumario, Los incurables y Los años sin juicio—, ¿acaso hablan de un horizonte del mundo, sino pesimista, al menos cargado de sombras y dificultades casi irresolubles? ¿Hay en su fondo un estado de ánimo, una sentimentalidad común que las recorre de comienzo a fin?
—A mi padre le encantaba el cuento de dos hermanitos, uno optimista y el otro pesimista, ambos en exceso. Una navidad los padres deciden remediar esos extremos y le regalan al pesimista una bicicleta y al optimista unos cagajones. El 25 en la mañana llega el pesimista muy triste al cuarto de los padres y comenta:
—El niño Jesús me trajo una bicicleta. Seguro que termino cayéndome y me parto un brazo y me pasaré la vacación enyesado.
Mientras lo consuelan, se oyen los gritos de alegría del optimista:
—¡El niño Jesús me trajo un pony! ¡Ya encontré la mierda!
Quizás esa sea la labor de un escritor, dar pistas que nos asomen a los extremos y los espectros, a las posibilidades y las limitaciones, a las dos y dos mil caras de la vida y el vivir.
*Los años sin juicio. Federico Vegas. Kalathos ediciones. España, 2020.
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