La carrera artística de Guillermo Kuitca (Buenos Aires, 1961) empezó a los nueve años cuando ingresó en el Taller de Ahuva Szliowicz apoyado por su madre, psicoanalista, Mary Kuitca, pero especialmente por su padre, contable, Jaime Kuitca. De allí salió a los 18, convertido en un pintor precoz: había hecho su primera exposición individual a los 13 años e impartía clases de pintura. El interés por el cine, la música, la literatura y la arquitectura está presente en su obra. También la pasión por el teatro. Ha sido autor, director y escenógrafo. Su trabajo está presente en las colecciones de los museos más importantes como el Metropolitan Museum, MoMA, Tate Gallery… Pero lo interesante de Kuitca es cómo gracias a él se han formado generaciones futuras de artistas argentinos. En 1991 crea la Beca Kuitca donde se estudia y trabaja en disciplinas relacionadas con las artes visuales.
―Con una precocidad como la suya, ¿qué recuerdos han permanecido de esos inicios y quién le ha marcado especialmente?
Guillermo Kuitca: “Sin duda, la figura de mi padre ha sido muy importante en ese sentido. Él tenía gran ilusión de que yo fuera artista. Sus intervenciones fueron muy sutiles, pero recuerdo que cuando fui a comprar las primeras telas, el primer caballete y los primeros pinceles, siempre iba con él, y me imagino que en ese aporte también había una impronta notable. Muchos años después cuando yo ya era un pintor totalmente dedicado a esto y absolutamente comprometido, papá me contó que en su juventud había intentado pintar. Era de una familia humilde, es decir, que robaba los pelos de la brocha de afeitar de su padre y aceite de cocina, cosas que por suerte las supe mucho tiempo después porque los niños son muy sensibles a cada pequeña cosa”.
Sus series pictóricas han ido al compás de sus propios cambios pero también de las situaciones históricas: así ocurre con “Nadie olvida nada” (1982) en pleno conflicto bélico por la guerra de las Malvinas. Para esta serie se encierra en su estudio utilizando como materiales para sus obras lo que encuentra a mano: puertas, maderas o telas. Es una serie muy intimista pero también con una visión política e histórica del mundo, representando una y otra vez la cama como imagen central, mujeres y escenas desoladoras. La cama es un símbolo que le ha acompañado en su obra como la instalación Sin título de 1992 que representa 52 colchones pintados con mapas.
―¿Cuál es el significado del eterno retorno de este objeto en su obra? ¿Ha evolucionado su concepto también en el tiempo?
G.C.: “Yo vi en la cama como casi un vehículo con el cual moverme a través de las experiencias humanas y a través de mi obra, como si la cama tuviera alas o rueditas, digamos, la imagen no tiene ni una cosa ni otra, es un rectángulo con patitas, pero sí tiene potencial de moverse a través del tiempo y el espacio.
Hay algo muy básico en la imagen misma que se mantiene como una especie de corazón que está en la obra y que creo que subsiste hasta las últimas horas, hasta creo que el 2013 con una obra muy grande que se llama Doble eclipse que tiene una serie de camas y es como si hubiera algo de esa primera experiencia, de esa camita del año 81-82, que se mantiene. Por supuesto mi visión sobre este objeto va variando, sacándole un exceso de formas, de adherencias conceptuales que se habían pegado: cosas psicológicas, o políticas, o sentimentales. Como convertir la cama en un rectángulo, como si fuera un plano donde sucede la vida en vez de la demarcación de una casa, de la experiencia humana, como llevarla a un punto lo más esencial posible pero ese concepto te diría que casi subsiste al lado de todos aquellos en los que está la experiencia humana, el nacer, el morir, el sexo, el sueño, la enfermedad, la lectura… ese cúmulo impresionante de intimidades que suceden. De lo más sublime a lo más banal. Así que te diría que más que la evolución del concepto, fue como quitarle adherencias que se le habían pegado a través del tiempo. La cama como representación pictórica es casi como una ecuación perfecta porque produce con una representación muy simple una inclusión absoluta, como un enorme aprovechamiento del espacio”.
El psicoanálisis ha estado presente en su vida desde una edad muy temprana. A ello contribuyó su madre, además de una infancia marcada por este método terapéutico, a cuyas sesiones se sometía sin ningún agrado. Si el germen del arte está en el inconsciente, donde se oculta lo más profundo de nuestra personalidad, esta realidad encuentra una vía para manifestarse simbólicamente, dice Freud, a través de los sueños; también mediante la escritura espontánea o con los garabatos donde la estética o la moral de nuestro yo consciente no participan. Ambas son utilizadas en sus obras. Su serie “Diarios” son pinturas hechas sobre tela donde garabatea, dibuja, anota y pinta a lo largo de meses de cotidianidad. Estos diarios involuntarios y la estética onírica en muchas de sus obras, en las que las figuras viven en espacios semivacíos con escalas desproporcionadas, escenas inconexas, surreales, dejan una impronta perturbadora.
―Lo más íntimo, el producto del pensamiento puro, emerge en sus pinturas. ¿Le proporciona la pintura autoconocimiento? ¿Qué sensación le produce su exposición pública?
“Paradoja interesante… porque si bien me gusta tu versión, para mí, y supongo que para muchos artistas, no descarto que sea un proceso de autoconocimiento, hay sin duda un interior puesto en juego y por lo tanto accesible. También es cierto que, para mí, la potencia de la obra de arte es lo que sucede en la privacidad que se crea entre la obra y el espectador. Por lo tanto, la obra no es aquello que está entre el espectador y yo, es decir, el acceso para llegar a mí, sino que para mí lo más fuerte de la experiencia estética es la relación creada entre la obra y aquel que mira, por lo tanto yo tiendo a desaparecer en esa escena. Me parece que tratar de indagar en la obra sobre quién es el artista, cuál es su verdad, cuál es su secreto, etc., es perderse probablemente lo más rico de la experiencia artística, que es generar una privacidad muy particular, y que en general la pintura produce esta especie de milagro, que es esto que yo veo, esto que a mí me pasa, cuando sucede. Muchas veces no sucede nada. Es como una experiencia casi amorosa, como un secreto entre la obra y yo, y ahí el yo es el individuo que mira.
Por supuesto que es totalmente lícito y yo acepto todo tipo de visiones y no creo que algunas sean más legítimas que otras. Sin embargo, creo que es más rico indagarse a sí mismo que si el artista que hizo esa obra está escondido, o al revés, está revelado, en tal o cual detalle. Por otro lado, todo lo que es el trabajo automático, por ejemplo, sobre las mesas en mis ‘Diarios’, más que inconsciente es automático, es como una especie de mano inquieta que va marcando cosas. No es un test, en ese sentido me gusta cuando tú piensas en los ambientes tan enrarecidos como aquellos que pueden ser los sueños. Pero también es cierto que hay muchos más sueños que interpretaciones de los sueños y el psicoanálisis de Freud y las técnicas psicoanalíticas, en una situación que ya tiene más de 100 años, tiene que ver no con el soñar, sino con interpretar el sueño. En ese sentido uno puede soñar sin interpretar y me parece que el público de las artes visuales, el entrenado y el no, ya sea por agotamiento, por desinterés o por suerte inclusive, ha abandonado un poco la permanente tentación de estar interpretando al artista o interpretando la obra. Creo que hay miles de accesos posibles a una obra y quizás solo uno de ellos es la interpretación. En mi caso, yo nací en una familia donde el psicoanálisis era algo muy convencional, no era nada raro. En una ciudad donde mucha gente se analizaba, el psicoanálisis no aparecía como una situación de excepción, solamente lo vi como una particularidad con los pros y los contras. Como tú dices, yo podría haberme analizado, estaba en una situación donde los chicos aquí, en Buenos Aires en la modernidad de los años 60, se les mandaba al analista cuando estornudaban en vez de ir al clínico a tomarse una aspirina, todo se suponía que era psicosomático, había una especie de abuso total de la terapia. Y a ningún chico le gusta que le anden revolviendo la cabeza. A veces los accesos que tiene el público, la crítica, muchas veces sorprenden, porque se cree que la obra lo esconde a uno y en realidad lo revela de una manera que, si uno fuera consciente de ello, probablemente no lo haría”.
Su obra ha hecho un recorrido en la que los motivos centrales varían: los primeros trabajos con figuras distorsionadas, camas acolchadas cubiertas de mapas, planos arquitectónicos y de ciudades, diarios, mapas, sus cintas de equipaje vacías o la orfandad total representada en unas maletas que nadie reclama, son ejemplos de lo que le ha interesado en cada momento.
―¿Qué relación hay entre la elección de esos motivos y sus obsesiones? ¿Hasta qué punto el arte es una canalización de ellas?
“Yo creo que debe haber una línea muy directa, por supuesto el trabajo en sí es ya muy obsesivo pero probablemente la reflexión sobre eso está descifrada en el tiempo. Yo a veces veo obras mías de cierta época y casi como que infiero qué andaba en mi cabeza. Probablemente en el momento de hacerla, a lo que acudo no es necesariamente a mis obsesiones de ese momento porque el acto pictórico en sí es muy demandante y absorbente y quizás es todo lo que se necesita para hacer una obra, pues yo mismo estoy en diálogo con la pintura en una especie de batalla y a veces no pasa tanto por una reflexión de por dónde anda mi cabeza. De todos modos, con el tiempo también voy viendo como líneas que unen y disparan todos estos temas. Quizás cuando mencionabas los temas por los que había pasado mi obra, hay un cuerpo de obras enorme que está un poco entre todas estas secuencias de camas, ciudad, mapa y después ese salto a la cinta de equipaje, que son los teatros. El teatro fue un tema muy importante, de algún modo había que hacerlo rotar desde la vista del escenario, desde la vista de la audiencia, como una permanente ida y vuelta. Cuando apareció la primera cinta de equipaje, apareció como escenario, como si fuera una plataforma escénica, casi como si te dijera que no tuvo que ver con la representación. Por supuesto que me interesaba la desolación del equipaje sin reclamar pero la primera cinta de equipaje fue un poco una respuesta a un espacio escénico, pero luego como las obras, van marcando su propio camino y lo mejor que uno puede hacer es no resistirse y seguir esa huella”.
―Entonces, esas obsesiones serían algo a observar en el tiempo…
“La obra es más intuitiva. No sé si soy un buen observador de mi obra. Por supuesto que la indago y la someto a todo tipo de análisis, los más crueles posibles pero en el momento de hacerlo trato de que haya un elemento intuitivo que no se pierda. Si yo me cuestiono mucho lo que voy a hacer pierdo la pureza, la arbitrariedad, la intuición, el sinsentido, ese momento que es muy importante en el que la obra se abre al otro, al espectador, a uno; si no, es siempre una autorreflexión. Para mí es fundamental estar muy concentrado pero no dejar pasar las señales que la obra me pide, más que pensar si la obra está bien o está mal”.
―¿Qué es el arte? ¿Cree que el arte debe tener también un fin utilitario, concepto este tan intrínseco de nuestro tiempo? ¿O está más cerca de aquello que Schopenhauer decía, al hablar del arte como fármaco para calmar momentáneamente el sufrimiento que produce la cadena continua de las necesidades y deseos a la que nuestra voluntad no puede sustraerse?
“Obviamente los tiempos de Schopenhauer no son los nuestros, pero si el arte fuera como un fármaco o bálsamo, porque Derrida dijo que fármaco era tanto una cura como un veneno, eso lo convertiría ya en su propia utilidad. En un mundo fragmentado como el que vivimos aún, el arte, en sus expresiones más sublimes, tampoco produce experiencias tan completas que puedan calmar, resolver todas nuestras frustraciones, sentimientos posibles. En este sentido, no creo que hay una situación de efectividad cien por ciento sobre el alma humana y tampoco pienso que la utilidad sea la barrera que hace que esto no sea posible.
Cuando hablamos de arte no sé cómo lo hacemos, si como valor de intercambio, como decoración, como pensamiento, como vehículo de ideas de todo tipo, de información, lo cual tampoco sería tan negativo. Da la impresión de que, en el mundo que habitamos hoy, no tenemos una posibilidad de convertir un único objeto en algo (mas allá del dinero) en lo que se condense una sensación de utilidad ni tampoco de compensación absoluta. El arte nos ha ayudado a vivir a todos los que estamos cerca del arte por supuesto, nos ha ampliado el horizonte, nos ha hecho en algún punto mejores personas, o no, pero nos ha ayudado a vivir cuando hemos padecido y sufrido y hemos pasado por todas las cosas que ha pasado todo el mundo. Es muy difícil dar una respuesta. Pienso que el arte sigue estando en aquella experiencia que sucede entre la obra y el espectador y pienso que mantiene algo de significado encerrado. Pero no porque no sea develado. Hay escritores que logran contarnos su experiencia con el arte, pero hay algo de privacidad que es como el corazón del arte. Hay una privacidad, como si fuera una medida del arte en la que se encierra su significado, no se si algún día accederemos a ella y si tiene sentido que lo hagamos”.
―Ha comentado alguna vez que vive con ilusión pero también con desesperanza. Podría decirnos, ¿cuál es hoy su ilusión? ¿Cuáles sus desesperanzas?
“Respecto a ilusiones, nunca he hecho tantos proyectos como este año, algo que me ha alejado de mi estudio. Supongo que mi ilusión es volverme a encerrar en mi taller y concentrarme en mi obra. La desesperanza tiene que ver, al menos en los últimos años, con sentir que hay cosas que no se resuelven nunca, como las decepciones de los que nos gobiernan, o con las acumulaciones de poder; a mí me da más miedo la acumulación de poder que la de dinero, si bien es casi lo mismo, no es exactamente lo mismo. Eso siempre me deja un poso amargo de la realidad que vivo y sé que no puedo quejarme, ya que soy una persona muy privilegiada, pero no soy ajeno a ello. La ilusión siempre viene a un nivel más personal, en el comenzar tal o cual proyecto, o por las personas que nos rodean. Cuando hablamos de ilusión nos reducimos a la escala más pequeña, personal, y cuando hablamos de desesperanzas hablamos del mundo, el hambre… Es curioso cómo uno achica su escala con la ilusión y cómo la amplía con la desesperanza. En momentos de crisis los artistas van a tener que cumplir un rol que es el de conectar una desilusión con una ilusión.
―He descubierto que está preparando un libro de artista con el MoMA, ¿podría adelantarnos algo?
“Estoy muy sorprendido de que sepas esto. Cuando estaba esperándote, estaba trabajando en ello. Estoy elaborando algunas ideas, hay algo muy bonito de ese proyecto que es la libertad de material de formato, imágenes, tamaño, la libertad es absoluta. Es una situación ideal, pero hay veces que la gente necesita los límites para saber hacia dónde va. Con la editora de este proyecto empezamos a conversar y a trabajar ideas. Siempre me fascinaron los libros de artista. No sé muy bien todavía cómo va a ser. Mi obra es, en general, horizontal y a mí no me gustan los libros horizontales, me gustan los libros verticales, me peleo con el formato del libro en los catálogos. Buscando que de la estructura del libro salgan las imágenes, es un poco como pintando, últimamente estoy pintando unos murales y trabajando en las esquinas de los cuartos que me fascinan. Es un poco ese juego entre las esquinas y estas separaciones en lo que estoy pensando en este momento”.
―Guillermo, ha sido un placer, he aprendido mucho de arte en esta conversación.
“Para mí también, creo que ha salido mejor que la de París…”.
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