Por CAROLINA LOZADA / MAGDALENA LÓPEZ
ML: En intercambios previos, le hemos dado vueltas a la idea del desarraigo. En particular, pensaba el desarraigo más allá del desplazamiento espacial, como el despojamiento de nuestros principios para ordenar y percibir el mundo. Relacioné eso a las tantas interrupciones de luz que, en tu caso, viviendo en Mérida, hacen que la vida cotidiana se te vaya trastocando; como en una suerte de desarraigo de tu habitual día a día. ¿Te sientes una escritora desarraigada?
CL: Vivo en un país del que mucha gente se ha marchado. Recuerdo a Antonio José Ponte cuando le tomaron una fotografía, en La Habana, en una azotea durante una entrevista y atrás podían verse las viejas antenas de televisión. El fotógrafo le comentó que él parecía el sobreviviente de una hecatombe, de una catástrofe. Y, ciertamente, Ponte confirmaba que así se percibía. En mi caso siento algo parecido, como si fuese alguien que está tratando de mantener cierta cordura, buscando cómo me sostengo en esta especie de naufragio. Es como una sacudida interna. Mi desarraigo es interior. Me encantaría que pudiéramos salir de esta pandilla que nos somete y que Venezuela volviera a su caos. A un caos que es identitario de los países latinoamericanos. Mira lo que acaba de pasar en Perú, volvieron a sacar a un presidente. Ante esto una dice: es parte de la normalidad latinoamericana. Pero nosotros ya no tenemos esa posibilidad, esa alternativa. El apartamento donde convivo con mi pareja y mascotas ciertamente nos funcionaba como isla, un refugio del afuera. Pero también nos invadieron nuestra isla: nos quitan la electricidad, cortan la Internet, la hiperinflación te desborda. Te desarman tu refugio y te hartas.
ML: Lo que describes me recuerda a tu relato “Los pobladores” porque allí das cuenta de una invasión, inclusive en la vida privada, que te despoja de la posibilidad de tener alguna cotidianidad. En ese cuento la reacción de los protagonistas es defensiva, se intenta cierta reconstrucción de lo que se ha perdido, pero es una reconstrucción artificial, porque los vecinos solo pueden ser reproducidos en madera. La pareja que se queda intenta rehacer la utopía perdida, ¿cómo ves ese intento?
CL: En “Los pobladores” la salida es trastocada. La idea de utopía ya de por sí es trastocada. Esta gente empieza a ser invadida por algo que no se sabe qué es. Los que quedan empiezan a perder el juicio y se inventan una realidad alterna. Efectivamente, lo que a la pareja la mantiene unida a ese lugar es el recuerdo de algo que tampoco existe: el hijo muerto. Mi inclinación por esas ideas medio retorcidas quizás provenga de mi gusto por el expresionismo. Desde la carencia y el fracaso comienza la reconstrucción ficticia, fantasiosa, enloquecida de una población que dejó de existir. La pregunta es: ¿qué pasa cuando Antonio acepta hacer su propia talla como el salvador de San Mateo? ¿El refundador se asumirá como un prócer? Sigamos con el proyecto desquiciado de esta pareja: ¿qué puede surgir de algo que comienza desde lo utópico? La utopía se perdió, pero hay este impulso por reconstruirla. Como lo planteas en tus ensayos sobre el Caribe: tenemos esta idea de una constante refundación. Ese afán nuestro por lo épico. Tenemos unas ganas de revueltas, de patear todo, de refundar porque ahora sí. Como en “Los pobladores” la invasión llegó a mi casa, a la nuestra, a la real. Comienzas a soltar las amarras. El desarraigo ya está leudando.
ML: Claro, el desarraigo ya entró. Rememoré también “Casa tomada” de Cortázar. ¿Hiciste esa asociación en algún momento? Fíjate que se ha comentado mucho la relación de “Casa tomada” con el peronismo.
CL: Cortázar nunca explica de qué se trata esa invasión. Nos pasaremos la vida estudiando qué pasó en esa casa tomada. Pero recuerda lo que él decía: los discursos políticos entraban por su ventana desde los altoparlantes y lo molestaban. Él quiso huir de ese estruendo.
ML: Algo similar aparece en tu cuento “El ruido”. Al final termina imponiéndose una VOZ mayúscula sobre las demás. Son rasgos bastante totalitarios, hay algo que va minando la vida interior y el espacio mínimo de lo humano. Ahora, con respecto a los personajes, los muñecos de madera en “Los pobladores” serían como la contrapartida de esos otros cuerpos que aparecen en el resto de tu narrativa. Juegas mucho con una materialidad extrema. Son personajes muy “físicos”. ¿El cuerpo es lo políticamente incorrecto?, ¿lo que incomoda?
CL: Si observas al protagonista del cuento “El disfraz”, se trata de un personaje homofóbico y resentido. Es un patán que se la pasa diciéndole a la esposa, que tiene problemas depresivos, “la gorda” o “mira, gorda, te vas a morir de tanto jartar”. Lo grotesco está ahí muy presente. Mi libro del 2013, La culpa es del porno, es un libro de pulsiones y sexualidad trastocada, es grotesco, festivo, burlón y algo incorrecto. Me gusta aquello que haga irrupción, que moleste, que perturbe. El cuerpo y sus pulsiones son una manera de incomodar, repugnar, hacer soltar una carcajada o un mohín de asco. Luego llegó el 2014, las guarimbas, la represión, la muerte y el tono cambió. Fue inevitable.
ML: ¿El 2014 fue un punto de inflexión?
CL: Sí, ese año empezó el verdadero martirio, la escasez, las manifestaciones callejeras, la represión, los encarcelamientos, la muerte, el desangramiento llamado diáspora. El país se fragmentó. Mis cuentos centrados en lo comunitario empezaron a tomar un giro hacia el control y la individualización del sujeto. En El cuarto del loco y El perro estar la comunidad no es el centro; es el sujeto que ha sido aislado. Un sujeto que ha perdido un poco el juicio y está siendo ordenado y controlado. De hecho, en uno de los cuentos a los personajes se les entrega una cartilla de palabras para que armen sus oraciones. El lenguaje se somete a una prótesis. Ya hay obviamente un sistema totalitario pujante. No lo nombro frontalmente porque no me gusta hacer relatos periodísticos. Cuando escribí “Un hombre de poca importancia”, aquel texto donde un hombre construye un fuerte hecho de migas de pan y el personaje se va animalizando, lo hice con la intención de transmitir esa sensación de aplastamiento y deshumanización que pretenden los regímenes totalitarios. Supongo que ese ser arrinconado y animalizado viene de Kafka. Cuando merodeaba la idea de ese cuento, sentía tanta presión y oscuridad que me dije: tengo que escribir este estado, porque no es un cuento: es un estado anímico. Se me ocurrió eso después de pasar días sin electricidad y con un ahogo que me apretaba el pecho y me nublaba la cabeza, el panorama, el futuro. Tengo que sacar esto, me dije; así fue como apareció este hombre que termina parado en cuatro patas, asumiendo una condición de insecto, o la costra que queda de estos una vez secos. Lo mismo ocurrió con “Los solos”, que más que cuento es un desconsuelo.
ML: El ser engullido es muy sugerente porque también te van quitando tu carne, tu materia, tu ser, porque no es solamente la sombra en uno de tus cuentos lo que te constituye, también es la carne.
CL: En Venezuela este hecho no es metafórico, es real.
ML: A propósito de esta entrada de lo real, ¿qué me dices del cuento “El desconcierto” y esos estómagos vacíos sonando por todo el pueblo?
CL: ¿Supiste del hallazgo de dos ancianos que murieron literalmente de hambre? Tal vez por morbosidad, me puse a leer acerca de cómo es la muerte por hambre. Al parecer, el cuerpo empieza a consumirse, a devorarse a sí mismo.
ML: Pero tu cuento es anterior.
CL: La literatura es bruja. Yo creo que algunas cosas que escribí ni siquiera son cuentos. Son especie de estados anímicos. Una oye el río, cuando crece y viene ese ruido, esa tormenta. Es que sales a las calles y ves los cuerpos. Ves la delgadez y notas cómo la correa no puede sostener los pantalones. Ya esos pantalones no son para esos cuerpos. Tú ves a la gente perdiendo masa muscular. Es real.
ML: Es un aspecto que ya encuentras en la literatura cubana desde los noventa: los cuerpos famélicos. Aparece un orden en el que priva el “todos contra todos” o “todos nos comemos a todos”. Recuerdo narraciones en las que los cubanos salen a los tejados de las casas a cazar gatos con una caña de pescar u otros en que comercian con carne humana. También hubo narraciones sobre gente que criaba cochinos en sus casas. Imagínate un cerdo en un apartamento, metido en una bañera, chillando. Para acallarlos les sacaban las cuerdas vocales. Hay toda una literatura cubana que alude a ambientes grotescos y escatológicos que son los que van creando estos sistemas. Hay algo de eso en tu cuento “El desconcierto”. Un asunto de ruidos, de estómagos que chillan; es brutal. Tu escritura parece estar dialogando con esa literatura cubana, sin que necesariamente la hayas leído. Claro que tienen que ver con experiencias históricas similares, pero que yo creo que estas resonancias están relacionadas también a una preocupación por poner el oído en nuestros cuerpos. De los cuerpos humanos sin carne en “El desconcierto” me gustaría pasar ahora a los cuerpos animales de tus últimos relatos. Tienes por allí una vaca y también una rata. ¿Qué nos dicen estos animales?
CL: Quisiera que el argumento de “La vaca” hubiese sido una ocurrencia mía. Pero no, eso fue real. No recuerdo en qué lugar asaltaron una hacienda y mataron a la vaca. La mataron a pedradas y la desmembraron, y cada quien rasgó, arrancó su parte. Pasamos de la sobrevivencia a atracar, a desgarrar. En este punto una dice: atacaron la vaca. ¿Después qué viene? Escribir algo como “La vaca” fue una reacción de pavor. En el caso de “La vieja y la rata”, siempre me han interesado los personajes del margen. Me gusta enfocar hacia otro ángulo, donde pega menos la luz. Obviamente Raskólnikov es el centro de Crimen y castigo, pero yo quise preguntarme por la vieja prestamista. Pensé en la miserable vida de la vieja vista desde los ojos de una rata, su única compañía.
ML: Sería como otra mirada a la novela de Dostoievski, como conectarlo a esta precariedad corporal de la que venimos hablando.
CL: No fue intencional. Solo tomé prestada a la vieja y la acompañé de una rata. Por ejemplo, me hablas del cuerpo en mi escritura y yo no lo había pensado de esa manera. Yo pensaba en el hecho de que insisto en esa idea de lo comunitario trastocado. Otra cosa que me interesa es desenfocar el centro, porque prefiero lo minimalista y lo que está al margen. De ahí quizás venga mi tendencia a fijarme en las vidas minúsculas de los insectos y otros tipos de especies como los escarabajos. Los observo, veo cómo ellos van con su bolita de estiércol a cuestas y me pregunto si no estamos en la misma tarea. Fíjate en las hormigas, trabajan y trabajan y puedes llegar y aplastarlas con el pie. Creo que con el enfoque hacia esos ecosistemas estoy traduciendo un poco el estado general nuestro, como esa especie de brega, de lucha diaria que no es épica. Estamos bregando por nuestra vida, pero tenemos encima una opresión discursiva, real, financiera. El pie-pata a punto de aplastarnos.
ML: Veo como una intencionalidad de despojar lo humano, de borrar sus rasgos, de reducir al ser humano a la cercanía con su animalidad.
CL: Creo que sí hay una intención de despojarnos de ciudadanía, de arrebatarnos la modernidad. Al Estado anti-ciudadano no le importa nuestra salud, nuestros olores, nuestra higiene porque la idea es animalizarnos.
ML: ¿Tú crees que hubieras podido escribir estos cuentos si no estuvieras en Venezuela?
CL: No podría decir sí o no. Pero en el caso de lo último que he escrito ha sido con padecimiento, no ha sido placentero para nada.
ML: ¿Antes lo era?
CL: Escribir no es cuestión de placer o no placer. Sin embargo, me divierten esos cuentos como “Gótico americano”, que son disparatados. Pero la mayoría del contenido de El cuarto del loco y de El perro estar son estados anímicos, textos breves escritos bajo una sensación de ahogo y oscuridad.
ML: Últimamente se habla mucho del insilio en Venezuela, pienso en Lezama como un insiliado clásico. ¿Te sientes insiliada?
CL: Me siento atrapada y con mucho agobio. Si eso es sintomático del insilio, pues estoy insiliada. Me siento marginada como ciudadana y violentada en mis derechos humanos.
ML: En relación con esa sensación de ahogo, ¿no te ha quitado las ganas de escribir?
CL: No, al contrario; aunque hay momentos en que no quieres hacer nada. Pero también están esos otros momentos donde tienes la pulsión de escribir, de desgarrar. En más de una ocasión me he planteado: necesito escribir esta zozobra, es preciso que la haga texto. Ningún régimen puede acallar la cabeza ni el pensamiento. No, no, no, allí ellos no ganan. Al arte, en cualquiera de sus manifestaciones, pueden cercarlo o intentar controlarlo, pero siempre hay rendijas.
ML: Es algo que puedes percibir en toda la producción cultural del Caribe a pesar de tanto autoritarismo sufrido.
CL: A propósito, Magdalena, ¿cómo es ese planteamiento tuyo de que llegamos tarde a nuestras caribeñidad?
ML: Creo que vivíamos en una burbuja que nos impedía establecer vasos comunicantes hacia afuera, y uno de esos “afuera” era el Caribe. Muy pocas veces nos pensábamos como parte de un Caribe mayor. La Gran Venezuela nos hacía excepcionales. Además, está la falsa idea de que como el Caribe se reduce a islas, nosotros no entrábamos del todo allí. Sin embargo, hay un montón de vínculos que no necesariamente son conscientes, pero que de alguna manera nos han puesto en el mapa o en una comunidad más amplia. Es algo que intenté plasmar en mi novela Penínsulas rotas. Por otro lado, antes no necesitábamos de lectores afuera porque teníamos un Estado que subvencionaba la cultura. Ahora mismo, la ausencia de ese Estado benefactor nos ha permitido una apertura. Es un desarraigo que yo creo positivo. Siempre hay riesgos, claro: veo que se escribe mucho también para el mercado español, para complacer cierto exotismo morboso. Creo que hay que apostar por otros vasos comunicantes. Tu libro El perro estar, por ejemplo, tendría que ponerse en diálogo con algunos escrituras jóvenes de Cuba y de la República Dominicana. Eso sería riquísimo.
CL: Veo que manifiestas bastante interés por el asunto de la animalidad, lo material en relación con el Caribe.
ML: Lo animal va más allá del sujeto consciente. El yo es el rollo identitario: yo soy, yo vengo de. Cuando uno se mete en la cuestión animal hay otras líneas, otras confluencias inconscientes que no pasan por el ego. Creo que eso es visible en buena parte de tu escritura. Cuando tú vas hacia lo animal buscas algo que no pasa por la reflexión afirmativa o cartesiana y, quizá por ello, cuando te hago algunos comentarios sobre tus cuentos, me respondes “no había pensado en eso”. Ni el sujeto ni la literatura se agotan en el yo. Lo animal funciona para vislumbrar entonces todo eso otro ilegible. Lo animal no nos va a llevar a ninguna ideología, nos permite deslastrarnos de los grandes relatos. Me gustó cuando usaste la palabra bregar porque en El arte de bregar, Arcadio Díaz Quiñones contrapone el bregar al luchar. La brega significa negociación porque estás en desventaja. No te queda otra que transar, es cuestión de sobrevivencia. Díaz Quiñones habla de Puerto Rico como un país que brega porque no tuvo guerras de independencia, carece de épica. Pensemos, en cambio, en el Che o en Simón Bolívar, hasta en sus derrotas hay la grandilocuencia del morir por una causa. Creo que esa dimensión sacrificial nos ha perjudicado mucho. Al contrario, como el que brega está tratando de zafar como pueda, no es un sujeto atractivo para los megarelatos.
CL: Estoy de acuerdo, el discurso heroico nos ha entrampado. “Vamos a luchar hasta el final”… Hasta que el final pase sobre nuestros cuerpos. Pero yo me asumo cobarde. Yo quiero este cuerpito para que siga haciendo cosas, quiero seguir comiendo literatura con las manos.