Por KARL KRISPIN
“…pero cuando miro hacia atrás, en retrospectiva, tengo la sensación de llevar aquí arriba quién sabe cuánto tiempo, y de que ha pasado toda una eternidad desde el día en que llegué y, de entrada, no me di cuenta de que ya había llegado, y tú me dijiste: “¿No vas a bajar?”
La montaña mágica, Thomas Mann
Nuestro mundo contemporáneo pareciera tener una relación un tanto contradictoria con las novelas de largo aliento. Obras como Don Quijote de la Mancha, Guerra y paz, Juan Cristóbal o La montaña mágica vienen siendo acusadas de ser muy voluminosas y por tanto incompatibles con la actual civilización que ufana un tiempo restringido. Hay algunos esclarecidos que pontifican que la lectura que mejor se acopla a nuestra era es la minificción. Lo anterior no es más que una falsedad y una pretensión en la misma categoría de aquella que urge a que “una imagen vale más que mil palabras” (¿por qué esta frase tan reciclada no se ha expresado nunca con una imagen?). La literatura de consumo masivo manufacturada en los Estados Unidos de escribidores y ghost writers que identifican tendencias y gustos en el consumidor como si se tratase de un acondicionador capilar o de una crema antiarrugas coloca en su estantería obras tremendamente corpulentas. Es más, una novela corta se mira con cierto recelo por esta industria al por mayor. En la literatura que es literatura, no en este infortunio auspiciado por los gerentes de mercadeo, hay novelas muy extensas que han tenido una acogida más que entusiasta entre los lectores. Cito las novelas de Murakami o las de Jonathan Littell, en particular Las benévolas. La relación del tiempo es otro de los retorcimientos de nuestra hora actual. Así como hay quienes invierten incansablemente su tiempo en tres, cuatro o cinco temporadas de una serie de Netflix, del mismo modo hay lectores que no miran el segundero para medir el paso de las páginas. Decir que no se tiene tiempo es una conclusión incompleta. Habría que matizarla con que no se quiere tener tiempo para tal o cual actividad. Los vendedores de lectura veloz son los más cándidos de la mercadotecnia: sostienen con convencimiento que se pueden digerir párrafos a altas velocidades. De modo que parece gestarse un problema que algunos lectores quieren tener con determinadas obras literarias. Estos prejuicios parecieran característicos de nuestro acontecer hispano. Si uno lee un artículo del New Yorker o del NY Times, la brevedad no es una de sus características. Quizá cuando los acusadores de La montaña mágica descubran lo que se esconde tras ella, su lectura contribuirá a dilucidar o a elevar el problema del tiempo para “los de abajo”.
En un curso que di sobre literatura alemana y centroeuropea (el nombre no fue mi responsabilidad) en la Universidad Metropolitana de Caracas, decidí confeccionarlo escogiendo a cinco autores con sus respectivas obras. Fausto de Goethe, El mundo de ayer de Stefan Zweig, La montaña mágica de Thomas Mann, El proceso de Franz Kafka y El tambor de hojalata de Günter Grass. Cuatro meses antes de su comienzo envié a mis futuros alumnos la relación de las lecturas. Increíblemente, hubo alguna protesta alrededor de La montaña mágica y durante el curso unos asistentes admitieron con descaro que no habían leído la obra. Hay un problema personalizado con su lectura y las reflexiones del curso me han llevado a preguntarme si es posible hoy en día leer La montaña mágica y su eventual conexión con el orbe de estas horas.
El abuso de ciertas etiquetas y las consideraciones del propio Mann han espantado a los lectores. No cabe duda de que injustamente. Si me he decidido a escribir sobre la novela es que pertenezco al grupo de sus defensores y desde esta barricada haré lo propio para que no caiga en manos enemigas. La simpatía que le tengo a la obra de Mann no es necesariamente extensible a su autor. La etiqueta de Bildungsroman, la novela de formación ha contribuido a otorgarle una condición de escolaridad en tanto que tiene un propósito edificante. Nada más escuchar esto último es motivo más que legítimo para pegar la carrera porque la literatura no ha sido concebida como un aprendizaje de moral o de buenas costumbres. Puede cambiarnos en lo individual pero nunca en lo colectivo. Y la literatura que se ha compuesto sobre la base de estas premisas virtuosas es completamente prescindible. Nuestro lector contemporáneo, navegador de la red y usuario de apps se preguntará qué tendrá que aprender, cómo se formará en esa obra que se desarrolla en un balneario de tuberculosos. La interrogante no es fortuita y lo primero que debemos hacer es desacralizar las conclusiones, y oprimir el comando “delete” al incómodo Bildungsroman, y que cada cual se haga una idea de conclusión sin adelantos. No hay peor cosa que un prejuicio negativo. También no hay mayor desacierto que un autor sobrevenido en intérprete de su propia obra. Una obra publicada se pone en medio de una conversación como asomaba el intelectual mexicano Gabriel Zaid. En este sentido su exégesis es del dominio público. Descreo de un manual de uso de su obra colocado al pie de página por un escritor. Cuando se lee la correspondencia de Mann, en particular la que mantuvo con Paul Amman, se llega a la conclusión de que el escritor era un improbable humorista o no entendía la propia obra que compuso. La muerte en Venecia lo dejó un tanto exhausto dentro de la seriedad y cuenta en sus cartas que La montaña mágica iba a ser una obra humorística y breve como contraparte de la novela veneciana. Por otra parte, Mann subestima al lector y esto ha sido una pieza clave del posible rechazo que suscita. Mann llega a decir que para entender La montaña mágica hay que leerla dos veces. El escritor interrumpió la escritura montañosa durante la Primera Guerra Mundial para escribir Las consideraciones de un apolítico, una obra que trasluce su personalidad reaccionaria y germanocéntrica que defendía una autarquía cultural y veía con recelo la influencia externa. Luego hay un segundo o tercer Mann que es el que acusa recibo de la derrota después del fin de la guerra, y que se dedica a ser un campeón de los valores del liberalismo y la democracia. Esto tendrá una inmensa consecuencia en el reinicio de la escritura de La montaña mágica. Estos dos Mann que están en contradicción se verán si se quiere expuestos y representados en Settembrini y Naphta como personajes enfrentados en la obra y que son el resultado del incendio que deja ardiendo Mann en las Consideraciones de un apolítico. Esta disputa se proyecta al choque de trenes entre lo septentrional y lo meridional, entre el norte protestante y el mediterráneo católico. Esto también se vislumbra en La muerte en Venecia y el propio escritor vivía en lo personal, no sé si consciente o inconscientemente, la lucha entre la herencia de su padre de Lübeck y su madre germano-brasileña, valores que ponen en la balanza lo apolíneo y lo dionisiaco. Mientras su padre era un comerciante correcto y ortodoxo, a su madre la acorralaron los excesos, entre ellos el de la morfina. Al enviudar de Thomas Johann Heinrich Mann, Júlia da Silva Bruhns se traslada con su prole a Múnich, Mónaco de Baviera, y alienta a sus hijos Heinrich y Thomas a visitar Italia. El tercer Mann es el del exilio en los Estados Unidos y luego en su vida final de Zürich autoerigido, especialmente en su etapa de Pacific Palisades en Los Ángeles, como representante de los valores culturales de Alemania y hasta funge de juez al despreciar como un acto de cobardía el suicidio de Stefan Zweig en Petrópolis. Fue tanta la seguridad de esa representación en el período californiano que hasta se atreve a retar al propio Goethe en su terreno cuando compone su versión de Doctor Fausto. A pesar de sí mismo y el modo como era percibido, Mann declaraba en aquel momento a la BBC de Londres: “…yo no soy nacionalista, hace tiempo que lo nacional se ha convertido en algo provinciano…”. En Pacific Palisades recibió la visita de la entonces adolescente Susan Sontag, quien años más tarde publicaría un ensayo llamado Thomas Mann y yo en el que dejó grabada su impresión: “… al final de la visita, mi amigo y yo nos sentimos como dos adolescentes que fueron a perder la virginidad en un burdel…” porque les pareció que enfrentarse a Mann, que era una figura hercúlea, prometeica, el rey de la literatura alemana en el exilio, era un poco desflorarse o perder la inocencia.
He leído la obra unas cuatro veces. En la biblioteca familiar de mi casa existía una versión publicada por la editorial Diana de México cuya portada y su papel se volvieron ilegiblemente marrones con los años. No fue sino hasta la aparición de la traducción de Isabel García Adánez y la edición de Edhasa conmemorando los 50 años de la muerte de Mann que comencé el ascenso hacia el Berghof. Mi primera lectura data de 2011 y al año siguiente organicé en la Universidad Metropolitana un foro sobre la obra que se llamó “El reto de La montaña mágica” y tuvo un lleno total. Actué de moderador y convoqué a tres fanáticos del tema, lectores y no especialistas: el librero Andrés Boersner, el abogado Mario Pesci Feltri y la escritora Clara Machado. El primero se la lee todos los años religiosamente, el abogado mantiene una relación cuasi obsesiva con Mann y tiene en su casa caricaturas imaginarias de sus conversaciones con el escritor. A la escritora un día su padre le dijo: “Nunca te voy a decir lo que deberías o no leer, pero considero que si alguien en este mundo no ha leído La montaña mágica es un ser muy incompleto”. La terna fue muy auspiciosa y lo que lamento es que ese día el foro no quedó grabado, cosa que siempre hago con mis eventos para su posterior publicación.
Lo primero que hay que resaltar es el tema de la montaña como una división entre los de arriba y los de abajo. La montaña ha sido un sitio de peregrinación y reclusión espiritual a lo largo de la historia y la literatura religiosa, lo mismo lo es para la concepción de Thomas Mann como destino de purificación personal. La montaña sugiere igualmente una herencia romántica que siendo mágica denota haber sido objeto de algún encantamiento. El romanticismo volvió a vincular al hombre europeo con la naturaleza, y lo hizo encontrar en ella una justificación. La montaña romántica de Mann apunta a la naturaleza como dadora de respuestas. Sus habitantes, si bien están enfermos, han encontrado en ese espacio la clave de una resolución incompatible. Es como si fueran poseedores de una contraseña especial que los distingue: la virtud de ser residentes de una comarca privilegiada. Se trata de los elegidos de un Shangri-Lá confeccionado por el capricho de un inspirado (¿el doctor Behrens?), construyendo una utopía privada a salvo del resto de la humanidad, descorchando bombonas de oxígeno y con un tiempo que apenas si transcurre. Estos párrafos encierran las claves de una novela que ceremonia una mudanza personal más allá de la perorata del Bildungsroman. Cada lector tiene su propio modo de habitar en el balneario construyendo su definición de la totalidad de la vida además con la tutoría de Settembrini y Naphta. La obra está llena de referencias crípticas, numerológicas que toca descubrir, por eso es una novela que se parece por lo menos en ese aspecto al Fausto de Goethe que tiene sembradas una serie de evidencias de secretismo ofrecido al lector para desvelarlo. Esta es una novela que hace una inmensa reflexión sobre el alma, sobre la civilización, sobre la política, sobre casi todo de lo que hay que reflexionar o que le tocó reflexionar a los personajes de Mann en su época. Pero este tomarse muy en serio las cosas, la afirmación vidista, se hace con la muerte y el sufrimiento como destrezas del aprendizaje. En su conferencia dictada a los estudiantes de la Universidad de Princeton el 10 de mayo de 1939, Thomas Mann señala lo siguiente: “Para vivir dice en alguna ocasión Hans Castorp a madame Chauchat: … hay dos caminos: uno es el común, directo y correcto. El otro es tremendo, conduce a través de la muerte y es el camino genial”. Vale decir que el pasaje del dolor, el sufrimiento, de acuerdo con esta ética es la vía perfecta hacia el aprendizaje. Esta concepción de la enfermedad y lo insano como estación de paso necesario hacia el conocimiento, la salud y la vida convierte a La montaña mágica en una novela de iniciación.
En la obra hay un permanente culto a la muerte. Y en algún momento Castorp y Ziemssen se dedican a ser “buenos samaritanos” ayudando a los pacientes a morir bien. Entonces tienen revelaciones ante quienes mueren y en sus últimos momentos ven el aliento postrero, la cara de la persona despidiéndose sin el estorbo del patetismo y las frases de funeral. Hay una fascinación detallista con la articulación del deceso. Una de las formas de esta iluminación es precisamente conocer la frontera entre la vida y la muerte como un factor didáctico. Hans Castorp no ha llegado al Berghof a morir, todo lo contrario. Cuando decide quedarse y siente la alegría del ascenso de la temperatura en el termómetro, recibe la dolencia, pero no quiere morirse. De hecho, en algún momento le dice a Settembrini: “Si tengo que agregar algunos grados a mi fiebre, me quedaría aquí para sin duda escucharlo a usted”. La enfermedad se convierte en el vehículo para un resplandor. Castorp quiere entender los signos que va reconociendo y el Berghof le sirve para empezar a afirmarse en su gnosis particular. Comienza a entender que está llegando a algo y por eso tiene aquel capítulo delirante de completa revelación entre lo real y lo imaginario entre el fulgor de la nieve en que parece perderse, pero es que está vagando por las propias verdades de sí mismo.
¿A quién escoge el narrador como recipendiario de este mundo de iniciación? A un hombre común, a un hombre mediocre, vulgar, entendido esto a un ser que no ha tenido tiempo de construir alrededor suyo ningún tipo de reconocimiento, “…mediocre, porque, de alguna manera, era consciente de esa falta de motivos”, como leemos respecto a él. Hans Castorp llega a Davos Platz a visitar a su primo Joachim Ziemmsen. Pronto la atmósfera del lugar lo atrapa fatalmente hasta que el termómetro le manifiesta la enfermedad. No es un individuo especial. Lo cual quiere decir que Mann no construye un personaje reclutado de alguna militancia espiritual ni muchísimo menos, sino que es un ingeniero que debe cumplir un trabajo, que le toca honrar la tradición de sus mayores y que en medio de sus inescapables obligaciones se ve interrumpido por la dolencia a la que le da la bienvenida con regocijo y dicha. Por ello se queda en la montaña por siete años. Luce interesante que Castorp sea ese hombre común y corriente. Un hombre que se prepara para encarnar lo que José Ortega y Gasset denominó el hombre masa. Pero, como ha señalado también el filósofo español Javier Gomá Lanzón, en la concepción y en la aceptación de la vulgaridad contemporánea están las claves de conversión para transformar esa vulgaridad en un compromiso con la polis. Y lograr construir una paideia a través de la aceptación de la vulgaridad. Por ello Hans Castorp es un bienaventurado que recibe el otorgamiento de los secretos de la montaña mágica.
En la obra como en buena parte de la restante de Mann está el tema de su homosexualidad de armario. Los diarios de Mann publicados póstumamente, y que escandalizaron a la sociedad alemana, lo exponen admitiendo que se sentía atraído por su propio hijo Klaus. Mann escogió la vía de la literatura para metabolizar sus dramas sexuales internos, ese dilema espiritual y moral que lo acompañaba y que redirige hacia sus personajes drenando en ellos lo que quizás no se atrevió a admitir en vida. Recordemos que Hans Castorp evoca a un compañero de colegio que le regaló unos lápices, Pribislav Hippe, y él se sorprende por este regalo que adquiere la categoría de un símbolo fálico. Lo primero que hace Hans Castorp con la tártara distinguida Clawdia Chauchat es preguntarle si tiene un lápiz; pareciera estar obsesionado con el tema. En compañía de este tema transversal hay un ardor dominado por el sexo, sobre el cual el mismo narrador señala: “Una pasión contenida puede llevar a la enfermedad” … “el síntoma de la enfermedad era el reflejo de una actividad amorosa reprimida. Toda enfermedad es una metamorfosis del amor”. En una noche de carnaval, bajo la libertad báquica, aunque con un sino dionisíaco de fachada, el ingeniero naval de Hamburgo Hans Castorp se atreve a tutear a Clawdia, la de los alegres portazos, eso sí, renunciando a su idioma, que es como vestirse de una personalidad ajena y presumimos que ha llegado a un acto amoroso en francés con ella, lo cual no es del todo claro y alimenta una sospecha aparente. “Hablar francés es hablar, de alguna manera, sin responsabilidad”, dice Castorp. Y cuando Castorp y Clawdia se despiden intercambian sus placas pulmonares que son sus documentos de identidad. El narrador sin embargo es cruel con Castorp cuando hace regresar a Clawdia con Mynheer Peeperkorn, su amante holandés, el más vital y sanguíneo de los personajes frente a quien Castorp se comporta de manera servil y obsequiosa. Peeperkorn termina inexplicablemente suicidándose. Es como si la afirmación vitalista no tuviera cabida sino explicada como señalamos por la enfermedad. Anteriormente, esa misma crueldad se pasea por la vida de Castorp cuando descubre el retrato de Clawdia pintado por el doctor Behrens, el monarca silencioso del Berghof, y Hans con dolor sospecha que el médico “viudo en los juegos ardientes” la ha sumergido entre sus sábanas.
Uno de los elementos fascinantes es el tiempo. En el Berghof la unidad temporal más pequeña de medición es el mes. De hecho, durante las primeras 122 páginas llegamos a la conclusión de que ha transcurrido apenas un solo día en la vida de Hans Castorp en el sanatorio. El tiempo no existe obviamente en la eternidad. Hay una intrigante película argentina llamada Moebius; es la historia de un vagón perdido en el subterráneo de Buenos Aires porque alguien ha descubierto el círculo de Moebius y lo ha aplicado matemáticamente al vagón y este entra en la eternidad. Es una propuesta con cierta parentela borgiana. Quien busca la explicación del vehículo extraviado encuentra a su conductor, y le dice: —pero ¿cómo ha logrado usted esto? — El que maneja contesta: —Mire, nadie que se asome a la eternidad no puede sentir sino vértigo—. Y esto es lo que le pasa a Hans Castorp cuando llega al Berghof y siente el vértigo de la eternidad. Por eso insiste siempre en permanecer; todo lo que ve allí le parece completa y absolutamente fascinante y en consecuencia busca perseverar en la montaña. Por ello cuando se cura, su aprendizaje se detiene y vuelve al mundo de “los de abajo” en el que terminará anulándose.
La montaña mágica es una de las novelas a las que mayor gratitud le tengo. A cien años de su publicación sigue agitando el debate entre sus apóstatas y valedores. En sus muchas páginas no sólo se exhibe lo universal sino que se guarda lo subrepticio y lo clandestino. Es una novela que llama a vivir un tiempo en ella como esas vacaciones gozosas no del todo completadas que luego seguimos recordando. Y así como Haruki Murakami le rinde homenaje en Tokio Blues, yo también se lo ofrendo en mi novela Ve a comprar cigarrillos y desaparece como ciudadano honorario del Berghof y vecino de esa república alpina en la que me he establecido con júbilo durante varias temporadas con promesa de retorno.
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