Por NELSON RIVERA
Quiero pedirle que comente la lengua de Volver a cuándo. Es destacada la presencia del habla zuliana. ¿“El zuliano” es su lengua materna? ¿Se planteó usar un español de menor tonalidad zuliana?
Yo nací en Maracaibo, al igual que mis personajes, entonces el hablar zuliano es mi hablar. Desde el comienzo quise usar el maracucho por varios motivos. El primero es que me parece hermoso, rico, musical, y es una pena que haya poca presencia suya en nuestra literatura, mientras que otros voseos de Latinoamérica aparecen con frecuencia en las literaturas de sus países. Quise esa belleza y ese valor. Creo que tenemos, en Maracaibo, una cierta sensación de que hablar así es hablar “peor”, estableciendo inclusive una relación de clase en el uso: cuando vas a hablar bonito, elegante, cambias de registro, dejas el “vos” y comienzas a hablar de “tú”, yo misma lo estoy haciendo en este exacto momento.
Y el segundo motivo es la verosimilitud. El uso de la lengua, tanto en lo regional como en el idiolecto, es un rasgo de personalidad importantísimo, eso es más que obvio. Mis personajes son de Maracaibo, clase baja, gente que se siente parte del pueblo y a la que le gusta ese sentimiento. Bajo ningún concepto esos personajes, si fueran personas reales, hablarían de otra forma. Como escritora, para mí, esto es fundamental, por eso en ningún momento me planteé usar el castellano convencional. Domesticar el maracucho, que es lo natural en estos personajes, sería autoritario y arbitrario de mi parte.
¿Cómo determinó usted la estructura de la novela? ¿La diseñó previamente o se fue produciendo a medida que avanzaba?
Creo que primero debo decir que Volver a cuándo es mi tesis de doctorado en Escritura Creativa en la PUCRS, en Porto Alegre, junto con un ensayo en el que discurrí sobre las estrategias narrativas de la empatía. El trabajo en paralelo entre la teoría y la escritura, en el que ambas se retroalimentaban, me llevó a tomar decisiones como el uso de la polifonía, la segunda persona y esa estructura de carrera de relevo entre los narradores, todo en función del juego empático que quería proponerle al lector.
Dicho esto, creo que queda claro que hubo mucho de planificación. Habría sido muy complicado hacer ese juego de narradores sin pensar muy bien cada paso y a mí, la verdad, me divierte muchísimo planear líneas narrativas, amo hacer esquemas y escaletas y jugar moviendo escenas para un lado y para el otro, ver qué pasa con cada cambio, qué efectos genera contar qué en qué momento y desde cuál punto de vista.
Sin embargo, esa planificación es muy maleable y se refiere más al qué y no tanto al cómo, entonces dejo también mucho espacio para dejarme fluir en el lenguaje, en descubrir nuevas capas de los personajes e, inclusive, nuevos caminos posibles. De hecho, en este proyecto, hasta último momento muchas cosas estaban en veremos, inclusive el final, al que fueron llevándome los personajes (o mi conocimiento sobre ellos).
Usted vive en Brasil. ¿Cuándo salió de Venezuela? ¿Podría hablarnos de lo que dejó atrás? En la novela se perciben ráfagas de nostalgia por Maracaibo.
Salí de Venezuela en 2009 para estudiar guion cinematográfico en la EICTV, en Cuba. Estando allá, me enamoré de un brasileño y al finalizar el curso, en 2012, decidimos irnos juntos para Brasil. Para ese entonces ya Venezuela daba señales de lo que vendría. Maracaibo es una ciudad que se ama y se odia. Maracaibo es una pregunta. Es acogedora y hostil al mismo tiempo y eso me cautiva mucho, porque no la entiendo. Es como un animal herido al que uno quiere cuidar, pero tiene miedo de acercar la mano. Creo que, a partir de mis diecisiete, cuando entré a la universidad, comencé a explorar dimensiones de esa ciudad que realmente no conocía y nos hicimos amigas. Estuve en Maracaibo en 2019, mientras escribía, y aunque estaba al tanto de todo lo que estaba ocurriendo, verlo con mis propios ojos fue un impacto muy grande. Encontrar a mi ciudad tan maltrecha me arrugó el alma. Por eso la nostalgia.
¿Qué ha cambiado en su vida como escritora, ahora que vive en Brasil?
La verdad es que yo solo he sido escritora en Brasil. Siempre quise serlo, pero no me atrevía a asumirlo, entonces en mi vida en Venezuela me acerqué a la literatura por los bordes, como que tanteando. Primero fue el periodismo, después el cine. Fue solo en Brasil, con la excusa de mejorar mi portugués, que me animé a participar en talleres de escritura literaria y ahí sí que no hubo vuelta atrás.
Yo no sé cómo sería ser escritora en Venezuela, puedo intuir caminos, opciones, pero somos tan moldeados por el contexto y las oportunidades que él ofrece, que es imposible asegurar cualquier escenario. Estoy condenada a ser una escritora venezolana naturalizada brasileña que escribe en español y en portugués, una con acento en el habla y en el texto en ambas lenguas, y eso, que antes me molestaba un poco, hoy se ha transformado en una marca de estilo.
Cuenta Volver a cuándo un ataque xenófobo a migrantes venezolanos en Brasil. Quisiera conocer su perspectiva al respecto. ¿Los episodios que se han producido son aislados? ¿O hay una reacción más estructural ante la numerosa presencia venezolana?
En Brasil, como en toda Latinoamérica, hay una desigualdad social y un racismo estructurales y eso repercute también en la recepción a los inmigrantes. Se escucha mucho aquel cuestionamiento antiguo e internacional sobre cómo ayudar a otros si los propios están tan mal. Ese, además de ser un argumento reduccionista y cómodo, es infértil, pues los problemas migratorios ya están ahí, instalados en las fronteras y son problemas con nombres y apellidos e historias, son personas en estado de vulnerabilidad muchas veces extrema a quienes no podemos simplemente ignorar, ni como ciudadanos ni como Estado.
Los episodios de ataques xenofóbicos como ese que relato en el libro (basado en el ataque al campamento en Roraima) son aislados. Hay historias horribles que van desde exclusión hasta trabajo análogo a la esclavitud —nada que ocurra exclusivamente en Brasil—, pero también hay muchas historias de solidaridad, de acogida, de oportunidad. No quiero sonar comeflor, pero creo que es importante también hablar de esas historias, de las muchas Giulias y Sandras, personajes de la novela, que andan por ahí.
Tampoco se puede decir que Brasil, institucionalmente, sea un país que persigue a los inmigrantes. Por el contrario, aunque con mucha lucha de los diferentes actores políticos involucrados, Brasil se ha transformado en uno de los países donde mayor y más rápido acceso tienen los inmigrantes venezolanos a la legalización y al trabajo formal y eso, sabemos, es el comienzo de la posibilidad de una vida digna.
En la novela hay un trasfondo que se expresa en varios planos: la pérdida. La familia protagonista se rompe, se pierde a sí misma. En sus desplazamientos pierden sus bienes, pierden el país, pierden la confianza en la política y las instituciones. ¿La venezolana es una sociedad en la que predominan las pérdidas?
La pérdida surgió como factor común en los diferentes niveles de la novela (pareja, familia, ciudad, país) porque era lo que me (nos) circundaba de una forma apabullante en el momento, el tema del que no lograba salir y al que necesitaba exorcizar. Yo, como persona, sentía que había perdido demasiado en un período demasiado corto de tiempo, y eso permeó, claro, quien soy como autora.
Sin embargo, creo que sería injusto hablar de una forma tan amplia, no me gustan las generalizaciones. Este es un período de nuestra historia totalmente atípico, pero que ya dura mucho y dejará una huella indeleble en lo que somos. Siempre que hablo de esto, recuerdo una frase de Dovlátov, en Oficio, que dice: “Todo lo que nos pasó es la patria. Todo lo que pasó quedará para siempre”. En ese todo caben mucho más que pérdidas, aunque por momentos sea difícil ver más allá de los huecos que van quedando.
Un personaje de su novela rechaza la compasión que desata la situación en que se encuentra. ¿El deseo de identificarse con las víctimas le resulta ilegítimo? ¿Son legítimas las expectativas de las víctimas cuando aspiran a encontrar ayuda?
Las expectativas que tienen las víctimas de recibir ayuda no solo son legítimas, son también necesarias, a mi modo de ver, para tener algo de confianza en el ser humano y no entregarse al sentimiento del absurdo en medio de tantas crisis. Ariano Suassuna, el escritor brasileño, decía: “El optimista es un bobo. El pesimista, un fastidioso. Lo bueno es ser un realista esperanzado”. Yo voy por la tercera opción, o eso intento todos los días.
Creo que es preciso pensar y sentir que, dentro de todos los fracasos como país, como continente, como planeta, hay brechas por donde entra la posibilidad y muchas veces la posibilidad necesita de voluntades ajenas para realizarse, y esas voluntades se construyen en la base de la empatía. La situación en que alguien se encuentra en una situación de vulnerabilidad y otra persona, en capacidad de ayudar, va y lo hace, me parece uno de los momentos luminosos de la humanidad.
Pero, como escritora, tal vez me interesan más las zonas ocultas de esa ecuación. Nadie es completamente víctima y ayudar casi nunca es tan altruista como queremos pensar —basta pensar en el propio concepto de caridad: haz el bien y a cambio tendrás la vida eterna.
Si Nina, mi personaje, no tuviera esa resistencia a recibir ayuda, esa autosuficiencia que ha alimentado toda la vida y que de repente le es arrancada, todo para ella sería más “fácil” y el drama se desinflaría un tanto porque estaría basado en el conflicto externo, que es contextual, y no con las luchas internas del personaje, es decir, con cómo sus características nucleares la habilitan o la inhabilitan para enfrentar las dificultades de la trama. Ella es, sin duda, una víctima de las circunstancias, pero es una víctima que se niega a aceptar ese lugar, a conformarse con él. Eso, dramatúrgicamente, es mucho más interesante.
Volver a cuándo expresa un desencanto político profundo. ¿Podría hablarnos de su desencanto?
La revolución comenzó en mi adolescencia y lo que podemos llamar “el auge” coincidió con mi fase universitaria. Eso no es un dato menor. Yo me quería comer el mundo y, de lo alto de mi arrogancia juvenil, creía que tenía las respuestas y que la posibilidad de un mundo más justo estaba ahí, tan cerca, tan en proceso, que entré de lleno en la promesa, con todo lo que ya tenía de problemático su mesianismo y su todo o nada.
Luego, entre el pasar del tiempo, la radicalización en Venezuela, vivir en Cuba y venirme a Brasil, comencé a tener una distancia crítica y a sentirme defraudada, al mismo tiempo que culpable por haber aceptado y apoyado que ciertos límites, saludables y necesarios para la democracia, fueran pasados.
En estos días encontré entre mis anotaciones una especie de declaración de principios de la novela, en la que decía que quería escribir una novela de izquierda que le doliera a la izquierda. Yo no recordaba haber escrito eso, pero creo que fue exactamente eso lo que hice, y ya veremos qué se hace con ese dolor. Creo en una izquierda democrática y eso pasa, necesariamente, entre otras cosas, por el respeto a la diversidad en todos los ámbitos, el debate de ideas y el respeto al otro, por ver a los adversarios políticos como eso, adversarios, y no como enemigos a quienes es necesario erradicar. No hay nada más peligroso para la democracia que la unanimidad.
*Volver a cuándo. María Elena Morán. Ediciones Siruela. España, 2023.