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Entrevista a Mori Ponsowy

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Por NELSON RIVERA

Impresiona la limpidez y precisión de la escritura de su novela. Ni una sola palabra fuera de lugar. ¿Podría contarnos sobre su formación como escritora?

Como tantos escritores, comencé a escribir por lo mucho que me gustaba leer, pero mi formación formal comenzó en los talleres del Celarg, allá por 1987 en un taller coordinado por Eduardo Liendo. Por esa época escribía cuentos que nunca se publicaron y que destruí por completo hará unos dos años. Luego comencé a trabajar en publicidad y la escritura quedó relegada a algunas horas por las noches durante las que escribía una novela que también destruí junto con esos viejos cuentos.

Años después, la vida me dió varios cimbronazos, uno después de otro, como suele hacer la vida cuando parece que se las agarra contigo: yo tenía dos programas de radio en la Emisora Cultural de Caracas, editaba la revista de un banco y hacía free lances publicitarios, pero de pronto vino la crisis bancaria de 1994 que, sumada a una fuerte devaluación del Bolívar, hizo que me quedara sin ninguno de esos trabajos. Mi hijo tenía un año, su padre y yo nos acabábamos de divorciar y yo no tenía idea de cómo o hacia dónde enrumbar mi vida. Fue entonces que decidí que era hora de apostar por lo que siempre había querido hacer. Apliqué para una beca de Fundayacucho, tuve la suerte de que me la dieran, y me fui a hacer una maestría en Escritura Creativa en Emerson College, en Boston. Durante los tres años de la maestría pude dedicarme tiempo completo a escribir y creo que fue recién entonces cuando nací como escritora, no sólo por la técnica que pude aprender allá sino, sobre todo, porque aprendí que escribir es, sobre todo, corregir, corregir y volver a corregir.

Escribir una novela es un proceso largo y solitario, como el del nadador de fondo. Sólo la terquedad y la disciplina te hacen seguir. Tardé doce años en escribir La nueva vida de Valdi Bonetti. En el camino quedaron unas cuantas versiones viejas que no servían para nada. A veces uno cree que un capítulo quedó maravilloso pero, cuando lo lees unos meses después, te das cuenta de que no sirve para nada. En situaciones como esa, uno puede tirar la toalla pero también puede pensar que está subiendo una montaña y que la cima siempre queda más allá de lo que parece. Entonces sigues dando pasitos o brazadas, una después de otra, porque en el fondo no sabes hacer ninguna otra cosa.

La novela se escenifica en Caracas. ¿Por qué esa escogencia y no Buenos Aires, que es donde usted reside? Por cierto, su Caracas es real y específica.

¡Viví casi veintisiete años en Venezuela! Soy hija de padres argentinos y nací en Buenos Aires, pero llegué a Caracas a los ocho años y allí terminé la escuela y la universidad, allí me casé, allí tuve mis primeros trabajos, allí nació mi hijo. La Caracas de mi novela es real y específica porque todavía hoy la conozco mucho mejor que a Buenos Aires.

Vine a vivir a Argentina después de que terminé la maestría en Boston, a mis treinta y algo, porque ya con el gobierno chavista, Venezuela había entrado en un gran declive. Cuando llegué aquí me sentí una paracaidista en esta ciudad enorme donde no tenía amigos, ni conocía a nadie. Tuve que empezar de nuevo desde el principio.

Todos estos años después, sigo hablando como venezolana y, aún hoy, sería incapaz de escribir una novela ambientada en Buenos Aires. Venezuela es mucho más que una geografía para mí: Venezuela es mi patria. Una de mis patrias. Una que, como Valdi en la novela, y también como Argentina, todavía no ha sabido encauzar sus innumerables talentos hacia un buen destino.

Hay varios aspectos de su novela —el funcionamiento de una fábrica de helados; la búsqueda del perpetuum mobile; las características de la enfermedad conocida como apraxia— que sugieren un proceso de investigación previo a la escritura de la novela. ¿Cuánto de investigación y cuánto de imaginación tiene La nueva vida de Valdi Bonetti?

Investigué muchísimo para poder escribir esas secciones que menciona. Tengo cantidad de fotocopias con ilustraciones de máquinas de distintas épocas y con los nombres de cada una de sus partes. Investigué durante semanas acerca del trabajo actoral; leí y releí a Brook, a Grotovsky y sus secuaces. Me pasé horas mirando mapas de Caracas, trazando los caminos que podían hacer mis personajes, calculando el tiempo que podía llevarles ir de un lugar a otro. Miré fotos y más fotos del Parque del Este para describir con precisión los árboles de las escenas que transcurren ahí.

Dicho esto, creo que todo lo que investigamos antes de escribir ficción suele servir más que nada como caldo nutricio y alimento para la imaginación. Lo investigado puede equipararse a la arcilla necesaria para crear una vasija. Luego vienen las manos que le dan forma, el torno, el fuego de su cocción. Para que exista la novela como tal se necesitan todos esos ingredientes y, luego, una gran dosis de testarudez. De otra manera no se explica que alguien se pase una gran parte de los días, año tras año, en silencio y en soledad, para inventar una historia.

La historia de Valdi Bonetti es trágica: narra la caída de un hombre talentoso y carismático, que a menudo sobrepasa ciertos límites. Mientras leía tuve la sensación de estar ante un prototipo de nuestro tiempo. ¿Valdi Bonetti es un caso excepcional o hay muchos Valdi Bonetti en el mundo?

¿Qué hiciste con todos los talentos que te di?, dicen que nos preguntará dios. Y yo me pregunto cuánto depende de cada uno de nosotros sacar provecho de esos talentos y cuánto depende de la geografía, de las circunstancias, de la familia, de los genes que nos tocaron y del momento histórico en que nacemos. ¿Qué papel juega la voluntad y cuánto depende sólo del azar? Me conmueve profundamente pensar en el talento desperdiciado. Por cada artista y cada genio que logra destacarse, debe haber miles y miles que fracasaron en el camino y otros tantos que ni siquiera tuvieron tiempo de descubrir su propio talento. El dios que hace aquella pregunta tiene muy poca misericordia.

Por otro lado, se me ocurre que tal vez todos seamos un poco Valdi Bonetti. Nacemos totalmente desprotegidos, incapaces de valernos por nosotros mismos y, a partir de entonces —si es que nacemos con salud y no en medio de una guerra o una hambruna— comienza una línea ascendente que lleva a distintos momentos en la vida durante los que nos creemos inmortales y sentimos que nos podemos llevar el mundo por delante: la adolescencia, la primera juventud. Imaginamos que hemos sido llamados a hacer grandes cosas sobre la Tierra. Y luego, para la mayoría de nosotros, viene la Vida, inclemente, y nos damos de bruces contra ella hasta que al fin aprendemos que no somos especiales y que todos estamos hechos más o menos del mismo barro.

Sin ser moralista, su novela nos confronta ante ciertas conductas, que tienen un flanco moral, que resultan determinantes en nuestras vidas. Un ejemplo: nos negamos a reconsiderar, a retroceder en nuestras decisiones, a pesar de las evidencias que nos señalan que vamos por camino equivocado. ¿Este es el signo de Valdi Bonetti?

Es que cambiar de rumbo, convertirnos en personas distintas a las que somos, es muy difícil, ¿no? ¿Cómo dejar de ser lo que hemos sido? No digo que no se pueda aprender pero sí que, en la adultez, se aprende sólo hasta cierto punto. ¿Cómo aprender a amar si naciste sin capacidad de verdadera entrega? ¿Cómo aprender a escuchar si no te interesan los demás? Podemos aprender de nuestros errores pero me parece que cambiar rasgos de carácter o de personalidad, así como cambiar de costumbres, de ideología o de estilo de pensamiento, conlleva un enorme trabajo interno. Una cosa es decidir que no nos queremos comer más las uñas o que no vamos a volver a llegar tarde al trabajo. ¿Pero cómo se aprende a no ser desconfiado, a no creernos mejores o peores que los demás, a no sentir rabia permanentemente o a dejar de ponernos en posición de víctimas, si esas son nuestras inclinaciones? Todas esas conductas operan a nivel inconsciente y son muy poderosas y difíciles de erradicar.

Valdi era un genio pero era incapaz de amar y carecía de capacidad de verdadera entrega. No estoy segura de si eso es algo que se pueda aprender a corregir. Pienso ahora en Jean-Jacques Rousseau que escribió el tratado de educación más bello de todos y que, sin embargo, abandonó a sus siete hijos en la puerta de un orfanato. En esa inmensa contradicción radica parte de la riqueza y del misterio de la condición humana.

En la novela usted sugiere una vecindad entre fascinación y terror: lo que primero cautiva, alcanzado un punto, aterra (“El público ha empezado a tener miedo de lo que sucede en el escenario”).

Así es. Creo que la fascinación y el terror pueden considerarse como dos caras de una misma moneda: ambas son respuestas emocionales muy potentes ante lo desconocido o ante fenómenos poco frecuentes. La inmensidad y la fuerza del océano suelen causar asombro y fascinación, pero se necesita muy poco para que ese asombro se transforme en terror. Y algo similar sucede con algunas personas: su creatividad o su originalidad nos cautivan pero, al mismo tiempo, nos provocan temor. Pienso en Van Gogh, en Sylvia Plath, en Virginia Woolf, autores de obras maravillosas y, al mismo tiempo, personas con quienes se dice que no resultaba fácil convivir dada su volatilidad. Algo similar sucede con muchos actores. Klaus Kinski, tan fascinante en la pantalla, tenía un temperamento explosivo y llegó a amenazar con quemar toda la selva Amazónica si Herzog no hacía las cosas como él quería. Sean Penn, tan querido y admirado, ha sido arrestado varias veces por su conducta violenta. El caso de Valdi, por su final trágico, se asemeja más a los de Van Gogh o Woolf que al de estos actores exitosos a los que el público les perdona sus exabruptos.

Háblenos, por favor, de sus años en Venezuela. ¿Ha hecho un balance de lo que ha significado para usted ese tiempo?

Venezuela es mi país. Todas mis novelas transcurren allá. Extraño El Ávila, el aire límpido de Caracas en enero, las guacamayas que se posaban en el balcón del apartamento de mi mejor amiga, las colinas, el escándalo de las guacharacas por las mañanas. Extraño la alegría venezolana, los chistes, los refranes, echar broma con cualquiera en una cola, la cercanía del mar. Extraño a mis amigas de toda la vida que ahora están dispersas por el mundo. Y también extraño y miro con un poco de nostalgia y extrañeza a la joven que fui allá hasta que las circunstancias del país ayudaron a que me fuera.

Los años que viví en Venezuela fueron un tiempo privilegiado: el mundo vivía en relativa calma y, a diferencia de Argentina que ha vivido una crisis tras otra durante más de un siglo, los venezolanos de clase media de mi generación crecimos con la idea de que nuestras vidas seguirían siempre una línea ascendente, de que nada sería demasiado difícil y de que, en general, el progreso de la humanidad no sufriría grandes obstáculos. Todo eso hoy se ha terminado. Como Valdi, fuimos privilegiados y no lo sabíamos.

Yo conseguí mi primer trabajo antes de terminar quinto año de bachillerato en una época en la que cualquiera que quisiera trabajar podía hacerlo. Me fui a vivir sola mientras estudiaba el segundo semestre de Filosofía en la UCV. ¡Daba clases privadas de inglés y con eso podía mantenerme y pagar un alquiler! Luego trabajé en una galería de arte en Los Palos Grandes, también mientras estudiaba. Todo eso es impensable hoy en día. Creo que haber crecido inmersa en una sociedad en la que la ideología imperante era que el país y el mundo estarían cada vez mejor han dejado en mí —y quizás en muchos de mi generación— un cierto resabio triste y una gran dosis de incredulidad, como cuando nos enteramos de que el ratón Pérez no existe o de que no son el Niño Jesús ni Papá Noel quienes traen los regalos el 25 de diciembre.

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