Por JOSÉ NAPOLEÓN OROPEZA
Para Aymara Montejo, con inmenso afecto.
I
Entre los muchos galardones y homenajes recibidos por el poeta Eugenio Montejo (Caracas, 1938-Valencia, Venezuela, 2008) a lo largo de su intenso periplo hacia la consagración como uno de los poetas fundamentales de nuestra lengua, el acto de entrega y recepción del VII Premio Internacional de Poesía y Ensayo Octavio Paz, celebrado en la ciudad de México el 02 de agosto de 2005, estuvo revestido de un carácter de grandeza y luminosidad. En dicho evento, el poeta pronunció un vibrante y extraordinario discurso que, hoy en día, cuando, dieciocho años después del mencionado acto, releemos tal pieza oratoria, reconocemos en ella, una vez más, la descollante maestría de un tejido verbal donde coinciden, en un mismo pozo, las aguas de la poesía y el deslumbrante talante exegético que reviste a los ensayos escritos por nuestro gran poeta.
En primer lugar, al inicio de la pieza oratoria, Montejo trazó un luminoso recuento de su vida familiar, en la cual la figura de su padre y de la cuadra, en la que cumplía sus afanes de consumado panadero, quedarían transmutadas en el alma del niño, bajo la impronta de las manos de un mágico y hacedor de panes que, amasando la harina entre virutas esparcidas en el aire, parecía convertir en peces esos panes y el espacio en el cual transcurría tal faena en el Taller Blanco. Paralelamente a fijar hechos e imágenes de su temprana infancia, sirviéndose de un acerado verbo en la creación de atmósferas, como si estuviese abriendo un álbum de fotografías, el poeta evoca y reinventa, asimismo, en su discurso, los eventos fundamentales durante su tránsito vital en los años transcurridos entre los valles altos de los estados Aragua y Carabobo, así, como un recuento del tránsito realizado en pos de consolidar y afianzar las diversas sendas trazadas, hasta alcanzar los primeros hallazgos en el ejercicio de la poesía desde muy joven, que, finalmente, anudaría en Élegos, su primera obra poética.
El poeta que, en ese histórico momento de recibir el Premio de Ensayo Octavio Paz, ya había consolidado los lineamientos fundamentales de su universo poético y ensayístico. Sin embargo, mientras pronunciaba su discurso, parecía abrir caminos y ventanas en un intento de asir, de nuevo, para el disfrute de los oyentes de aquella pieza magistral, las nociones de intuición y conceptos que,en todo momento, a cada instante, supuso, desde muy temprana edad, sumergirse en el lenguaje del arte y de la poesía, como cruce y encrucijada de formas y de espejos que, continuamente, se transfiguraban, se metamorfoseaban, o fundían ante los ojos y el alma del joven poeta, como, igualmente, ocurrió mientras pronunciaba la referida pieza oratoria .
Quizá, allí, en el espacio de la panadería, se fueron grabando en el alma del futuro poeta las primeras imágenes de cómo lo real se transformaba en otra cosa mediante el cruce o alternancia de manos aire harina fuego pez. Mientras eso ocurría, el niño que fue seguía los movimientos de su padre amasando harina, hasta dar forma al pan, en aquel Taller Blanco, que, a sus ojos inocentes, soñadores, devendría en paraíso, en el lugar donde un pan devenía a sus ojos como algún pez dormido:
“Aquellos fueron, sin embargo, los primeros pasos, pues, andando el tiempo debí percatarme de que la escritura más afín al taller blanco se reducía a una práctica tal vez cercana a la jeroglífica, ya que como todas las de su índole debía valerse siempre de la representación de un determinado signo y lo reiteraba con devoción casi sagrada: el pan, antes y después del horneo, en aquel tiempo y en éste, conserva la misma forma de un pez dormido…”.
Tras enhebrar la memoria del niño que fue con la imagen de su padre, el poeta, en esa disertación de lectura imprescindible para toda persona interesada en atisbar y conocer las distintas rutas emprendidas en función de su formación como poeta, Montejo relata, enseguida, otros instantes, igualmente memorables y fundamentales para su formación literaria, como lo fueron los momentos de acercamientos a la obra poética de los poetas que, como Vicente Gerbasi o Juan Sánchez Peláez, habían creado en sus obras poéticas, valiosas y únicas en la historia de nuestra poesía, un alfabeto único. Un alfabeto “del mundo”, que el poeta en formación, a sus veinte años de edad, igualmente, se propuso inventar.
Entonces, se produciría el encuentro con otros lenguajes del arte, como la pintura y al lenguaje de la filosofía, sobre todo de la filosofía presocrática (pronto Heráclito de Éfeso y Parménides de Elea serían los paradigmas, como más tarde, ha de serlo Leibniz) quienes, a través de sus imágenes destellantes del río, las piedras, las ventanas, los árboles, las nubes, la araña, irían creando, generando, en el alma de Eugenio Montejo, las letras e imágenes primigenias de un alfabeto propio. A través de la estructura del poema, intuiría y daría forma a los conceptos de la permanencia y del eterno retorno tan álgidos en el alma de los filósofos presocráticos, tópicos esenciales que nuestro poeta aprehendería, deshilvanando de sus espejos, la hermosa aventura de la especulación.
Así, reinventaría, a partir de las metáforas presentes en Élegos, ese universo tan mágico y maravilloso en la constante especulación de su tema recurrente y único: el tiempo y sus diversos rostros. Ahondaría en ese pozo, a lo largo de toda su existencia: gran parte de su portentoso discurso poético se fundamenta y se reinventa en torno al gran tema del tiempo. De su naturaleza como espejo y río.
Mientras leo y releo el discurso al que hemos estado refiriendo, evoco otros momentos vividos con nuestro amigo el poeta Eugenio Montejo. Nuestros intensos diálogos sobre los temas e intuiciones de las imágenes y conceptos de la filosofía presocrática, de Platón y de Leibniz. Pero, igualmente, en torno a la problemática sobre el ser y el tiempo planteada por Jean Paul Sartre, en sus disquisiciones filosóficas y sobre la literatura toda de Samuel Beckett. Como un mar devuelto, mientras leo y releo, vienen a colación imágenes de los instantes compartidos; numerosas tertulias, fogosas, incansables, con nuestro amado y respetado poeta en distintos tiempos y escenarios. En el cafetín del Hotel Panal, de nuestra Valencia, donde vivió muchos años; en los espacios de la Facultades de Derecho y de Ciencias de la Educación; en el auditórium del Kings College de la Universidad de Londres, así como en los muy hermosos y bucólicos jardines de Richmond Park, donde sostuvimos largos e intensos diálogos con Eugenio Montejo, nuestro amigo el poeta, a quien siempre, aun desde aquellos años de mi mocedad, percibí, y he reconocido siempre, como uno de los poetas fundamentales de nuestra lengua.
Esa intuición o convencimiento pleno de la figura de Eugenio Montejo, como un gran poeta latinoamericano, la he mantenido desde el comienzo de los años ochenta, cuando comenzó a tomar otra forma, otro derrotero, nuestra investigación sobre la historia de los hallazgos formales de la poesía venezolana, cuando escribí el primer libro de mi saga El habla secreta. Con el objeto de adelantar la investigación sobre el tema, seleccioné la obra de treinta y cinco poetas en los cuales consideraba que comenzaba la historia de nuestra gran poesía. Allí, en ese primer tomo, estaría incluido el nombre y la obra de este poeta fundamental en la historia de nuestra poesía con un ensayo titulado La imagen del eterno retorno en la poesía de Eugenio Montejo.
Ahora, más de treinta años después, vuelvo a sumergirme en el mismo y cambiante río sobre un discurso que, sobre el tema del eterno retorno y la constante transfiguración de los elementos, cosas y paisajes de la naturaleza en agua, en fuego en aire, vuelvo al espacio de la terredad de un universo mágico, luminoso, de una piedra alada: la enigmática y mágica poesía de Eugenio Montejo. Se abrió de nuevo una cortina, una ventana que nos llevará a nuevas intuiciones al recorrer, de nuevo, toda su obra literaria, gracias a la feliz decisión la EditorialPre-Textos, que preside Manuel Borrás, en Barcelona, España, de publicar toda su obra. De reunirla en dos tomos dedicados a su Poesía, el primero, y a los Ensayos y Genéricos afines, el segundo tomo y que, ahora, sostengo entre mis manos y que he estado leyendo y releyendo durante los últimos días.
La hermosa edición, publicada en Barcelona, España, en el año 2021, realizada en tapa dura, con una cubierta acompañada de sendas fotografías del poeta, efectuadas por el reconocido maestro Vasco Szinetar, estuvo al cuidado de un equipo conformado por los reconocidos escritores, poetas y ensayistas Antonio López Ortega, Miguel Gomes y Graciela Yáñez Vicentini. Los dos primeros escritores tendrían, además, a su cargo la presentación de la obra a través de un intenso y enjundioso ensayo de introducción sobre la estructura y forma del lenguaje de este magnánimo poeta. En este hermoso y enjundioso prólogo, se analiza, de manera profunda y clara, todo el andamiaje formal y estilístico del autor, así como los de sus principales heterónimos y las correspondencias con el lenguaje de otros poetas que, como Fernando Pessoa, se erigen en compañeros de viaje de nuestro poeta, como sombras vivas que, paralelamente, o fundidas en sus versos, como figuras de fondo, vivas, palpitantes, emergen, tras la niebla, en la obra de nuestro poeta.
La poeta y estupenda crítica y animadora cultural Graciela Yáñez Vicentini tuvo a su cargo la elaboración y comentarios de la extensa Bibliografía que acompaña a la edición y que, sin duda alguna, proporciona, agota y da cuenta de todos los datos genésicos del autor. Pero, también, de sus alter egos: se indaga en el lenguaje y hallazgos de los poetas heterónimos, así como de los versos y la prosa que nuestro autor atribuyó a los “colígrafos”.
Ante esta hermosa y definitiva edición de toda la obra de uno de los poetas indispensables de conocer y estudiar, por quienes amamos los hallazgos de la gran poesía, que aplaudimos y celebramos como la más completa, la definitiva entre todas de las publicaciones, realizadas hasta hoy sobre la obra de este gigante de la poesía. Luego del impacto que nos produce tenerla entre las manos, decidimos empezar a releer toda la obra. A recorrerla, pausadamente, en estos dos hermosos tomos. Empezamos a transitar el bosque, abismados, como si fuese la primera vez que leíamos la obra de Montejo, plena de robustos árboles de luz, paseándonos por ese bosque, tan maravillados como el niño poeta en la panadería del padre. De nuevo, nos planteamos, no sólo releer toda la obra de Eugenio Montejo en los próximos días y meses, sino adentrarnos con la mirada inocente de un niño ante un juguete. O de ese niño que el poeta fue y creció viendo a su padre elaborar panes, como lo hemos apuntado repetidas veces, maravillados, al descubrir cómo como de una pelota de harina nace un pan. Y, también, peces.
Deslumbrado ante la hermosa edición de Pre-Textos, decido, esta vez, emprender el viaje, releyendo y estudiando toda su obra durante los días navideños y, por primera vez, prolongando la Navidad, varios meses más, abismado ante unos poemas que escojo al azar, uno por día. Y lo leo y lo releo, seguro de que he de conseguir a Eugenio, otra vez, hablándome frente a las acacias sembradas por él mismo y un grupo de jóvenes poetas en una de las entradas laterales del Ateneo de Valencia, donde una vez estuvieron esas acacias que, en tiempos de luz, alguna vez, plantó, para toda la eternidad, como símbolo arquetípico, en Élegos, la primera de sus obras poéticas.
A partir de Élegos, libro de poemas publicado en 1967, el poeta comenzará un itinerario que, a lo largo de varias décadas, se sostendrá en una constante indagación alrededor del tema del tiempo y sus distintas máscaras. Memoria y tiempo, desde esta primera obra, serán intuidos como un río que pasa. En su tránsito, va dejando estelas, a través de las cuales el ser del poeta va abriendo puertas, anudando estelas de un tránsito fundamentado, en esencia, en el constante retorno de seres y de objetos de la naturaleza. Unos seres y objetos, sometidos a una continua y espejeante transfiguración. A un devaneo constante, hecho palpable, tangible, como un río siempre devuelto en su amago de achicar retornar en continuos giros. El poeta Montejo, en el itinerario trazado a partir de la intuición de Élegos, intuye y elabora un discurso sobre la idea y concepto de la transformación constante de la naturaleza: cómo los seres todos del paisaje se transfiguran en un constante espejeo que será registrado, además, en los siguientes títulos: Muerte y Memoria (1972); Algunas palabras (1976); Terredad (1978); Trópico Absoluto (1982); Alfabeto del mundo (1987): Adiós al Siglo XX (1992); Partitura de la cigarra (1999); Papiros Amorosos (2002) y Fábula del escriba (2006), obras en las cuales se evidencia y se hace tangible el devaneo constante por los temas recurrentes de la invención de una memoria mítica y familiar, dibujada a través de un infinito juego de espejos, que torna inconfundible su estilo. Un ansia formal que, en Montejo, se perfila, desde los años de su inicio en el oficio de poeta a partir de Élegos, en esa férrea voluntad de fundir mito y memoria, vida y muerte cotidiana, plasmadas y fundidas en un halo mágico que vuelve fantasioso la naturaleza del tiempo y de todos los seres que lo atraviesan en una constante ensoñación:
LLUEVE en el fondo del caballo
a nivel de la silla interior, del otro viaje,
donde ya no podríamos volver.
Llueve en el espinazo de la vuelta
al fatal espoleo de los ijares
sobre el trajín de negros estandartes
a mitad de aquel trote que rehace la vida
allí donde regresan a galope los muertos
donde no queda nada de caballo.
Vida y muerte se funden en una misma realidad que se teje y se confunde en una sola, como si todo cuanto acontece en el poema tan solo formara parte de un sueño interminable: el caballo que regresa no ha partido. Lo único que pareciera ser real es tan solo la lluvia que va y viene, que nunca ha estado a mitad de aquel trote que rehace la vida. Nada queda del caballo que nunca ha estado. Que tal vez no ha nacido: todo, en el poema pareciera estar naciendo del sueño de los muertos.
A partir de Élegos, toda la obra de nuestro poeta pareciera fijar y desfijar un sueño. Todo signo en el poema fija y desfija la memoria mítica y familiar para crear y ofrecer, de esa manera, una visión original del génesis. La conciencia de un tiempo primigenio que se dibuja y desdibuja, de manera constante, a través de un fundido de voces, de puntos de vista, tiempos, espacios e imágenes de un universo cercano, familiar, convertido en mito, en imagen arquetípica, en universo espejeante y plural:
La luz derrumba los castillos
donde flotábamos en sueño;
queda su tufarada de ballena
en nuestro espejo opaco…
Ya erramos cerca de Saturno,
ahora la tierra gira más despacio.
Temblamos solos en el medio del mundo
y abrimos la ventana
para que el día pase en su barco.
Anoche nos dormimos en un país tan lejano.
La conciencia de un tiempo real, y a la vez mítico, permite gozar de una musicalidad en las cuales las imágenes de lo cercano y de lo lejano, de lo inmediato y de lo absoluto, nos introducen en un universo en el cual la cotidianidad se vuelve un bello caos, convivencia de varios tiempos en uno, o eliminación del tiempo para asumir la metamorfosis de historias y de seres, como única verdad:
Hablan poco los árboles, se sabe.
Pasan la vida entera meditando
y moviendo sus ramas.
Basta mirarlos en otoño
cuando se juntan en los parques:
sólo conversan los más viejos,
los que reparten las nubes y los pájaros,
pero su voz se pierde entre las hojas
y muy poco nos llega, casi nada.
Es difícil llevar un nuevo libro
con pensamientos de árboles.
Todo en ello es vago, fragmentario.
Hoy, por ejemplo, al escuchar el grito
de un tordo negro, ya camino a casa,
grito final de quien no aguarda otro verano,
comprendí que en su voz hablaba un árbol,
uno de tantos,
pero no sé qué hacer con ese grito,
no sé cómo anotarlo.
El torbellino rítmico de las cosas, de los hechos que se funden en un solo ser, intercambia esencias, muda la naturaleza de los seres y torna la noción de tiempo, en una experiencia hermosa y única, en una llamarada. Errantes, atravesamos edades, pasamos de la conciencia del árbol y sus reflexiones, sus movimientos constantes, en sus ramas que reparten visiones de nubes y de pájaros, al constante fluir de la materia. La supremacía de un tiempo para siempre mítico: estamos siempre en el génesis, en el caos de los orígenes.
Las casas, los árboles, los rostros, los espejos, las velas, las calles, las sillas, los pasos, los padres y los hijos, son algunas de las imágenes y símbolos recurrentes de un espacio y de un tiempo que espejea para metamorfosear sus esencias y volver ubicuo todo ser, toda experiencia humana. Así, advertimos que la presencia de una constante en la concepción del tiempo como eterno retorno pareciera ser el gran tema del quehacer de Montejo. Pero el retorno pasa por la extrapolación de espacios, por la confluencia de edades y rostros, de historias y de conciencias en un solo instante, convertido en ser heterogéneo, proteico y, a la vez, tan elemental como la piedra, como palabra de los poetas presocráticos:
La casa donde mi padre va a nacer
no está concluida,
le falta una pared que no han hecho mis manos.
Sus pasos, que ahora me buscan por la tierra,
vienen hacia esta calle.
No logro oírlos. Todavía no me alcanzan.
Detrás de aquella puerta se oyen ecos
y voces que a leguas reconozco,
pero son dichas por los retratos.
El rostro no se ve en ningún espejo
porque tarda en nacer o ya no existe,
puede ser de cualquiera de nosotros,
—a todos se parece.
En esa tumba no están mis huesos
sino las del bisnieto Zacarías,
que usaba bastón y seudónimo.
Mis restos ya se perdieron.
Este poema fue escrito en otro siglo,
por mí, por otro, no recuerdo,
alguna noche junto a un cabo de vela.
El tiempo dio cuenta de la llama
y entre mis manos quedó a oscuras
sin haberlo leído.
Cuando vuelva a alumbrar ya estaré ausente.
II
En el año 1978, nuestro poeta publicó Terredad, donde aparecía un texto maravilloso, profundo, que, nunca jamás, terminaremos de leer. Como tampoco, a lo largo de nuestra vida, terminaremos de contemplar los espejos que cielo y aguas forman en la superficie de nuestros ríos en América: el Orinoco, el Amazonas, el Misisipi, el Canaguá, el Caroní, al amanecer o cuando anochece y los muertos y los vivos dialogan a la luz del sol o de la luna, cortando la lluvia con cuchillos de oro en uno de los poemas más excelsos alguna vez escritos en nuestra lengua: Güigüe 1918.
Este poema junto a otros memorables, de forma insondable y profunda, escritos alrededor del gran tema de Eugenio Montejo: el tiempo como infinito retorno de espejos y de máscaras, se une a la gran estirpe de los grandes poemas escritos en lengua castellana sobre ese mismo tema, como lo serían Coplas y Canciones del alma, de San Juan de la Cruz; Églogas, de Garcilaso de la Vega; Vana Rosa, de Luis de Góngora; Después de pasar, de Federico García Lorca, así como, también, en el gran himno de todos los himnos donde todos los espejos del sueño y de la historia se juntan: El Golem, del gran Jorge Luis Borges. O en el gran poema La dulce astilla, escrito por ese extraordinario poeta venezolano llamado Luis Pérez Oramas, siempre joven como la luz, elemento arquetípico que atraviesa toda su obra, abriendo, cerrando puertas, mezclando tiempos y espacios, reales e históricos y que convierte la cosa real, todas las cosas y los espacios de la naturaleza: el río, el mar, el paisaje, la tierra y el cielo, en seres de un ensueño constante de la luz sobre todos los seres y espacios que en el mundo han sido.
Güigüe 1918, además de emparentarse con los más excelsos poemas que sobre ese tema arquetípico del tiempo y la memoria se han escrito, ofrece, formalmente, dentro de la gran producción poética de nuestro creador, un primer gran nudo en su obra. Parece engendrar un gran remolino, una ensenada, un punto de llegada en la poesía de Montejo, un nudo, el primer gran amarre luminoso de toda su creación. Allí reaparecen, con la fuerza del Génesis, el gran tema del mito del eterno retorno, del tiempo y espacio transfigurado en el pozo de una palabra inventada por nuestro poeta: terredad, lugar de todos los encuentros y de todas las transfiguraciones presentes como materia y elán de su poesía.
Desde Élegos (1967) hasta Papiros Amorosos (2002) el poeta ha fundamentado su quehacer poético en la propuesta (o búsqueda) de un universo en el cual las imágenes establecen un diálogo y coexistencia de realidades tangibles y signos arquetípicos nos crean la ilusión, así relacionadas, transfiguradas, de una comunión entre el cielo y la tierra. A manera de un eterno vaivén, el gran Montejo une las esencias de ambas instancias para establecer una sola esencia: la esfericidad de un universo en permanente rotación. No existe memoria sin muerte, ni muerte sin memoria. Vivir en la tierra, supone viajar, a cada instante, arrastrados por el sol que nos recorre como todos los astros. La terredad nos crea, de manera continua, el espacio de las transfiguraciones: mudanzas por el mar o en el tiempo. Las cosas, como los espejos nada retienen, ni tan siquiera los rayos de la luz:
Mudanzas de uno mismo, de su sombra.
en espejos con pozos de olvido
que nada retienen.
No ser nunca quien parte ni quien vuelve
sino algo entre los dos,
algo en el medio;
lo que la vida arranca y no es ausencia,
lo que entrega y no es sueño,
el relámpago que deja entre las manos
la grieta de una piedra.
Ninguna palabra como ésta que se borda en su poesía afirma, de manera rotunda, que se habita un espacio u otro; que el padre antecede al hijo; el hijo al padre, o que nos miramos al espejo y descubrimos la línea de nuestro rostro a la luz de una vela. La llama que, a ratos, ilumina sólo graba la instancia de una línea, o un punto que se desvanece con absoluta rapidez. Cuando la llama vuelva a alumbrar, quien se veía en el espejo ya ha muerto, o estará ausente. El tiempo no existe; todo conforma tan sólo un hermoso amago de realidades y espejismos. No de otra manera, percibiremos lo real.
La luz que irradia desde cada una de las imágenes, de verso a verso, en la poesía de Eugenio Montejo, poseen el encanto y la magia seductora de sentir y de experimentar, cómo irradia un cosmos, en una palabra, y en otra y en otra. En nuestra lengua sólo habíamos experimentado antes tal vivencia en la poesía de San Juan de la Cruz, en las páginas de esa extraña novela llamada Pedro Páramo del gran escritor mexicano Juan Rulfo, en la poesía de Vicente Gerbasi y ese gran mago de la palabra con tintes surreales que fue Juan Sánchez Peláez. Toda la poesía de Eugenio Montejo, como antes lo apuntábamos, constituye la puesta en verso de la hermosa y profunda lectura que del universo realizaron Parménides de Elea y Heráclito de Efeso. Aunque vivimos en futuro (“Nadie se baña dos veces en un mismo río. Primero, porque, a nuestra vuelta, el río se fue y segundo, porque quien vuelve al río es otro”), tomados por un rapto, por el ritmo de un susurro, cada imagen nos lleva a descubrir, en el instante de cada poema, la totalidad de lo existente.
Cada imagen se presenta de un poema a otro, transformada por el poder mágico y maravilloso de una palabra iridiscente. Pero estas medidas, temporales y espaciales de sus símbolos recurrentes, no anudarán el sentido de las mutaciones. Los gallos cantan. Los gallos son fantasmas. La silla gira y atormenta. La silla permanece quieta. Los muertos reaparecen tras el verdor de hojas. Persistirá, siempre, el amago final:
Dios me movió los días uno tras otro,
dio vuelta con sus soles hasta paralizarme
como un gallo ante un círculo de tiza.
Me quedé inmóvil viendo girar el mundo
en esferas errantes y volátiles
aquí en mi cuerpo y afuera entre las cosas.
Cambió de casas la ciudad, de calles,
y entre las calles el rumor de las voces…
Dios moviendo las cosas, mutando los hechos. Dios que no da treguas. La terredad sin tregua, devolviendo relámpagos y fulgores en la piedra para reafirmar, así, la redondez de un mundo, de universo de amagos y espejismos. Cada texto de este gran poeta supone una experiencia inolvidable, en el reconocimiento del ser y sus múltiples transformaciones primigenias. Cada imagen se vuelve anverso y reverso de un ciclo de renovación continua, en hermosa e insaciable conflagración de lo uno y de lo múltiple. Lo divino y lo humano, lo real y lo mítico, sólo suponen un tránsito infinito que deja, para siempre, la visión de lo que nunca pasa: el verdín arquetípico de las palabras de Dios en El Génesis. Son lo mismo lo vivo y lo muerto, tan sólo excusa para establecer un diálogo, el hermoso itinerario de ascensión hacia los dioses o la convivencia de éstos con nosotros. Un intercambio de vida, de muerte y de vida, como la marea:
Estar aquí por años en la tierra,
con las nubes que lleguen, con los pájaros,
suspensos de horas frágiles.
A bordo, casi a la deriva,
más cerca de Saturno, más lejanos,
mientras el sol da vuelta y nos arrastra
y la sangre recorre su profundo universo
más sagrado que todos los astros.
Estar aquí en la tierra: no más lejos
que un árbol, no más inexplicables;
livianos en otoño, henchidos en verano,
con lo que somos o no somos, con la sombra,
la memoria, el deseo, hasta el fin
(si hay un fin) voz a voz,
casa por casa,
sea quien lleve la tierra, si la llevan,
o quien la espere, si la aguardan,
partiendo juntos cada vez el pan
en dos, en tres, en cuatro,
sin olvidar la parte de la hormiga
que siempre viaja de remotas estrellas
para estar a la hora en nuestra cena,
aunque las migas sean amargas.
Entre el gerundio perpetuo y los espejismos de un acá, de un ahora, el ser, en el universo creado por Eugenio Montejo se debate en un instante que lo lleva, que nos transporta a todas las direcciones posibles. Moramos, para siempre, en un grano de luz que se mueve en todas direcciones para crear, tras variados e intensos remolinos, un punto de llegada. La ilusión de un camino recorrido, de un final, de un principio que nos llevará al inicio de un mismo tránsito, hermosamente moroso y demorado. Tras el rapto de una palabra que inventa para eternidades, el sentido de la multiplicidad del ser. Nada, jamás, volverá a ser lo que fue: será por siempre parte de un río que nunca termina de pasar. Para que, así, perviva y renazca en el ser, el amago de un nudo final, cada vez que una hoja resplandezca en el verdor de su moriencia.
Cualquiera sea el verso, palabra o poema que habitemos en la poesía de Eugenio Montejo un tiempo y un espacio queda, siempre, superpuesto a la otra, como la gota de un río, la línea sobre otra línea en un dibujo. Que se fundan o confundan los tiempos, padres e hijos, qué importa. Siempre seemprende el viaje placentero a la semilla: hacia el vacío, hacia el caos en el cual se precipita todo el universo, todo lo que amamos y soñamos como seguro. La roca y la nube, el sol y la noche, para siempre, percibidos y dibujados en una misma línea, en el estremecimiento de un punto de luz, de una hoja, reunidos en un solo instante:
La poesía cruza la tierra sola,
Apoya su voz en el dolor del mundo
Y nada pide
—ni siquiera palabras.
Llega de lejos y sin hora; nunca avisa;
tiene la llave de la puerta.