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Entrevista a Onora O?Neill

Reconocida como una experta de categoría mundial en el pensamiento kantiano, así como autora de varios libros sobre bioética, Onora O’Neill (1941) recibió el Premio Berggruen en 2017

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El Premio Berggruen de Filosofía y Cultura, fundado por el Instituto de Nicolas Berggruen, ha premiado este año a la filósofa Onora O’Neill, Baronesa O’Neill de Bengarve, con un millón de dólares.

Su trayectoria filosófica no se ha limitado a la docencia en las aulas de universidades como Columbia o Cambridge, sino que ha transcendido al ámbito político. Entre otros muchos cargos es miembro de la Cámara de los Lores, forma parte de la Comisión para la Igualdad y los Derechos Humanos, ha sido presidenta de la Academia Británica, es miembro del Consejo Nuffield en Bioética y de la Comisión Asesora de Genética Humana.

El grueso de su obra escrita desarrolla la tradición moral y ética de Kant, fundamentada en una libertad regida por la autonomía del deber del individuo, donde los deberes son más importantes que los derechos para crear una sociedad más moral y autónoma.

Un día antes de la entrega de su premio, Onora O’Neill y yo nos encontramos en el ruidoso hall de su hotel en Nueva York.

―Si le parece bien, me gustaría que empezáramos hablando de la importancia del Premio Berggruen de Filosofía que acaban de concederle.

No ha habido grandes premios en humanidades y en ciencias sociales. Pienso que el premio refleja la función de liderazgo de la Fundación en la comprensión de que, hoy en día, decir que la ciencia es ciencia y que nada más es necesario es una declaración obsoleta. Pensemos en un tema ético como es el uso de datos, un tema muy candente hoy; no se puede abordar simplemente sobre la base de tener los mejores científicos y tecnologías informáticas. Debemos tener también en cuenta la ética, la política, lo que puede y debería reglamentarse. Mi experiencia es que Berggruen está absolutamente a la altura de este movimiento que piensa que debemos tomar lo normativo, o sea, las cuestiones éticas y políticas, y las cuestiones legales, con la misma seriedad con que tomamos las preguntas científicas.

―¿Qué ha visto en Kant para hacer de él un referente tan decisivo?

En el siglo XX, en concreto desde la década de 1930, corrientes de pensamiento como el positivismo lógico afirmaban que la ética, junto con la metafísica, la religión o la estética, carecían literalmente de significado. Consisten en un mero conjunto de afirmaciones que no se pueden justificar. Esta forma de pensar se extendió por muchas universidades, desde Argentina a Canadá, pasando por Australia, EEUU y Reino Unido. Ante este nihilismo hubo una respuesta pública que fue el movimiento por los derechos humanos, la Declaración Universal de 1948 de Naciones Unidas y la Convención Europea de 1950. Y se crearon las instituciones encargadas de que esos derechos se cumplieran. Lo grave era que este impulso para restablecer un relato sobre la justicia había abandonado la ética. Se pensaba que la ética era personal, subjetiva. Algunos hablaban de valores personales, elegidos por cada persona, por lo que se vio la necesidad de un debate público sobre criterios éticos comunes. Y ahí es donde Kant podía aportar sus argumentos. Mi pregunta era: ¿tiene Kant esos argumentos?, ¿son buenos? He pasado todos estos años intentando aclararlo. Porque Kant no piensa que los individuos que actúan estén aislados, sino que existen razones comunes que una pluralidad de personas puede adoptar.

―Sí, pero la ética de Kant es difícil de seguir.

Sin duda. Si quiero tener una razón que pueda convertirse en razón para todos, por ejemplo ética, política, o sobre la justicia, tengo que asegurarme de que lo que doy como razón puede ser aceptable para todos. No es que todos tengan que estar necesariamente de acuerdo con ella, sino que todos puedan entenderla como un modo de actuar razonable. Esa es la forma en la que Kant me parece interesante.

―La confianza es una de las bases de la sociedad como usted bien ha dicho. ¿Cuáles cree que son las razones que nos han llevado, en la actualidad, a un déficit de confianza tan generalizado?

Las pruebas empíricas de la falta de confianza son mucho peores de lo que la gente cree. Cuando nos fijamos en los sondeos encontramos variaciones en los distintos países, pero en Reino Unido, por ejemplo, muestran que la confianza en determinadas personas como políticos y periodistas era muy baja hace ya 25 años, y hoy sigue siendo baja.

―¿Qué opinión tiene sobre la falta de respeto por los códigos deontológicos en algunas instituciones públicas?

En Reino Unido se sigue confiando mucho en profesiones como la de juez o enfermera. Pero es cierto que algunos medios de comunicación se comportan muy mal. Me ha asombrado mucho The New York Times estos últimos días, con su campaña contra el presidente Trump, aunque quizá con razón pero, ¡menuda campaña! En cuanto a la confianza en general, tendríamos que hablar mejor de fiabilidad, porque tenemos confianza solo en personas o instituciones fiables. Si no lo son, entonces desconfiamos de ellas.

―¿Es este un problema judicial o moral?

Me parece un error insistir tanto en los derechos sin poner en relación con ellos los deberes. Los héroes o los santos del pasado pensaban en qué debían hacer ellos, no en qué les deberían dar. Porque qué debemos hacer es una cuestión básica. Por ejemplo, en la Primera Guerra Mundial se hizo hincapié en el deber patriótico, en la idea del deber de servir al rey y al país. Luego, cuando la guerra resultó tan terrible y desastrosa, la población se volvió en contra del deber patriótico. Sin embargo, el deber no ha de ser algo relacionado con los valores subjetivos y personales. Tenemos que compartir valores para vivir en sociedad. Y necesitamos cierta explicación de por qué esos valores pueden ser universales.

―Partiendo de la base de que no se puede ser un individuo moral si no se es libre, ¿cómo entiende usted la libertad?

No debemos caer en una concepción errónea de la libertad y la autonomía. La libertad humana se puede usar con fines morales o no. Pero se usa con fines morales solo cuando al actuar adoptamos principios que son válidos para todos. Kant nunca habló de personas autónomas, porque la autonomía no atañe a la persona sino al principio. Si la autonomía correspondiese a la persona, los actos morales serían solo decisiones arbitrarias de los individuos, tal como defiende el existencialismo. Ciertamente puedo emplear mi libertad por ejemplo para no esclavizar a otras personas, pero también puedo utilizarla para coaccionarlas cuando me conviene.

―Sí, el uso del otro como medio y no como fin es frecuente…

Vivimos una situación en la que las personas aplican el cálculo del consumidor para todo, incluso para la información y la comunicación, o en el uso de las redes sociales para dirigir mensajes y contenido a ciertas audiencias y no a otras, en función de lo que les conviene.

―¿Qué piensa del uso de la mentira en el auge de noticias falsas en las redes sociales?

No engañar es uno de los deberes fundamentales. Cuando miro la tecnología, me pregunto si de aquí a 20 años tendremos democracia, porque si no encontramos formas de solucionar esto no la tendremos. Las personas están recibiendo mensajes y contenidos distribuidos por robots, no por otros seres humanos, y mucho menos por conciudadanos. Es aterrador.

―Internet es un problema porque no podemos seguir el ritmo de los cambios y crear una legislación apropiada.

Aun cuando quisiéramos hacerlo, sería muy difícil reglamentar la parte de Internet a la que accede la mayoría. En primer lugar, por las múltiples jurisdicciones; y segundo, porque a los responsables de las redes sociales y a los proveedores de servicios de Internet es técnicamente muy difícil exigirles que funcionen como editores. Si la información se publica con una identidad adecuada, el individuo es responsable del contenido, pero si es anónima, el proveedor del servicio de Internet tendría que asumir la responsabilidad. Vivimos tiempos peligrosos. El uso inadecuado de los canales de comunicación públicos es tan contaminante y poderoso que debilita la base de la política democrática propiamente dicha. Quizá nos veamos obligados a hacer como los chinos y emplear la censura.

―La sociedad ha progresado de manera sorprendente pero no parece que este progreso esté haciendo a la gente más feliz. La depresión es la enfermedad mental más extendida y en España, por ejemplo, la tasa de suicidios al año es la principal causa de muerte no natural.

Es extremadamente aterrador y resulta muy difícil saber qué ocurre realmente. Cada tragedia es individual, pero no es infrecuente en las personas que sientan que nadie las quiere, que todos las odian y que son inútiles. A veces, en los colegios, los niños se unen contra un niño en particular. Leemos noticias de padres que tienen que cambiar a sus hijos de colegio. Es crucial mantener una buena comunicación con los hijos, porque en cuanto empiezan a ocultarse se convierte en un problema enorme. Mi hijo y su esposa, por ejemplo, se aseguran de que su niño en el colegio tenga mucho deporte, música y actividades. De joven, eso no me parecía tan importante. Ahora está demostrado que si un colegio no solo organiza deportes para los más deportistas sino para todos los niños, mucho mejor. Lo mismo puede decirse de otras actividades y competiciones sociales.

―Entre la población existe una enorme desconfianza acerca del modo en el que los avances biotecnológicos en alimentación y medicina afectan nuestra salud. ¿Qué utilidad tienen los comités de bioética?

Una de las cosas más importantes es tratar de enseñar a las personas, desde una etapa muy temprana de la vida, a buscar la evidencia y respetarla. También tendríamos que enseñar a nuestros niños a distinguir a los que engañan a la gente. En Reino Unido tuvimos un problema con la vacuna triple contra el sarampión, las paperas y la rubeola. Un grupo muy restringido de científicos, liderado por el doctor Andrew Wakefield, afirmaba que esta vacuna causaba autismo, razón por la cual muchos padres decidieron no vacunar a sus niños. Tuvimos suerte de no padecer una gran epidemia de sarampión, porque se trata de una enfermedad mortal en potencia que puede causar daños graves a los niños. Más tarde, a este médico se le prohibió ejercer su profesión en Reino Unido. Y ello porque había utilizado pruebas científicamente refutables, ya que había escogido sus ejemplos entre niños que ya padecían autismo. Desde entonces, se han efectuado unos mil estudios financiados con fondos públicos para comprobar si sus afirmaciones eran ciertas. Fue una incompetencia científica o una actividad maliciosa la que condujo a esto, y hemos tenido otros ejemplos similares. Por tanto, hemos de aprender a usar las evidencias. Ahora tenemos una organización benéfica llamada Evidence matters, que en la actualidad se está extendiendo a otros países, y que trata de enseñar a las personas a ser responsables en el uso de las pruebas. ¿Cuáles son las pruebas? ¿De dónde proceden? ¿Son buenas? ¿Tienen conflictos de intereses las personas que las están publicando? Otro ejemplo es el término “remedio natural”. ¿Qué se quiere decir con “natural”? Las sustancias químicas son naturales. Es cierto que la gente no quiere sustancias químicas en su comida. Pero incluso aunque a las plantas no se les echaran fertilizantes, seguirían teniendo cierta composición química.

―Para concluir, me gustaría conocer su opinión acerca de si el cambio climático es también un problema ético.

Sí, por supuesto que lo es. Si el cambio climático se está dando por razones antropogénicas, es decir, si está causado por la humanidad, podemos hacer algo al respecto. Lo que hay que hacer es intentar interpretar las pruebas y ver en qué medida es antropogénico. Pienso que hay consenso en que la humanidad influye en parte; por supuesto, hay otras causas del cambio climático, pero las pruebas se acumulan.

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Esta entrevista fue publicada en el diario ABC el 31 de diciembre de 2017. Elena Cué, además de colaborar con el mencionado diario, es creadora del blog http://www.alejandradeargos.com.

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