Por MIGUEL GOMES
Sospecho que todo narrador auténtico, de vocación, gesta desde la infancia o la adolescencia una historia primigenia, anterior a los talleres, al estudio de su oficio o a la práctica seria de este; una historia que sueña poder contar algún día pero que va postergando por tener la impresión de que aún su instrumental expresivo no es suficiente para acometer una tarea tan desafiante, tan cercana a la memoria profunda del ser y a los proyectos esenciales de una existencia. Tengo para mí, por su ambición creadora, por sus rigurosos desvíos de las expectativas comerciales vigentes, que el Roman de la isla Bararida (2024) ha sido esa historia para Juan Carlos Méndez Guédez. De equivocarme, tendría que apuntar en todo caso que se trata de uno de los libros más singulares de su ya extensa obra (1). En una producción heterogénea, que abarca desde el microrrelato hasta la novela pasando por el cuento y la noveleta; que es capaz de incorporar la novela de formación, la novela sentimental, la novela negra, la novela picaresca y sus híbridos; que ha sumado una veta de tanteos mitográficos que saben abstenerse de los facilismos juveniles de la fantasy contemporánea, Méndez Guédez cartografía ahora un terreno donde el mito expone sus costuras discursivas pero, al hacerlo, lidia soterradamente con vivencias comunitarias.
Pocos años antes, en La ola detenida (2017), el novelista había integrado en la cotidianidad venezolana una imaginería mítica proveniente de las creencias populares. Tal convivencia en mucho recuerda el realismo mágico venezolano de los 1930 y 1940 como Arturo Uslar Pietri entonces lo describió: una «consideración del hombre como misterio en medio de los datos realistas. Una adivinación poética o una negación poética de la realidad» (2). Ya en los relatos de La diosa de agua (2020), no obstante, el mito empieza a hipostasiarse, no a rondar nuestra intuición de lo real, sino a ocupar todo el espacio de la inventiva y el decir. Con el Roman de la isla Bararida el proceso se completa. La noveleta, de hecho, se sacude las persistentes convenciones decimonónicas que regulan nuestra manera de escribir y leer ficciones para intentar recomponer la tradición premoderna de ese arte, absorbiendo los moldes épicos que conocemos a partir de la Epopeya de Gilgamesh, las narraciones religiosas y heroicas de los indígenas americanos, los relatos bizantinos de amor y aventuras, el romancero ibérico y, por supuesto, como lo indica el título, los romans courtois y las novelas de caballerías propiamente dichas, sin olvidar la más heterodoxa de estas, el Quijote, principal eslabón entre el vetusto legado que señalo y la modernidad.
El paso de lo remoto a lo inmediato se produce acudiendo a la sostenida exuberancia de un pastiche cuyo efecto, al cabo de algunas páginas, ya no es el del primitivismo de los vanguardistas que entraron a saco en el acervo antropológico de los mitos —piénsese en The Waste Land (1922) de T. S. Eliot, Ulysses (1922) de James Joyce, Macunaíma (1928) de Mário de Andrade, La yerba santa (1929) de Salustio González Rincones o Altazor (1931) de Vicente Huidobro—, sino el de un tour de force neobarroco, de carácter proliferante, a veces torrencial y enamorado de los excesos. Dichas maniobras, desde luego, tienen un efecto de absoluta extrañeza en la cultura lectora empobrecida que ha ido imponiendo la industria editorial internacional durante los últimos decenios, erizada de fórmulas y disciplinados subgéneros que complacen a generaciones educadas por las pantallas.
Aclaro mi vocabulario: lejos estoy de concebir el pastiche como lo hizo Fredric Jameson, con un dejo de hostilidad, considerándolo parodia exenta de directrices éticas (3). Mi entendimiento de la noción se acerca al de Linda Hutcheon, quien designó con ese nombre parodias que no procuran antagonizar o diferenciarse del modelo y suponen vínculos con estilos o géneros enteros, más que con un texto concreto (4). El de Méndez Guédez corresponde fielmente a lo que Sanna Nyqvist denomina «pastiche compilatorio» (5). A mi ver ese descentramiento de las remisiones acompaña a una cosmovisión no menos descentrada, en tensión con las homogeneizaciones autoritarias en las que Venezuela ha estado inmersa en lo que va del siglo XXI. En otras palabras, estamos ante una obra política, pero no por sus asuntos superficiales, sino por su matriz expresiva.
Ciertos instantes del Roman sugieren lucidez con respecto al método pastichero, como cuando Wari y Najamutu, los dos guerreros amantes que protagonizan, replican los hábitos de la voz narrativa y se convierten en sus cómplices:
Leían preciosos libros iluminados: historias sagradas, bestiarios, insólitas comedias, misceláneas, romans pastoriles, antiguas tragedias (p. 49).
Las referencias más comunes insisten en recalcar las feroces jornadas de amor que sucedían entre ellos en cualquier lugar del palacio. De allí se supone surgieron un manual y un par de romans licenciosos, escritos y vividos a cuatro manos. También se conoce que la amplia biblioteca del palacio fue ampliada por ambos, pues se dedicaron en largas y felices jornadas a rescatar libros antiguos, en una tarea en la que ambos copiaban clásicos […]. Se presupone que […], ya cansados de copiar salterios, libros sagrados, cosmogonías, romans y bestiarios antiguos, crearon algunos nuevos que permanecen confundidos con el resto (p. 98).
En tales pasajes el texto se contempla a sí mismo e impide que desechemos su forma extrayendo de ella el mero desfile de peripecias de los personajes. Me parece inevitable hablar de ironía según la definición del Romanticismo alemán, que la erigió en un ideal, cifrado en la «parábasis permanente» de Friedrich Schlegel: la voluntad de evidenciar el artificio profundo, la opacidad de los productos estéticos cuando comprendemos que no se supeditan simplemente a una vida más allá de ellos, sino a una que el arte contribuye a crear para corregir los defectos del mundo o alentarnos en algún momento a hacerlo (Schlegel, «Zur Philosophie», frag. 668). La ruptura irónica de la cuarta pared —en esta ocasión narrativa— Méndez Guédez la delinea con extraordinaria nitidez desde casi el inicio de su Roman, cuando el tópico de la invocación épica se subsume en un diálogo entre narrador y lector ficticios (o entre las proteicas encarnaciones del narrador):
—Canto a esa mujer y a ese hombre que no lo fueron, pero sin serlo también fueron la primera pareja sobre la isla. Canto las espadas, los escudos que portaron Wari y Najamutu, canto el palacio de las azules ventanas. Oh, diosa de la montaña; oh, Reina María Lionza, Yara Guaichía, tú que todavía no has llegado a esa tierra, insufla en mis palabras la fuerza de tu montaña, el sosiego de la Corte de los Sabios que palpita bajo tu mando.
—¿Y así podemos comenzar?
—Hace rato hemos comenzado. Vos no lo sabéis, pero en este reino los finales son un principio y los principios son finales.
—Canta entonces… (p. 15).
¿Cómo contribuye esa distancia interna a la transgresión de las pautas del actual mercado del libro? En primer lugar, recordándonos que la ficción ha de ser ficción, que las palabras, entre otras cosas, sirven para crear ilusiones y no debemos resignarnos a ser presas de sermones que quieran imponernos verdades irrebatibles —no me parece casual que la moda de la «autoficción» en lo que va de milenio coincida con el virulento auge de las fake news—. En segundo lugar, la ironía visibiliza la discursividad mediante la acogida y el uso indiscriminado de infinidad de códigos.
Lo anterior puede verificarse en el vocabulario del Roman, que sume al lector desprevenido en la imposibilidad de reducir lo contado a un proceso mimético, en deuda con el testimonio. Sería legítimo sostener que el desgobierno lexical —y esporádicamente sintáctico— es la norma. Lo sublime y lo carnal, lo dialectal venezolano y lo ultralírico, el arcaísmo y el neologismo: todo se congrega. Podemos toparnos así, para resaltar solo un caso ilustrativo, con la interacción de vos y tú que se aprecia en la cita previa, o más patentemente en la siguiente, que tomo de un parlamento de Sìdhe, la feérica enemiga —¿gaélica?— del protagonista: «Vos hacéis mal en ignorarme, Najamutu. Estoy siempre. Cuando me veis, cuando no me veis. Agito mis rojos cabellos; incendio el mundo; incendio tu mundo» (p. 23). Incluso si ese tu posesivo pudiera atribuirse a las prácticas mixtas del voseo hispanoamericano moderno, en otros puntos del Roman reaparecen las formas átonas del voseo clásico: «¿Vos queréis que os cuente una historia de amor y muerte?» (p. 13); «Vos sabéis incendiarme y pierdo las palabras que a vos os sobran» (p. 33).
El pastiche se manifiesta, asimismo, en el plano elocutivo, copiando los paralelismos, las geminaciones, los apóstrofes que asociamos a la poesía antigua —o folclórica— en convivencia con registros más prosaicos u ordinarios de la lengua. Ya queda demostrado en los pasajes comentados; ha de recalcarse, sin embargo, que la acumulación de lo dispar halla un vehículo perfecto en las frecuentes listas:
Alguien pasó por aquí; ahora el mundo se encuentra lleno de nombres, murmuró con confusa febrilidad. Así que, al pasar por el mercado de una aldea, comprobó que las frutas tenían una fragancia más fuerte, y que ahora la gente se refería a ellas sin señalarlas con los dedos, y eran capaces de nombrarlas: patillas, titiaros, topochos, manzanos, guineos, y las frutas vibraban con un nuevo colorido: tamarindos, parchitas, caimitos, icacos, semerucos, refulgiendo en ecos, en sabores, en olores nuevos (p. 19).
Desayunaban leche fresca, pan recién horneado, tajadas fritas, jugos de frutas coloridas que les llenaban el cuerpo de luminosidad y fuerza. Luego nadaban la mañana entera, sintiendo la tibieza del agua, los destellos de la espuma. Comían pescados de sabores intensos y salsas inolvidables […]. Cenaban delicadas carnes; postres de sabores que se expandían en los labios como estrellas o dulces erizos. Antes de volver a desnudarse, Wari cantaba con su cítara preciosas canciones en romañol, en galaicoportugués y en occitano, por lo que Najamutu solo adivinaba su belleza (pp. 48-49).
Las superposiciones, desde luego, propician amalgamas tonalmente caóticas reforzadas por la confluencia de referentes antiguos, modernos, europeos, americanos, religiosos, literarios o propios de los medios de comunicación de masas. Allí las tácticas carnavalescas de varias novelas precedentes de Méndez Guédez vuelven a salir a flote permitiéndole reunir, para añadir otro ejemplo, la vulgaridad de un cantante pop con la sofisticada erudición propia de la filología:
En la Representación de los pastores, texto teatral fechado en el siglo XIII, y que se supone posterior al Auto de los Reyes Magos, puede leerse el siguiente fragmento, atribuido al Abad Xosé Luis Rodríguez: tanto te quería, que llegué a olvidar el fantasma de la guerra, pero una mañana, no pude elegir entre una bandera y mi amor por vos. A modo de curiosidad, un texto similar aparece en el Bestiario de Aberdeen (siglo XII), en la sección dedicada al Puma, y también en el Bestiario de don Juan de Austria (siglo XVI) (p. 29).
La abigarrada productividad de menciones, citas o alusiones anula toda cómoda instrumentalización del texto que dependa de la credibilidad de sus personajes, situaciones o escenarios. El efecto se consolida con las incesantes yuxtaposiciones de géneros que dan una sensación transtemporal, enlazando —y abrevio— el enxiemplo a la don Juan Manuel (pp. 51-54) con el cuento de hadas (pp. 54-57), el romance (p. 96) o la tragedia clásica —un «coro» empieza a intervenir en la p. 49 y nos escolta un largo trecho, en el cual entrevemos que el destino de Najamutu no será feliz—.
Ahora bien, no hay muestras más radicales de pastiche que las observables en el plano enunciativo. ¿Quién narra esta historia y a quién, dónde, cuándo? Imposible aseverarlo tajantemente. El narrador representado se metamorfosea una y otra vez, y de Merlina, la maga lectora del tabaco, pasa a ser Xoan, el alquimista, y, después, una entidad más abstracta: un «yo» que parece identificarse con Najamutu (p. 99) y luego un yo/tú que despoja de máscaras al hablante:
yo
El vacío y la escritura.
Cada letra sobre el papel de maíz guarda otras letras que tampoco puedes leer (p. 107).
Esa revelación concurre con la descripción de un «retablo» de títeres —«el viejo truco», murmura Wari— en la que, no por casualidad, Najamutu comienza a sonar como don Quijote:
Los muy pillos hacían correr la voz de que las personas ignorantes y malvadas no serían capaces de ver los títeres mágicos con los que ellos paseaban por el mundo. Nadie se atrevía a comentar que sobre el teatrino no aparecía ninguna figura y luego todos entregaban sus monedas […]. Alcé mi espada; volé el teatrino y ordené a los malandrines que abandonasen el lugar. Salieron espantados; en pocos segundos se montaron en una carreta y escaparon (p. 108).
Hacia el final Sìdhe le advierte a Najamutu que no podrá escapar de ella ni del odio, que es un «río de fuego inagotable, río que no logra saciar nunca su propia sed; porque el río está en el río y no puede beberse a sí mismo» (p. 117). El héroe derrotado, con nostalgia de Wari, construirá títeres, lo que deja en claro la índole abismal —el «vacío»— de la puesta en escena: el Roman se transforma en ese imposible río que se bebe a sí mismo. La fabulación regresa a la nada verbal de donde salió, al purísimo entusiasmo por las posibilidades del lenguaje. En ese sentido, el de consumo simultáneo de muchos sistemas de signos —niveles y variedades del habla, formas, estilos, géneros, subgéneros, perspectivas narrativas—, Méndez Guédez audazmente retoma la tradición de la «novela total», pero lo hace sin las rémoras de la monumentalidad y sin pretender el inventario exhaustivo de la realidad (americana o no).
A despecho de sus elementos trágicos, acabada la lectura, más de un lector tendrá la impresión de haber presenciado la búsqueda de una condición genesíaca o de que se ha reconquistado la candidez original del arte de contar. ¿Cómo se explica que algo semejante suceda hoy en día? No creo que sea difícil considerando un dato esencial: nos las habemos con un narrador venezolano que en numerosas oportunidades ha abordado los efectos del deterioro de su país en la psique de sus personajes. En esa circunstancia intertextual específica, el Roman de la isla Bararida adquiere un perfil contestatario. A los discursos únicos opone uno multiforme, siempre liminar —tanto o más que Bararida, isla que «no dejaba de moverse; […] se alejaba, se aproximaba, se lanzaba hacia la izquierda, luego hacia la derecha» (p. 87)—; la movilidad, el pluralismo, puede estar expresando el anhelo de una renovación o de un estado de cosas donde la diversidad y el cambio sean posibles. Uno de los últimos párrafos del Roman lo traduce en clave mítica: «Cuando llegue la diosa, y la Reina María Lionza habite en estas tierras, podremos reconocer ese nuevo tiempo pues otra vez los amantes de Bararida dormirán juntos y desnudos en su abrazo» (p. 133).
No es la primera vez que ello acontece en la literatura venezolana contemporánea. Otro ejemplo memorable lo constituye Todas las lunas (2011) de Gisela Kozak, novela en la que también se constataba cómo una escritora que había retratado con crudeza el día a día nacional transitaba a una estilizada narración de aventuras semifantásticas cuyos personajes se instalan en una utopía y una ucronía regidas por el arte, el Eros y el ludismo. El ansia de hacer tabula rasa, de volver a comenzar, está por detrás de esa empresa y la de Méndez Guédez: el objetivo implícito en ambas es recuperar la inocencia —y, con ella, la esperanza— luego del apocalipsis que ha sido la historia reciente del país.
Referencias
1 Juan Carlos Méndez Guédez, Roman de la isla Bararida, Cádiz: Firmamento, 2024.
2 Arturo Uslar Pietri, Obras selectas, Madrid-Caracas: Edime, 1956, p. 1071.
3 Fredric Jameson, Postmodernism, or, The Cultural Logic of Late Capitalism, Durham: Duke University Press, 1997, p. 17.
4 Linda Hutcheon, A Theory of Parody: The Teachings of Twentieth-Century Art Forms, Urbana and Chicago: University of Illinois Press, 2000, p. 38.
5 Sanna Nyqvist, Double-Edged Imitation: Theories and Practices of Pastiche in Literature, doctoral dissertation, University of Helsinki, 2010, p. 135.
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