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Eugen Kogon: del informe al libro

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Probablemente Eugen Kogon (1903) era el hombre más idóneo para el propósito del Equipo de Inteligencia de la División de Guerra Psicológica del Ejército de Estados Unidos, que ingresó en el campo de Buchenwald el 11 de abril de 1945

N.R.

Kogon era alemán, periodista y sociólogo, cristiano y un cultivado opositor a los nazis. Tenía las credenciales del ciudadano honrado y respetable. El mismo día en que las fuerzas de Hitler tomaron el poder en Austria (12 de abril de 1938), lo detuvieron en Viena. Lo encerraron durante un año y medio en un calabozo de la Gestapo. Allí coincidió con algunos de los principales líderes de la sociedad civil austríaca, opositores a Hitler.

En septiembre de 1939 fue trasladado a Buchenwald, donde permaneció hasta la liberación del campo por fuerzas militares de Estados Unidos. Kogon estaba entre los objetivos del Equipo de Inteligencia: le encargaron elaborar un amplio informe “sobre cómo estaba organizado un campo de concentración alemán, sobre el papel que desempeñaba dentro del Estado nacionalsocialista, y sobre la suerte que habían corrido quienes, enviados al campo por la Gestapo, habían pasado de allí a manos de las SS”.

En cuatro semanas Kogon entregó su trabajo: un reporte suyo, admirablemente estructurado (125 páginas), en una veintena de secciones temáticas, al que seguían otras casi 300 páginas de testimonios de 150 liberados de distintas nacionalidades, sobre personas y hechos que hubiesen padecido o conocido de forma directa.

Entre los estupefactos primeros lectores del informe Kogon en Estados Unidos, Inglaterra y Francia, se produjo una reacción similar: había que producir una versión para difundir de forma masiva. La alta jefatura militar autorizó la iniciativa. En 1946 fue publicado El Estado de las SS. El sistema de los campos de concentración alemanes.

Las dos vertientes

Predomina en 24 de los 25 capítulos la visión del sociólogo. Un sociólogo que, sin desprenderse de las herramientas descriptivas y ordenadoras de las ciencias sociales, no se aleja de su talante humanista, de su sensibilidad religiosa, del constante rumor de fondo que se interroga sobre la relación del hombre con el bien y el mal, con sus límites.

Kogon, uno de los primeros en señalar que los campos de concentración constituían un sistema (el primer capítulo de su libro se llama “El terror como sistema de dominio”) se enfoca en dibujar y ensamblar las piezas en un conjunto, a lo largo del recorrido. Las partes, a medida que se avanza en la lectura, encajan con las precedentes y las siguientes. La psicología social, la psicología individual, la comunicación, los estudios de las estructuras y el poder en las organizaciones, la demografía, el examen de las condiciones de vida, las referencias a las culturas nacionales europeas y otras disciplinas se ensamblan con la narración de episodios, lo que enriquece la narratividad del libro.

Fines y organización del Estado de las SS. SS y campos de concentración. Clase y número de los campos de concentración en Alemania. Categorías de prisioneros. La organización externa de los campos de concentración. La organización interna de los campos de concentración. Y así: el ingreso, el trabajo, los castigos, la alimentación y más, hasta llegar a las cuestiones más dolorosas, como los experimentos, el exterminio fulminante de inválidos y débiles, las acciones en contra las embarazadas, el destino de los judíos y más.

Y así, hasta llegar al personalísimo, cuestionador e inquietante capítulo 25, en el que Kogon, corajudo y moral, se atreve a plantarse ante sus compatriotas alemanes y formular esta pregunta: ¿cómo reaccionó el pueblo alemán ante la injusticia?

Fragmento del capítulo 25

“¿Qué ha sabido el alemán de los campos de concentración? Aparte de la existencia de la institución, muy poca cosa, pues aún hoy sabe muy poco. El sistema de guardar en un secreto estricto los detalles del terror, para así hacerlo anónimo y, con ello, más efectivo, dio indudablemente buenos resultados. Muchos funcionarios de la Gestapo no conocían, como ya he indicado, los entresijos de los campos a los que enviaban a sus detenidos; la mayoría de los prisioneros no sabían nada del verdadero engranaje del campo ni de muchos detalles sobre los métodos que allí se aplicaban. ¿Cómo los iba a conocer el pueblo alemán? El que ingresaba se encontraba ante un mundo abisal nuevo para él. Esta es la mejor prueba de la enorme efectividad del principio de la ocultación. ¡Pero…! No existía ningún alemán que no supiese que había campos de concentración. No existía ningún alemán que creyese que eran sanatorios. Había pocos alemanes que no tuviesen algún pariente o algún conocido en un campo o que no supiesen, por lo menos, que éste o aquél estaban en uno de ellos.

Todos los alemanes habían sido testigos de las múltiples atrocidades antisemitas; millones habían visto con indiferencia, indignación, curiosidad o malicia la quema de sinagogas y la humillación de hombres y mujeres judíos. Muchos alemanes pudieron saber algo de los campos de concentración por las emisoras extranjeras. Hubo algunos que tuvieron contacto con los concentrados a través de las cuadrillas exteriores. No pocos alemanes toparon en las calles y en las estaciones con infortunadas comitivas de prisioneros. En una circular del jefe de la Sipo y del SD, dirigida el 9 de noviembre de 1941 a todos los departamentos de la Policía del Estado, a todos los jefes, comandantes e inspectores de la Policía de Seguridad y a todos los comandantes e inspectores de campos de concentración, se dice: «Se ha podido comprobar que durante las marchas a pie, por ejemplo, de la estación al campo, se desploman de agotamiento, muertos o medio muertos, un número considerable de prisioneros. No se puede impedir que la población alemana se entere de estos sucesos».

Apenas hubo algún alemán que no supiese que las prisiones estaban repletas que en el país las ejecuciones eran continuas. Hubo miles de jueces y de funcionarios de la Policía, de abogados, de sacerdotes y de asistentes sociales que tenían una idea general del grave alcance del asunto. Hubo muchos hombres de negocios que eran proveedores de la SS de los campos, industriales que pidieron del SS-WVHA esclavos de campos de concentración para sus empresas, empleados de bolsas de trabajo que sabían que las fichas de los inscritos tenían anotaciones sobre su lealtad política y que llevaron a trabajar a los esclavos de la SS en las grandes industrias. Había no pocas personas civiles que trabajaban en las proximidades de los campos de concentración e incluso en ellos. Y catedráticos de Medicina que colaboraron en los departamentos de experimentos de Himmler, y médicos de distrito y de clínicas que lo hicieron con los asesinos profesionales. Había un número considerable de miembros de las Fuerzas Aéreas que estuvieron al servicio de la SS y que averiguaron algo de lo que estaba sucediendo. Hubo muchos altos oficiales del ejército que estaban al corriente de las liquidaciones en masa de prisioneros de guerra rusos en los campos, y muchos soldados alemanes y policías militares que tuvieron conocimiento de las terribles atrocidades que se cometían en ellos, en los guetos, en las ciudades y en los pueblos del Este.

¿Es falsa alguna de estas constataciones?

Entonces vamos a plantear con la misma calma y objetividad la siguiente cuestión: ¿cómo reaccionó el pueblo alemán ante la injusticia? Como pueblo, de ningún modo. Esto es una amarga verdad. Como explicación de este fracaso se ha querido alegar que Alemania alcanzó su unidad histórica demasiado tarde; que de este modo no le fue posible desarrollar, además de un sentimiento nacional corriente, una opinión pública de envergadura, ni declararse unánimemente en favor de valores más altos.

Prescindiendo del hecho de que existen unidades nacionales que surgieron en el mismo siglo, e incluso al mismo tiempo, sin que pueda decirse que estos pueblos toleraron la injusticia del mismo modo que los alemanes, este intento de explicación confunde la causa con el efecto: el modo particular de ser del alemán es el que le llevó tan tarde a la unidad nacional, no es la tardía concreción política estatal la que ha producido su modo de ser. Mientras que los demás países europeos —dejando aparte tal vez algunos eslavos— tienen una relación firme y determinada con la realidad en la que están inmersos o con la que se está creando, y encuentran por ello rápidamente su camino político real por donde ir con cierta coherencia, aunque sea con resultados diversos, los alemanes son un pueblo de posibilidades y no de hechos. Vagando por el reino de la fantasía, entregado a planes inagotables, a emociones y sueños, el pueblo alemán ve en toda concreción un menoscabo de lo sublime y de lo ideal. Con tanta facilidad como cae en la heterodoxia por una superabundancia de fe, cae en una atadura real que ni siquiera procede de él. Y, o bien se somete a ella refunfuñando y resignándose, dándose por satisfecho con una filosofía de lo ideal, o bien cree, durante algún tiempo, cuando hay otros móviles y circunstancias que inducen a ello, que el quebradizo regimiento es el principio de la realización de la soñada comunidad ideal. Entonces se obceca, rabioso, con esta realidad extraña, porque también él un día ha de conseguir éxito político «como otros pueblos». El protestantismo, de origen y cuño alemán, erupción en forma libre de la conciencia individual, ha agudizado fundamentalmente esta tendencia del carácter alemán: el protestantismo separó la conciencia, que consideraba limitada al campo religioso-eclesiástico y ligada directamente al Creador, del engranaje de poder del Estado terrenal —Estado que le parecía sujeto a ciertas leyes perversas inherentes a él—, que la corrompía y la sometía al mal. Cuanto más poderosa fuese la autoridad que contuviera al Estado, tanto mejor y tanto más placentera sería a los ojos de Dios. Un importante impulso hacia el absolutismo en Alemania procede de esta ideología. El protestantismo anquilosó la fuerza de formación de una comunidad política, y los intelectuales que incorporaban la conciencia nacional no lograron superar el obstáculo entre el reino alemán de posibilidades y sus insuficientes formas políticas de expresión. Y es que el intelectual alemán

–llamado significativamente Akademiker— no tenía ninguna otra relación real con la política más que la relación del súbdito. Su reino era el espíritu, el pensamiento y la poesía. Muchos rasgos contradictorios del carácter alemán y de la historia de Alemania se explican por esta predisposición fundamental. No nos es posible escribir aquí detalladamente sobre este extremo, aunque sería necesario precisamente ahora, en este período decisivo de la historia, en que está en juego la conciencia alemana de sí misma y el nuevo lugar de Alemania en el todo europeo. Un pueblo así podía producir individualidades de destacado nivel cultural pero, por mucha influencia que éstas tuvieran sobre individuos concretos, permanecían aisladas. Un pueblo así podía debatir sobre política sin llegar nunca al núcleo real de ésta. Podía tener sentimientos jurídicos y someterse, sin embargo, como pueblo, a cualquier violencia revestida de autoridad; con lo que ya estaba temiendo el terror antes de que entrase en acción. Glorificaba en un sinfín de cantos la libertad que no había conocido nunca como realidad política completa del individuo. Casi estoy por decir que, debido a su desorientación ante la multiplicidad de posibilidades, buscaba casi instintivamente un apoyo compensador en la entrega a la autoridad estatal y buscaba en el uniforme el contraste a lo multiforme de su espíritu. Nunca llegó a crear una comunidad nacional con un sello político que protegiera y mantuviera al pueblo durante generaciones. La falta de este fecundo efecto recíproco entre forma política auténtica, plena de contenido, e individuo rico en posibilidades, explica también por qué el pueblo alemán es al mismo tiempo tan valiente y tan cobarde. Esta doble esencia no la explica un sentimiento militarista nato. También el alemán teme individualmente la muerte por mucho que toda clase de místicas nacionales le hayan hermoseado la calavera. Pero, en cuanto se encuentra en una comunidad sólida, deja de temerla, pues en seguida idealiza la comunidad, sea la que sea, y se siente vinculado a ella por el «deber» y el «honor». Incluso en la más pequeña tropa de choque o de observación, o como combatiente aislado, sigue siendo valiente si sabe que la colectividad está detrás de él espiritual y moralmente. Pero en el momento en que sale revolucionariamente —para defender el Derecho, por ejemplo de las filas protectoras del grupo en concreto y tiene que luchar solo, con peligro de ser proscrito, por un alto ideal humanitario—, se asusta y se somete. Como persona individual políticamente es un cero a la izquierda, hasta tal punto objeto puro y componente de la masa que cualquier sucedáneo de política puede destrozar su derecho individual y su libertad individual; es más: Parsifal y Fausto en una sola persona, él mismo colabora para que se le pongan cadenas, figurándose confiado e ilusionado que es libertad lo que le traen. Alemania no se levantó contra el terror del nacionalsocialismo porque hasta ahora no ha sido nunca un pueblo político en el sentido auténtico de la palabra. En Alemania todos los héroes civiles fueron excepciones y tuvieron que ser excepciones unos pocos miles entre ochenta millones”.


*El Estado de las SS. El sistema de los campos de concentración alemanes. Eugen Kogon. Traducción: Enrique Gimbernat. Alba Editorial, España, 2005.