Por JOSÉ IGNACIO CABRUJAS
Comenzó el nuevo campeonato de béisbol profesional, señor Padrón Panza, y como yo renuncié en carta pública a la simpatía de su equipo, Tiburones de La Guaira, me di desde agosto a la vana tarea de sentir afecto por otro conjunto tal como suele sucederle a los separados matrimoniales tras un par de semanas de reacomodo y reencedido vital. Amar es una tarea ansiosa, agobiante. Amar es un estrés: esto lo dice el popularísimo Erich Fromm y lo refrenda mi desdichada vida. No sé si a usted le ha pasado, si forma parte de su experiencia vital, pero querer a alguien, simpatizar, animar el sentimiento, resulta sobre todo una fatiga. Se abandona la gente entre sí y al cabo de algunas semanas, dos a lo sumo, cuando la soledad muerde, hay agobio y necesidad de emprender vida de otra manera, tal como acaba de sucederme y le venía diciendo con el novedoso Pastora, la franquicia ideal, casi perfecta, para olvidar a los maltratados Tiburones e iniciar una existencia más dichosa o cuando menos esperanzada. Pero El Pastora, ¡ay de mí!, es un anticlímax, querido Padrón Panza. El Pastora no es del todo. El Pastora carece de legitimidad. Salen al campo y miran estupefactos las luces, como si las luces constituyeran una novedad en sus vidas: suena el himno y no saben qué hacer con las gorras: los pitchers patean demasiado la lomita, a la manera de quien se pregunta, ¿esto es una lomita?: se comportan como yuppies ilusos carentes de pasado, y utilizan un nombre de tradición deportiva, aunque fracasada a la manera de la legendaria Green Spot carbonatada. Pastora, en la Venezuela de hoy, es como llamarse Habana en Miami. Sí, pero no. Comprendemos, pero no sentimos.
Los vi salir al campo, Padrón, y me sentí ruborizado porque, en mi caso, apostarle al Pastora es como entregarle el futuro amatorio a una doncella: algo que un hombre de cincuenta y ocho años no debe permitirse, meramente por sentido del ridículo. Me vi a mí mismo en la tribuna detrás de la línea de primera, que es donde me gusta sentarme, celebrando un batazo del abridor de Pastora o una sucesión de strikes a cargo del lanzador, y llegué a sentirme obsceno como un fauno haragán en cualquier aprés-midi de julio. Hace unos meses, Padrón, descubrí a una libretista de TV que, de gustarle el béisbol, sería la perfecta postulante del novedoso equipo pastoreño. Alguien que cree en el futuro individual. Alguien que, en lugar de llamar ricos a los ricos y pobres a los pobres, los denomina «targets». Alguien que se quiere marchar a Canadá, y en el ínterin le falta el respeto al doctor Caldera como si faltarle el respeto al doctor Caldera fuese una rutina de amanecer virado. Demasiado medio ambiente para un escéptico funcional que es lo que soy yo en mis fondos. Demasiada confianza en el porvenir. Demasiado comienzo. Como Capy Donzella, que no tuvo jamás la oportunidad de olvidarse de sí mismo, ¿me explico? Como Trino Mora. Demasiado empezar.
Era, pues, un vacío, querido Padrón Panza, y días después, presenciando en televisión un juego Caracas-Magallanes, por cierto, animadísimo, sentí en mi interior la posibilidad de adherir mis sentimientos al primero de esos equipos. Después de todo, nací en esta ciudad engorrosa. Después de todo, el más elevado de mis ídolos deportivos, la gloria de mi adolescencia fue, es y seguirá siendo el excelso, el histórico —como dicen los fanáticos de la ópera— Chico Carrasquel. Pero en mi caso, hombre de los cincuenta, aporreado en los sesenta y echado a perder en los setenta, amigo Padrón Panza, Chico fue un héroe radiofónico antes que un atleta real o mensurable en el caso de que a los jugadores de béisbol se les pueda llamar atletas. Ciertamente lo vi jugar una docena de veces en el estadio de la Cervecería Caracas, y aprecié el dechado de sus lances, pero ninguno de ellos, ninguna realidad de guante específico y disparo a home, tuvo la impronta, el delirio estremecido que Buck Cannel construyó vocalmente en torno al portento Sarría. ¿Qué le voy a hacer, Padrón? A mí, este país me lo enseñaron por radio. Chico fue en el estadio de los White Sox, como la muerte del General Gómez, como el 18 de octubre del General Medina, como la caída de Rómulo Gallegos, como el asesinato de Delgado Chalbaud, como el golpe cívico-militar que derribó a Pérez Jiménez; cosas que se sintonizaron y nunca se vieron. Chico, desde luego, vestía la camiseta local, aquella que lo enredaba a sus orígenes en el equipo caraquista. Pero Chico nunca fue el Caracas. No faltaba más.
Tampoco me seduce el Caracas, estimado Padrón Panza. ¿Cómo decirle? Es un equipo obvio. Es como reconocer que el caudillo Alfaro es mejor político que Álvarez Paz, que la política económica de Miguel Rodríguez era superior a la de Matos Azócar: una injusticia razonable, pero, al fin y al cabo, una injusticia. Usted, no, Padrón Panza. Usted era lo adecuado, la medida tenaz de un perdedor metódico, como suelo definirme en la vida, la sistemática socarronería del inolvidable Musiú Lacavalerie.
No voy a cometer, señor Padrón, la necia jactancia de sugerir que mi carta anterior, publicada en las postrimerías del campeonato anterior, sirvió para algo o creó en el team guaireño alguna conciencia de mejoría deportiva. Pero sí voy a decirle que en esta expulsión beisbolística privada y en este vacío vital que intranquiliza a la nación a raíz del karmático gobierno del doctor Caldera, la única cosa que en Venezuela se ha recuperado son los Tiburones de La Guaira. Aquí se ha caído todo, amigo Padrón; el poder adquisitivo, la confianza, la libido, la cultura, la importación de pasitas, el futuro institucional y la fe en nosotros mismos. ¿No le estoy diciendo que la libretista de TV antes citada anda implorándoles una visa de residencia a los canadienses? Pero hay una excepción, y sería yo un canalla si no lo reconociera: contra todos los vaticinios, contra todas las voces agoreras, incluida la mía, Tiburones de La Guaira ha vuelto a brillar en el parque como en sus mejores tiempos. Un milagro, Padrón Panza. Un verdadero milagro, salen y ganan, pero mejor aún, salen y se afanan. Salen y son.
Imagínese entonces, querido Padrón, cómo me puedo sentir en este momento después de la metida de pata que cometí el año pasado al desafiliarme públicamente del equipo y escribirle a usted unas pesadeces dictadas por la desilusión y el temperamento. El corazón se me vuelca en la pantalla del televisor, porque al estadio no puedo ir, no vaya a ser que me abucheen los leales, o me arrojen merecidas latas de cerveza. Me siento mortificado, Padrón, renegado de mí mismo, pero sin rumbo. Fly. Me siento, fly.
Y ahora no sé qué hacer, Padrón, porque me agarraron entre primera y segunda cuando me quería robar la base y no entendí la seña del coach. Me he quedado sin equipo. He pasado del activismo a la teoría, y lo que es peor, a la melancolía.
De todas maneras, Padrón Panza, reciba mis más calurosas felicitaciones por este fénix de los Tiburones. Y si me permite un consejo de mentiroso observador imparcial: cuide el pitcheo.
Att: José Ignacio Cabrujas.
Un ex tiburonero que no sabe cómo volver sin lucir oportunista.