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Esa hermosa locura llamada El Sistema

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“De verdad que yo no quería ir a esa bendita orquesta en la que estaba un loco dirigiendo, con la cabeza llena de canas”

Por EDICSON RUIZ

Cuando yo era niño no parecía que la música fuese mi destino. Mi mamá no era especialmente aficionada al mundo musical, y en nuestro apartamento de La Candelaria sonaban Alfredo Sadel, Rocío Dúrcal, Roberto Carlos y Julio Iglesias, pero no mucho más que eso. Tampoco había músicos en la familia. Mi primer ensayo dentro de El Sistema, cuando tenía once años, fue un desastre: rompí las clavijas de la viola que recién me habían dado.

No me llamaba la atención la música clásica y tampoco quería formar parte de esa orquesta, pero el empeño de mi mamá hizo que allí estuviera. Con el afán de alejarme de las garras del ocio ella ya me había metido en karate, natación y cerámica. Luego pasé brevemente por la Coral Infantil Flor Roffé y sus clases de flauta dulce, en las que se metió conmigo para apoyarme.

Hasta un día en que, por esas idas y venidas de la vida, se encontró con una amiga que le dijo que había metido a sus hijos en la orquesta sinfónica. Y ella, que no me quería ver cerca de las malas juntas que vivían en nuestro edificio, dijo sin pensarlo: “Voy a meter al mío también”.

Así fue que comencé a ir al núcleo San Agustín, que quedaba frente a Parque Central. De verdad que yo no quería ir a esa bendita orquesta en la que estaba un loco dirigiendo, con la cabeza llena de canas, haciendo todo el tiempo los mismos movimientos con la cabeza y los brazos como si fuese un robot. Se lo dije a mi mamá, pero ella insistió: “Si no te gusta, te sales. Pero lo vas a probar”.

Mi mamá tenía razón: nunca me salí. Después de darme cuenta de que la viola no era lo mío, rápidamente me cautivó el contrabajo. Aún recuerdo cómo resonaba toda la sala de ensayo con una sola nota. En ese momento comencé a intuir una idea que se ha ido afianzando durante todos estos años: para contar una historia con un violín tienes que tocar cientos de notas, pero con el contrabajo solo basta una.

Lo recuerdo como si fuese ayer: cada nota se sentía en la silla, en el piso, en la suela del zapato. A mis once años, El Sistema comenzaba a transformar mi vida, como la de otros cientos de miles de niños.

El loco método del “profesor de los niñitos”

Cuando el maestro Abreu empezó el proyecto de El Sistema, así le decían: “Ahí viene el profesor de los niñitos, ahí viene”. Nos decían los niñitos locos, pero en realidad la locura no estaba en nosotros sino en el método que instauró el maestro. Una locura hermosa.

Se trata de un método poco ortodoxo, por decir lo mínimo. Y ahí es donde reside el secreto de El Sistema. La analogía de la licencia de manejo ayuda a explicarlo mejor: en otros países tienes que comenzar por las clases teóricas, te tienes que aprender el librito completo para hacer una prueba teórica, y luego una prueba práctica, y también una prueba médica. Aquí, más bien, es como si te sentaran en el carro sincrónico, en plena autopista Francisco Fajardo, y te dijeran: “Arranca”.

Desde el principio, el maestro Abreu supo que tenía que centrarse en la práctica para no desmotivar a los niños y jóvenes con métodos tediosos. Su lógica infalible le decía que la teoría se podía aprender luego, sobre la marcha, sin correr el riesgo de que muchos chamos talentosos desertaran. ¿Cuántos talentos ha perdido la música por insistir en la enseñanza a través de métodos anticuados?

Yo soy prueba de ello: enseguida me solté el moño, comencé a disfrutar y aprendí a una velocidad que hubiese sido imposible en otros países o bajo otros modelos pedagógicos. En dos años aprendí lo que convencionalmente hubiese aprendido en nueve. El maestro Abreu, con su locura y su método tan poco ortodoxo, logró que en seis años yo pasara de ser un niño sin ningún tipo de trasfondo cultural a un joven de 17 años que estaba al nivel de la Filarmónica de Berlín.

Eso es El Sistema: un método descabellado que impulsa una evolución y un desarrollo cuántico de las habilidades de los niños. Un sistema descabellado y genial.

Por cierto: cuando me fui a Berlín el maestro, que ya era mi padrino de confirmación, me dio todo su apoyo a pesar de que no le gustaba que los chamos de El Sistema se fuesen del país. Gracias a él, seguí muy vinculado, regresando tres o cuatro veces al año para dar clases en diferentes núcleos.

Más allá de lo musical

Al mismo tiempo, El Sistema es mucho más que ese método genial. No podía ser de otra manera, naciendo de los enormes valores humanísticos del maestro Abreu.

Él y su equipo se propusieron sembrar valores en una sociedad tan devorada por su propia realidad, que ha sido tan cruel. De esa visión nació este hermoso organismo vivo por el que han pasado cientos de miles de niños y jóvenes. Ya son más de un millón que emprenden la búsqueda de la belleza mientras practican una sociedad idónea en la que todo es concertado, las relaciones son de interdependencia y la constancia, la disciplina y la perseverancia son el único camino hacia la superación.

Por si fuera poco, la transformación no es meramente individual. Estos chamos también van transformando sus entornos, sus familias, sus comunidades. Ocurre un proceso de transformación social, porque ellos van siendo multiplicadores de dignidad y orgullo.

Ahí reside la grandeza del maestro Abreu. No solo fue un músico tremendo, que además en su momento fue el congresista más joven de la historia del país. También fue un hombre con una inteligencia extraterrestre, que tenía habilidades administrativas y políticas sin igual, y unos valores humanísticos extraordinarios. Un absoluto visionario.

De ahí nace este ecosistema que cuenta con vida propia y hoy en día tiene 72 réplicas a nivel mundial. Las generaciones de relevo van ocupando los puestos que la diáspora deja vacíos, y van surgiendo nuevas propuestas de los propios muchachos. Es alucinante la cantidad de ideas que afloran cada día. Son tantas, que ni siquiera el maestro Abreu se hubiese dado abasto para atenderlas todas.

Se trata, además, de una labor que no tiene fin. En una entrevista que le hicieron al maestro, le preguntaron si ya daba su obra por culminada. Respondió: “No. Esta obra es infinita, y apenas estamos al comienzo”.

En otra oportunidad, le preguntaron: ¿Maestro, pero usted, siendo el alma de este proyecto, cree que cuando ya no esté El Sistema seguirá existiendo? Respondió: “Mira, cuando yo no esté, serán los mismos niños los que lleven este proyecto adelante y los que hagan que la música siga viva”.

Y claro, el maestro no se equivocó.

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