Por RAFAEL CADENAS
El texto que voy a leer fue anunciado como conferencia magistral, lo que me parece excesivo. A decir verdad, yo no sé qué es eso y no poseo dotes de conferencista. Tampoco he dado nunca una clase magistral. Además, fui muy amigo de Arnaldo como para inferirle una conferencia como la que promete semejante denominación. Ni se presta para ese tipo de disertaciones quien siempre fue bastante rebelde. No por acaso preparaba —me han dicho sus amigos de Barquisimeto— una charla sobre Albert Camus.
En estos meses se le han hecho varios homenajes que contrastan con el poco reconocimiento que tuvo en vida: una que otra nota periodística, un premio de la revista Poesía —proeza editorial que honra a Valencia— y un libro indispensable de Julio Miranda sobre él. Pero es que también las personas como Arnaldo son poco dadas a recibir homenajes. El mejor ahora es recoger su obra y publicarla. Ya está en marcha, creo, una antología a cargo de Igor Barreto.
Lo más que puedo intentar hoy es, pues, recordarlo ante ustedes, con ustedes, consciente de que la realidad es insustituible —la literatura solo es una segunda instancia—, y por más que me afane, mis palabras provisionales y fraternas no podrán reemplazar su presencia “discretamente deslumbrante”, al decir de alguien, no sé ya quien.
Procuré también que sea sobre todo el propio Arnaldo quien hable a través de sus textos. Permítanme que lo llame así, por su nombre y no por sus apellidos.
Ante todo, algunos datos sobre su vida.
Arnaldo nació en Camaguán, pueblo del llano. Se graduó de maestro rural en El Mácaro, escuela que ignoro si sobrevive, pero creo que ejerció muy poco esa profesión. Quizá era demasiado inquieto para dedicarse a ella. En el período de la dictadura —a la que combate frontalmente, sin capucha ni amparo de universidades— es detenido. Pasa un tiempo en la Cárcel Modelo; allí conoce a Darío Lancini, gran jugador de lenguaje, palindromista, a quien llama, en una entrevista que le hice para la revista Imagen, su “hermano siamés”. De la Modelo es trasladado al campo de concentración de Guasina y más tarde exilado a Panamá; de allí va a México donde residirá unos dos años hasta la caída de la dictadura en 1958, cuando regresa a Venezuela. Tanto él como Darío trabajan entonces como fiscales de mercado, Arnaldo en Coche y Darío en Guaicaipuro. Podemos imaginar estos dos halcones en las madrugadas caraqueñas a la caza de los pájaros que hacían trampas. Después trabajaría en la UCV. Era la época de “Tabla Redonda”, el grupo que formamos, además de ellos dos, Jesús Sanoja, Manuel Caballero, Jesús Guédez, José Fernández Doris, Ligia Olivieri y Sanuel Villegas. Nos acompañaban también otros amigos como Héctor Silva, su hermano Ludovico, Jacobo Borges y Jesús Alberto León. Entonces Caracas era una fiesta; pero no duró mucho. Volvió la represión. Arnaldo es encarcelado de nuevo. Al recobrar la libertad se radica en Cumaná donde pasó varios años. Se ocupa de la revista de la Universidad de Oriente; monta una boutique. Después vivirá en Mérida. Allí trabaja en la ULA. Pone un restaurante con su compañera Laura Cracco al que por supuesto le da, apropiándoselo, un nombre poético: “La Montaña mágica”. En este período se hizo muy amigo de la poeta y traductora Rowena Hill. A todo lo largo, escribe y viaja. Va a Polonia, recorre más tarde varios países europeos y tiempo después visita Grecia. Los últimos años los pasa en Barquisimeto. Poco antes de morir había entrado en contacto con un grupo de artesanos que tenía el proyecto de fundar una comunidad en un campo cerca de la ciudad. Con ellos realizó una toma de tierra. Había escogido su parcela, y muere en ese momento. Fue su última aventura.
Arnaldo hubiera podido hacer suyos estos versos de Czeslaw Milosz, citados por Octavio Paz:
Infeliz bajo la tiranía,
Infeliz bajo la república:
en una suspiraba por la libertad,
en otra por el fin de la corrupción.
¿Cómo era Arnaldo? Recordaré algunos de sus rasgos.
Manuel Caballero, escritor cedido en préstamo a la historia, ha señalado, entre otros, su entusiasmo: “Se apasionaba por todo: por su último libro (leído o escrito, para él era lo mismo), por una novedad política, literaria, ética, gastronómica o erótica. Como se entusiasmó en los en los sesenta, primero con nuestro grupo y revista Tabla Redonda, luego con las fracasadas aventuras revolucionarias” (El Universal, 14-4-96). Es cierto, pero su entusiasmo tenía un fondo melancólico. Como acaso es mejor, pues si no se trataría de un entusiasmo superficial y no entrañable. No habría un dios adentro, que eso quiere decir la palabra entusiasmo.
Algo que me impresionaba era su gusto por los objetos, tal vez porque yo no lo tengo en ese grado. El se emocionaba ante un cacharro, un frasco, una piedra, un mantel, una talla, lo que fuera, siempre que le viese belleza o algún valor, siempre que fuese de noble hechura.
También había en él mucha capacidad no aprendida de observación de la naturaleza, como lo revelan sus poemas.
Pero no se quedaba ahí: tenía un enorme interés en la gente. Cuántas veces me llamó para hablarme de alguna persona que había conocido y que despertaba su admiración. Porque esta era otra de sus notas: admiraba generosamente. Esto se trasluce en su libro autobiográfico La confusión del Rey Esmeralda, tan poblado por sus amigos.
En Arnaldo prevalecían las sensaciones, como se puede observar en todo lo que escribió. Su poesía y su prosa están llenas de imágenes. A cada paso de su escritura centellean sorprendiéndonos. Eran su forma privilegiada de expresarse. Hasta cuando le daba por filosofar lo hacía a fuerza de imágenes. Una anécdota que cuenta en el mismo artículo Manuel Caballero es muy reveladora. “Me escandalicé —dice, refiriéndose al trabajo de Arnaldo como fiscal de mercados libres— porque se tratase así a un gran escritor, maestro de profesión y una víctima de la tiranía. José Vicente Abreu me dijo: Tranquilo: nada puede gustarle más al poeta que estar en medio de esa explosión de colores, olores y sabores que es un mercado”.
“Durante un viaje entre Mérida y Barquisimeto, en verano —cuenta en la entrevista ya mencionada que le hice— recibí tal cantidad de imágenes que llegué aturdido y con todo el cuerpo dilatado. Supongo que mis pupilas se dilataban en extremo y absorbían con rapidez el mundo, lo hacían entrar, porque luego salieron como un río, pero antes pasaron por ese alambique que es uno”.
A propósito de la sensorialidad de Arnaldo he pensado en John Keats. En una de sus cartas, el poeta inglés exclama: “¡Cuánto mejor una vida de sensaciones que de pensamientos!” (Lord Houghton, Vida y cartas de John Keats, Ediciones Imán, pp. 66-67). Exalta a aquellos que “se deleitan en la sensación, antes que a los que sienten… hambre de verdad” (p. 67) como su amigo Bailey, a quien va dirigida la carta actualísima de Keats, pues hoy se valora como nunca antes la sensación, lo que es fácilmente explicable si se observa cierta corriente muy válida de este tiempo: la sensación es vía de escape del pasado y del futuro; nos sitúa en el ahora. “Por mi parte —dice Keats— apenas recuerdo haber contado jamás sobre alguna felicidad. No la espero nunca, como no sea en el momento presente. Nada me sorprende fuera de lo momentáneo. El sol que se pone me hará siempre bien, y si un gorrión se asoma a mi ventana, tomo parte en su existencia y picoteo en las arenillas”. (p. 68). También para Pessoa la sensación es esencial. “Leave your mind and come to your senses” solía repetir Fritz Perls, creador de la Terapia Gestalt. Deja tu mente y vuelve a tus sentidos, o quédate en tus sentidos, podría ser la traducción de este mandato curativo. Por su parte K.G. Durckheim afirma que más cerca de lo divino están las sensaciones que los pensamientos. Lástima que Descartes no dijera: Siento, luego existo. Tal vez seríamos animales menos cerebrales. Tal vez tendríamos menos temor a sentir. Tal vez no hubiéramos creado un mundo tan mental y al mismo tiempo tan poco pensante, tan colectivo, tan demencial. Pero estas son lucubraciones de alguien que aspira a sentir más, a ser sobre todo un sentidor. No sé si Arnaldo pensó en estos términos; en todo caso nunca hablamos sobre el tema, pero sí sé que su sensibilidad era cosa natural.
Tras su suavidad había también violencia, que se fue atemperando con los años y a medida que se desinteresaba de la política activa. Después de su estada en el Partido Comunista sus simpatías se dirigieron hacia el socialismo. De ahí su gran proximidad a Teodoro Petkoff, mucho antes de su reciente boga como ministro.
Su poesía también se distanció de la tendencia social de su primer libro, publicado en México, El canto elemental, al que apreciaba poco, aunque creo que tiene poemas no desdeñables. En la entrevista que he venido citando, dice Arnaldo: “Entonces yo pasaba todo el día con Miguel Hernández y es su eco el que oyes; esto ya fue señalado por Calzadilla”. La impronta del poeta español se siente solo en los poemas de corte tradicional, no en aquellos de verso libre, que siempre he apreciado; sobre todo el que da título al libro. Voy a leerles algunos pasajes de este poema:
Hoy he amado a grandes voces
todo lo que tenía:
el río,
la calle,
el aire,
mi estatura de once años
que metió tantas veces
el frío
por los ojos de los pájaros,
las cuatro esquinas de la voz
sobre las avenidas y las plazas,
la fruta vigilada
día a día,
el tiempo de su azúcar
y todo su sabor
calculado
hasta la hora del mordisco
y el placer egoísta.
He visto de nuevo
el ave
y su pequeño corazón violeta
traspasado
por mi honda, las piedras recogidas
para el crimen pequeño,
una a una contadas,
parecidas…
Un día llegó mi padre
con un libro en las manos,
y desde su sonrisa
desgranó el alfabeto.
Yo sabía que mi padre
andaba calle y calle,
casa y casa,
y regresaba lento
como un manso animal
o como un lago.
Yo amaba su sombrero,
su bastón,
su ropa siempre tibia,
Sudada,
con bolsillos inmensos
siempre, siempre
vacíos.
Y otro día mi madre
quitó de mis rodillas y mis uñas
y de las uñas y rodillas de mi hermano
la tierra de los juegos,
y me dejó en la escuela.
…..
V
He recordado hoy a grandes voces
mi casa,
mi casa y sus ladrillos,
el techo
de donde me asustaban
los murciélagos.
He recordado hoy
los patios,
los patios y su arena,
la arena
y sus pequeños
lagartos azulados.
…..
He recordado hoy
mi casa y mi portón,
por él salimos y dejamos,
dejamos la soledad cerrada.
Adiós.
¿Había un perro?
Sí,
había un perro…
le vi los ojos.
Adiós.
VI
Un día nos fuimos
y viajamos:
de sur a norte fuimos
…..
A grandes voces amo,
ahora y antes
y después,
amo.
El poema es más largo. Solo he querido ofrecerles una muestra muy breve donde ya el poeta asoma la cara. Estos fragmentos permiten también apreciar el salto hacia su poesía venidera. Arnaldo confiesa, no recuerdo dónde, que fue Jesús Sanoja quien le reveló todo su mundo poético. También yo tengo con este amigo una deuda parecida.
A El canto elemental siguió, años después, Hechos. Un lector poco avisado de este libro podría pensar que su autor era un perdonavidas. Dice que “se preparaba para una guerra”, que salía “vestido de guerrero”, que deseaba pelear, que endurecía su alma. Oigamos otros versos: “Me levanto a matar. Mis víctimas lloran… Les rallo los ojos… Manejo el hacha… La sangre florece en los muros”. Es como para asustar al lector. Incluso los poemas eróticos son violentos.
En el libro siguiente, Fuera del paraíso, subsiste, pero mucho más modulada, más de paso, más como en retirada, esa violencia.
Voy a leerles uno de los mejores poemas de este libro: “Discurso a media noche”.
He aprendido a rezar
sobre mi máquina de escribir/
a decir nombres
y tomar un chorrito de agua helada
cuando el reloj no es ni rojo ni azul
sino reloj
al lado de una tarjeta de control
mis huellas pulgares de tonto a sueldo/
vivo en los ascensores
donde respiro la señorita limpia
besada por mamá
y anemia de una herencia blanca
traslúcida
…..
¡ya está!
la madera del patio
me ha salvado mi sacapuntas
la regla de cuarto grado
la tabla de multiplicar/
mi maestro es un viejo enigma
de cuyo sueldo muere su familia/
por fin llegaste, amiga,
a tu costumbre/ me siento bien
dueño de mis faltas/tengo cinco días triste/
me sacan de una totalidad/
se han empeñado en asignarme amo
al que he de matar por repulsivo/
estrangulado con un triángulo en la nuca/
el horóscopo anuncia ganancias que no veo jamás/
fumo de madrugada/
sobre la tabla de mi cuarto patalea el amor/
conejo epiléptico al que ahogo en sábanas/
voy a la pared a matar zancudos/
doy brincos de loco/
Siguen otros libros: El alud y En vez de una balada. El primero es de poemas en prosa y el segundo posee la singularidad, muy rara en nuestra poesía, de alternar poemas y textos en prosa.
En su libro sobre Arnaldo, Las aventuras imaginarias, dice Julio Miranda: “En vez de una balada propondría una paradoja solo aparente: Acosta Bello ‘narra’ mejor en sus poemas —sean en verso, en prosa o combinen ambos— que en sus relatos. E, incluso, lo más narrativamente eficaz de estos relatos son los fragmentos líricos, venidos directamente del resto de la obra poética de nuestro autor, y ciertas atmósferas también asimilables a su poesía”. Es que estamos al frente de un poeta narrador. Así, La confusión del Rey Esmeralda pertenece de manera natural a la poesía. Es una caja de sorpresas llena de verdades y ficciones, hechos reales y hechos urdidos por la fantasía, cartas auténticas y cartas apócrifas, juegos con su identidad, poemas hallados en excavaciones que no eran tales —los había extraído de su propia tierra—, pero no sé si Julio Miranda conocía este libro.
Es probable que a Arnaldo lo fuera llevando al libro de memorias, a la novela, pues escribió una, la limitación de la poesía. Ella es reticente, exige, interpela, no permite tanto como la novela, más que género, continente donde todo cabe, hasta la poesía. Pero lo que esta pierde en amplitud lo gana en hondura, en trémula hondura.
Después de Los mapas del gran círculo aparece el Rey, ese personaje que quiere reemplazarlo. ¿Por qué esa insistencia de Arnaldo en semejante arquetipo? No hay en esta reiteración ninguna vanidad. Yo creo que todo hombre es un rey porque es —no hay rango mayor que el hecho de ser— y también es un mendigo. Como ser ostenta una realeza superior a la de cualquier monarca, como yo o ego la traiciona pero esa traición ha hecho la historia y tal vez sea inevitable. Oigamos a Arnaldo: “Contrariamente a lo que se piensa, los reyes son seres insignificantes”. (La confusión… del Rey Esmeralda p.11). Este es un rey demófilo, que debe ganarse la vida “como si esta no llegara facturada desde el principio, totalmente pagada”, (p.12) y que no sabe dónde está. Dice Arnaldo: “Debo ir al trabajo, pagar como ciudadano mi contribución al achantamiento de la vida… (p.54) quiero el último asiento de ese carro que se estrella en oficinas, en fábricas. Mi sitio son esos montes…”.
El poeta se encaminaba hacia su Sereno Rey, libro distinto, de poemas breves, susteros, sosegados. Aquí, dice Julio Miranda, “ha evacuado del poema la mayoría de las contradicciones —y el choque de discursos, lenguajes etc.— quedándose con el amor como vivencia casi mística.”
La Historia de un soldado de la guerra de Troya hace contraste con Hechos, ya veremos por qué.
De paso: tal vez sea el único libro trilingüe de poesía publicado en Venezuela (en Barquisimeto, para ser preciso): está en español, inglés y alemán.
Ya que debo hablar de él, voy a suspender la cura de silencio que, siguiendo la sugerencia de Salvador Pániker, le prometí a la palabra amor. Es que se habla tanto de él, como si supiéramos lo que significa.
En ese libro el héroe deja de serlo. Abandona las armas. Se vuelve amante. Opta por la locura amorosa en vez de la bélica, cuerda elección, también riesgosa. La clave del libro es este verso inusitado que el poeta pone en boca del soldado, del que para los cánones de un mundo cruento es un antihéroe: “Homero está loco”. Al menos en la Ilíada, porque la Odisea está dominada sobradamente por la otra locura.
Aquiles abandona la Ilíada y, harto de combates, se refugia en Barquisimeto, en el pequeño apartamento donde lo acogen Arnaldo y sus hijos. Eros derrota a Ares también en el alma del poeta. El libro tiene la aridez y el verdor de ese lugar, luz de yermo y sombra de vegetación. Le falta la mesurada exuberancia de sus otros libros. Está despojado de metáforas, posee poca adjetivación e imágenes que se parecen a la tierra de Lara. Por momentos soy un gustador de versos más que de poemas. He entresacado algunos de este libro.
“Mi nave está hecha para el amor”, afirma el exhéroe. “Tus aretes de oro pulido/se han enganchado en mi pecho”, le dice a Briseida. “Esta materia enamorada/ cavara en su alma la gruta/ de una diosa digna de ti”.
Oigamos algunos más:
“esta irrespirable flor del combate me aqueja”
“se llena de gritos mi alma como el mercado” (El mercado aparece mucho en sus poemas)
“que no alcen el vuelo esas carniceras ideas”
“salvando con un beso desesperado el amor”
“adios Héctor adiós Patroclo
Quiero escapar de la historia
Me orillo al amor.
¿No les recuerda el segundo verso aquello que decía un personaje de Joyce: La historia es una pesadilla de la cual estoy tratando de despertar? (este verso me encanta).
La falta de amor se llama locura, decía en una charla, si no recuerdo mal, Rafael López Pedraza; y quizá tenga razón Sam Keen cuando asienta estas palabras estremecedoras: la historia nos ha conducido a un punto de claridad y elección: amar o morir. Pero como soy un pesimista inveterado, creo, por los signos que observo —ojalá yerre— que a los seres humanos nos resulta difícil elegir bien.
Me interesa mucho tener este libro tan sustantivo, gobernado por una feliz idea poética, necesaria además en esta época en que Eros se encuentra lisiado, lo cual propicia la violencia que nos rodea y está también en nosotros.
El poeta que admiró en un tiempo a los héroes, ahora les da la espalda. ¿No fue Arnaldo, al igual que su personaje, alguien que dejo la guerra por su guerra? En él como en otros hombres de izquierda, ocurrió una interiorización. Esta levadura dio el pan que conocemos. Es posible que su efecto continúe en estos hombres y no sabemos qué trasmutaciones acarreará.
Mary Ferguson avizora una izquierda espiritual. He vacilado en emplear esta palabra, pues ha servido, sobre todo últimamente, de manto para cubrir toda clase de baratijas pseudomísticas como esas “metafísicas” que no lo son ni en el sentido occidental ni en el que esta palabra tiene en Oriente; o las burdas literalizaciones sobre los ángeles, tan de moda; o los cursos de milagros, como si ya la existencia no fuera el mayor de todos, y el más olvidado, especialmente por los que creen y se interesan en milagros. Cuando uso la palabra espiritual aludo a la tierra, a los sentidos, a la vida, al ahora, al cuerpo. La otredad es aquí.
De Adiós al Rey —de nuevo el Rey— no voy a hablar porque me he extendido demasiado para mis medidas, pero no puedo abstenerme de citar algunos de sus versos.
“Algo dice que el poema
es explicación, hay que limpiarlo para que la carne
de ese accidente viva sin pena en esta tierra
y en aquel cielo del cual lo único que sabemos
es que sangra como una matriz, y día y noche
cae sobre nosotros la vergüenza sin importarnos
mucho, solo que a veces cuando nos detenemos
en una sílaba, en un acento, notamos que algo
ha sido mal hecho y debemos romper las pruebas
comenzar de nuevo hasta anular la conciencia
para que el cansancio y la gloria respiren abrazadas
en el mismo lecho.
un pequeño error puede aproximarnos a Dios
más que una deslumbrante verdad”
(Un pequeño error)
la historia es una gota que encierra sangre,
no verdad, esta se escurre, penetra por la vida
hasta el paraíso donde expande su fuerza,
pero este paraíso casi siempre es una mujer
y esa mujer nunca deja de ser la cabeza de Dios.
(Nemosine)
¿Dónde se ha metido la vida?
(Como si no existiera)
Este verso, que es un clamor en el desierto moderno, parece también un reto para el lector.
Su último libro, aún sin publicarse, tiene un título que le envidio: Santa Palabra.
Si hubiera sabido que existía, le habría pedido que me lo regalara. Aunque seguramente no hubiera sabido qué hacer con él después.
El título apunta a lo sagrado de la palabra y al mismo tiempo significa punto final. De Santa palabra voy a leerles algunos poemas más tarde.
Freddy Castillo, otro de sus grandes amigos, me informa que Arnaldo dejó inédito El hombre de Arena —no sabemos si se trata de poema o libro— y que El próximo mundo, libro esperado por sus lectores, fue el nombre que tenía originalmente Adiós al Rey.
En Arnaldo hay, respecto a la poesía, una alta exigencia: “El poeta como intermediario de los dioses —dice, holderlinianamente—, derrama sobre el pueblo sus frutos, revelaciones del espíritu. Paga con su vida al consagrarse como eficiente de esa diosa, firma su propia sentencia de muerte. Morir como poeta”.
Sacrificio consciente, conocimiento de los límites necesarios para el viaje y el regreso; buscar la comprensión de lo humano a través de lo divino, y de lo divino a través de lo humano, hablar por el espíritu al dirigirse a los hombres…
Poeta es anarquista, quiere unirse con Dios sin quitar la vista de los hombres. Cosmovisión, amando y comprendiendo la vida común, las cosas comunes. El lenguaje, uno de esos bienes comunes, es de todos, pero el lenguaje del poeta (tú das belleza a las palabras, le dice Alcino a Ulises), el de los dioses, para ser de todos, necesita del sacrificio: únicamente la poesía con sangre vive y por consiguiente puede ser sacrificada. La poesía exangüe, más abundante, no abona la vida, si acaso crea momento de confusión por sus afeites, no resiste dos miradas, no soporta ser contemplada cara a cara.
El arte al ser sentido por las multitudes pone de manifiesto que cada persona es parte importante de la creación y también que el artista, desde un orden superior, crea para enseñar un lugar verdadero”. (La confusión del Rey Esmeralda, p.141).
Este texto sitúa a Arnaldo dentro de la corriente del gran romanticismo.
“Morir como poeta”, había dicho. Así murió, celebrando el pedazo de tierra que por fin poseía. Antes había escrito: “Este valle preñado de voces antiguas dirá la última palabra; la lengua dormida y pesada no puede moverse, hacerse sonora”
Tres días antes de que eso ocurriera lo encontramos, Milena y yo en lo suyo: visitando un abasto chino en busca de esos productos inusuales y exquisitos que él perseguía, pues siempre tuvo, en medio de su elegante pobreza, un lado sibarita, aunque discreto. Todo lo saboreaba finamente con morosidad y amorosidad juntas, algo que parece muy sencillo, pero ¿cuántas personas lo hacen en realidad?
Arnaldo fue maestro, héroe, preso, exilado, padre, oficinista, cocinero, transgresor, trikster, narrador, pero siempre, tras cada uno de esos papeles, poeta.
Solo me resta expresarles —confesarles— un pesar. Nunca le dije nada de esto a Arnaldo. Solemos ser muy parcos. Tal vez nos parece suficiente saber que nos queremos, pero seguramente eso no basta.
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