Por JOSÉ PULIDO
En el poemario Alfabeto del mundo, de Eugenio Montejo, publicado en 1986, aparece el poema “La tierra giró para acercarnos”. En el año 2003 se estrenó la película 21 gramos con guión del escritor mexicano Guillermo Arriaga.
En esa película, el protagonista lee a la protagonista parte del poema “La tierra giró para acercarnos”, añadiendo que lo escribió un poeta venezolano.
En ese momento, Montejo ya era un poeta de gran prestigio entre los lectores usuales de poesía. Pero sin necesidad de que en la escena fílmica lo nombraran, medio planeta quiso conocer su escritura porque hubo una especie de gancho misterioso en eso de decir “un poeta venezolano”.
He ahí el estruendo de la levedad.
Un año después obtuvo el Premio Octavio Paz que otorga México y ese reconocimiento terminó de catapultarlo. Podría afirmarse, con mucha justicia, que México ha sido un solidario factor en la difusión de la poesía de Montejo.
Después, en la revista-portal Semana, Guillermo Arriaga comentó que su editor colombiano Jaime Aljure le hizo conocer la poesía de Montejo, en especial ese poema. Arriaga llamó a Montejo, se vieron en México en un restaurante y Montejo lo autorizó para que usara el poema en su guión.
En los últimos años se ha percibido, con más claridad, la existencia en Venezuela de una poesía que lleva muchos años gestándose en un torbellino de palabras antiguas y recién nacidas. Me parece que eso fue lo que más le importó a Eugenio Montejo en cuanto a la ráfaga de reconocimientos que le trajo aquella película.
Para quienes no conozcan el poema completo, dice así:
“La tierra giró para acercarnos
La tierra giró para acercarnos,
giró sobre sí misma y en nosotros,
hasta juntarnos por fin en este sueño,
como fue escrito en el Simposio.
Pasaron noches, nieves y solsticios;
pasó el tiempo en minutos y milenios.
Una carreta que iba para Nínive
llegó a Nebraska.
Un gallo cantó lejos del mundo,
en la previda a menos mil de nuestros padres.
La tierra giró musicalmente
llevándonos a bordo;
no cesó de girar un solo instante,
como si tanto amor, tanto milagro,
solo fuera un adagio hace mucho ya escrito
entre las partituras del Simposio”.
El tiempo y el sueño, el amor y la belleza habitan esas oraciones, como temas que nunca se agotan y que generan poesía cuando se filtra un enigma entre el ritmo, el significado y la melodía de las palabras.
Se ha señalado, como característica de Eugenio-poeta, el apego a la vida, a la tierra, a mencionar pájaros, gallos, nubes, nieve y caballos con insistencia.
Y es que todos sus sentidos –incluyendo el rico lenguaje– usaban las palabras para incorporar el espíritu de las cosas, de los objetos y de los demás seres vivos, llámense animales, llámense árboles, llámense recuerdos. Así era que Eugenio invocaba la poesía. Porque así es como se hace desde que se inició la vida consciente y con ello el trabajo anímico de los poetas.
Decir caballo o decir gallo, puede incluir en una imagen la tristeza de unos ojos diferentes o la fuerza de un relincho, de un canto, de un salto, de un mediodía, de una madrugada, de unos oficios que solo conocen los animales. Como el de ser reloj o como el de ser un dios en el modo de correr.
He aquí un fragmento que sirve para ilustrar lo comentado:
“¿De quién es esta casa que está caída?
¿De quién eran sus alas atormentadas?
Hay una puerta con ojos de caballo
y flancos secos en la brida muerta
de su aldaba”.
La tierra está presente como la vida en toda su poesía. Y nunca deja de asombrar porque uno de los rasgos de la poesía es mostrar algo elemental pero profundo, que habíamos sentido o pensado, pero que no habíamos podido decir. He tomado como ejemplo uno de sus poemas:
“Duración
Dura menos un hombre que una vela
pero la tierra prefiere su lumbre
para seguir el paso de los astros.
Dura menos que un árbol,
que una piedra;
se anochece ante el viento más leve,
con un soplo se apaga.
Dura menos que un pájaro,
que un pez fuera del agua;
casi no tiene tiempo de nacer;
da unas vueltas al sol y se borra
entre las sombras de las horas
hasta que sus huesos en el polvo
se mezclan con el viento.
y sin embargo, cuando parte
siempre deja la tierra más clara”.
Y podría seguir colocando ejemplos preciosos de un poeta memorable que ha tocado todos los temas con pasión y armonía a la vez, pero es mejor que lean sus libros: Élegos, Alfabeto del mundo, Terredad y otros. Es lo que Eugenio nos ha dejado. Nada más y nada menos.
El poeta Francisco José Cruz le preguntó a Eugenio en una de sus entrevistas:
“¿Es la poesía el último refugio espiritual del hombre?”
Y Eugenio, quien buscaba constantemente la armonía en la poesía y en la vida, respondió así:
“Cuando más sufro –dice Ungaretti– es cuando no estoy en armonía.
Alguna vez escribí que la poesía es un melodioso ajedrez que jugamos con Dios en solitario, quizá porque creo que ella resulta próxima a cierta forma de oración en su diálogo con el misterio. El caso es que en nuestros días encarna la última religión que nos queda, a fin de cuentas, la única que podemos contraponer a la omnipresente religión del dinero”.
Siempre hablo de Eugenio Montejo como si no hubiera muerto. Lo tengo enfrente, al lado, en los ojos. Lo tengo de cuerpo entero en cada uno de sus versos. Era muy sensible como todo poeta, pero una avalancha o un sismo no podían detener su caminar. En cambio, si cantaba un pájaro o si cantaban muchos pájaros podía convertirse en estatua, escuchando ese canto. Si algo llegó a parecerle tan divino y sagrado como la poesía fue el asombroso ser hecho con plumas y espíritu de flauta.
“Pájaros
Oigo los pájaros afuera,
otros, no los de ayer que ya perdimos,
los nuevos silbos inocentes.
y no sé si son pájaros,
si alguien que ya no soy los sigue oyendo
a media vida bajo el sol de la tierra.
Quizás es el deseo de retener su voz salvaje
en la mitad de la estación
antes que de los árboles se alejen.
Alguien que he sido o soy; no sé,
oye o recuerda;
si hay algo real dentro de mí son ellos,
más que yo mismo, más que el sol afuera;
si es musical la fuerza que hace girar el mundo,
no ha habido nunca sino pájaros,
el canto de los pájaros
que nos trae y nos lleva”.
A veces almorzábamos juntos en la Avenida Urdaneta de Caracas, albergados en la fresca y olorosa atmósfera de un viejo restaurante gallego. Era condenadamente culto. Si le interesaba hablar de un determinado tema hacía una o dos preguntas puntuales al aire y eso bastaba para desarrollar la conversación. Aunque constituía una personalidad más meditabunda que habladora.
Eugenio era una fuente de conocimientos y de intuiciones. Si fuera verdad que se reencarna, entonces él tenía que representar la vida de un espíritu muy viejo, alguien que había tenido encuentros con Diótima, con Sócrates, con Virgilio. Con el Dante y con Homero. Con Heráclito y el tracio Orfeo y todos esos seres que entran en nosotros cuando se abren los libros.
Por eso es que hablo de Eugenio como si no hubiera fallecido. No solo porque su poesía está ahí palpitando, inmenso corazón, sino también porque lo siento y lo presiento en cada uno de los vacíos que sufre la ciudad cuando no amanece venática y muestra sus heridas.
Hablar de la poesía es algo tan difícil y complejo pero tan lúdico como preguntarse qué somos, qué hacemos aquí, de dónde venimos y para dónde vamos. La poesía es la raíz de la luz.
Eugenio Montejo enriqueció su obra creando autores heterónimos como Blas Coll, Sergio Sandoval, Tomás Linden, Eduardo Polo.
Su verdadero nombre era Eugenio Hernández Álvarez y esto quiere decir que Eugenio Montejo también fue un heterónimo, aunque en definitiva el más auténtico poeta de todos los que surgieron de esa fértil y armoniosa personalidad.
En alguna parte, leí que el apellido Montejo lo inventó basándose en dos poetas que admiraba: Montale y Vallejo. Pero quizá lo estoy imaginando.
El nombre Eugenio significa “bien nacido” y él ha respondido a ese significado.
¿Qué buscaba Eugenio y qué conseguía? La naturaleza, en todas las partes donde se encuentra, elucubra cantos, elabora cantos que se pierden en los abismos del olvido o del vivir rutinario. A él le interesaban esos cantos, que no siempre han sido desentrañados, porque las almas no han tenido el tiempo ni la vocación para dedicarse a comprender los sonidos de la existencia. La voz de un árbol, el orfeón apocalíptico de las cigarras. Él anotaba todo, lo interpretaba y lo decía.
“En el bosque
En el bosque, donde es pecado hablar, pasearse,
no poseer raíz, no tener ramas,
¿qué puede hacer un hombre?
La soledad no basta para engañar al viento,
de ningún brazo se construye una puerta,
la piel, las uñas nunca sirven
para un nido de pájaros.
Y el viento lo sabe.
En el bosque, quien no ha logrado ser un árbol,
solo puede llegar de parte del otoño
a pedir unas hojas,
mejor si lleva harapos de mendigo,
algún morral raído, un palo, un perro
y ninguna esperanza.
Verá como lo trata el viento,
cómo su ofrenda le llenará las manos”.
Sí: hablo de Eugenio como si viviera y anduviera en sus diligencias, porque a menudo lo descubría transitando abrazado a un libro, como una especie de peregrino.
Eugenio Montejo siempre andaba a pie por Caracas. Caminaba como si no le hubiesen abandonado las calles apacibles de Lisboa. Era el único peatón de una ciudad inventada.
Tantos años en Caracas y nunca vi un carro que contuviera en su interior a Eugenio Montejo. Y eso que su rostro era como un celaje de ventanilla. Siempre lo encontré caminando, con el silencio metido en una carpeta. Su figura sobresalía en el caos de la calle, por la nobleza de una seriedad pintada con el brochazo de un bigote, sobre el porte científico de su cabeza.
Para quienes no lo han leído y desean comenzar a conocerlo, siempre es recomendable abrir las páginas de El cuaderno de Blas Coll.
Allí, usando el nombre de Blas Coll, recrea su consciencia sobre la pesadez y la levedad de las palabras, su brújula de viajero poético.
“Para nombrar la doceava parte de un año usamos solo una sílaba: mes; para algo en cambio mucho más corto, una hora, utilizamos dos; y si queremos referirnos a algo tan breve que casi no existe, como es el segundo, ¡debemos emplear tres!”.
“Estoy hablando ante el mar, tan vasto y dilatado, y reparo en que lo nombro con una sola sílaba. Pasa, perdida, una mariposa, tan efímera que a poco de pasar no se sabe si vive, y necesito en cambio cuatro sílabas para mentar su brevedad”.
Y asombra que, tantos años atrás, haya escrito algo como esto: “La contemplación es el abandono de las imágenes lingüísticas por las más inmediatas de las cosas en sí mismas. El río que contemplamos no cabe en sus tres letras, la mente cesa de percibirlo como nombre o máscara y se funde en su fluencia maravillosamente. En la contemplación no hay abreviación”.
Creo que nunca nadie amó y describió con tanta delicadeza y belleza el idioma de vida, la importancia trascendente de un jilguero, de un gorrión, de un tordito. Todo lo que he dicho puede o no retratar fielmente su persona.
Pero este verso que voy a leer sí me parece que lo muestra de cuerpo entero:
“Si vuelvo alguna vez será por el canto de los pájaros”.