Por NELSON RIVERA
—En el contexto de su ensayo, ¿a qué llama usted Guerra Fría? ¿Es legítimo considerar que la Guerra Fría es un antecedente de la polarización política presente hoy en muchos países del mundo?
—Permítame comenzar por lo segundo. En aquella realidad surgida de la Segunda Guerra Mundial, la polarización política estuvo a la orden del día, solo que esta se definía no entre diversos países sino entre grandes bloques de poder. En 1945 creer que el comunismo autoritario soviético sería la tendencia del futuro era tan fácil como creer que lo sería el capitalismo democrático euro-norteamericano. De manera que había una división del mundo en dos campos hostiles; una polarización de Europa en general, y de Alemania en particular, en esferas de influencia antagónicas; una competencia ideológica, algunos decían entre capitalismo y comunismo, otros decían entre democracia y autoritarismo o, en otros países, entre dependencia y liberación nacional.
El peligro de una guerra entre estos bloques o entre las superpotencias era vislumbrable. Surge entonces un conflicto sin final aparente, conocido como Guerra Fría, que opuso Occidente al bloque comunista, marcando el destino de la política internacional durante el medio siglo siguiente. Este nombre Guerra Fría es portador de múltiples significaciones más o menos contradictorias. Podría pensarse que es una cuestión de usos del lenguaje. Pero al mismo tiempo evoca una lectura de las imágenes asociadas al nombre, como una suerte de mensajes codificados. Un conflicto por otros medios, diferentes a la clásica conflagración armada que había marcado la política mundial las tres décadas anteriores desde 1914. Una primera significación es el primado de lo simbólico que reforzaría su sentido, es decir, fortalecería las fuerzas que definían y manipulaban el lenguaje en torno al término.
Si leemos la frase en la perspectiva simbólica que funda su sentido y sus prácticas, como el emisor la construye y el receptor la entiende, o cree entenderla, se hace claro que esta es una particular forma de guerra que exige estar listo para el combate sin combatir o para combatir por otros medios. El término, surgido en abril de 1947 por Bernard Baruch, asesor de confianza y confidente de los presidentes Franklin D. Roosevelt y de Harry S. Truman, respectivamente, era de una expresión tan gráfica que de inmediato captó la imaginación popular, convirtiéndose en parte de lenguaje cotidiano. Luego esta dimensión simbólica —su aspecto más relevante— del nuevo tipo de guerra fue popularizado por ese inmenso aparato propagandístico que es Hollywood: un tipo de guerra donde hay que estar listos para luchar sin combatir.
—Menciona usted el destacado papel que tuvieron las organizaciones de inteligencia en la Guerra Fría. ¿Podría explicarlo?
—En efecto esta fórmula, con cierto matiz paradójico para calificar una situación ambigua y novedosa, particularmente para Europa que recién saliendo de un conflicto bélico se encontraba ocupada por dos gigantescos ejércitos extranjeros, se instaló en el imaginario popular a través de un dispositivo de inteligencia, formado por glamurosos espías y contraespías o por escenas de micrófonos ocultos. ¿Quién no recuerda aquellos idealizados retratos cinematográficos de seductores agentes y doble agentes de espionaje en las ciudades y grandes hoteles europeos? La ansiedad, por ejemplo, ante la posibilidad de una confrontación nuclear real, era creada por aparatos de inteligencia que magnificaban los debates ideológicos del liberalismo y la democracia contra el estatismo autoritario de corte soviético-estalinista, sin faltar las historias de operaciones de control mental en ambos bandos (las llamadas spy-chiatrist y brainwashing). Este juego de ingenio lo desarrollaban enormes organizaciones de inteligencia.
Los grandes periódicos y las agencias de prensa al servicio de esta guerra de información se tradujeron en informaciones fabricadas y divulgadas por los servicios secretos, cuyos resultados fueron auténticas operaciones des-informativas, donde las agencias de inteligencia tanto soviéticas como estadounidenses fueron grandes maestros.
En este sentido, no podemos hablar en singular de una sola Guerra Fría. En rigor, habría que hacerlo en plural. Hubo diferentes guerras frías, de diferentes intensidades, en diferentes lugares. Todos relacionados con la lucha ideológica y militar entre los Estados Unidos, Europa y las Repúblicas Socialistas Soviéticas. Se trataba de aprovechar la terrible evidencia del totalitarismo estalinista —esa “abortada revolución del espíritu, ese falso amanecer de la historia”, como la calificara escritor húngaro Arthur Koestler— para quebrantar la fe en el marxismo. El objetivo supremo de los aparatos de inteligencia de los bandos era claro: vacunar el mundo contra el contagio del comunismo, lo que significaba el espanto sutil de la fascinación intelectual por el marxismo sobre todo en Europa y en países periféricos; mientras en el otro bando se execraba la maldad del capitalismo explotador. Todo esto fue orquestado por las organizaciones de inteligencia.
—Escribe usted: “el capítulo que le correspondió vivir a Latinoamérica en el panorama de la Guerra Fría no fue muy gélido, sino candente y feroz”. ¿De qué modo ese antagonismo se proyectó y se materializó en América Latina, en el espacio político y, de forma más concreta, en el ámbito de la llamada “izquierda cultural”?
—La proyección y materialización fueron fulminantes. Al final de la Segunda Guerra Mundial las naciones latinoamericanas formaban parte de la esfera de influencia de Estados Unidos y, por ello mismo, no escaparon al conflicto entre este país y la Unión Soviética. Los postulados del discurso anticomunista, es decir, democracia, instituciones libres, gobiernos representativos con garantías a la libertad individual, libertad de expresión y gobiernos civiles electos democráticamente, fueron muchos de los temas presentes en el escenario latinoamericano. A esto se le agregaría la influencia en los países de la región del modelo de crecimiento económico estadounidense y la discusión sobre las causas del secular atraso que mostraban sus economías. El rostro del conflicto llevado a la lógica dependencia-liberación nacional fue el de más impacto en América Latina. El gobierno de Estados Unidos no descuidó a la región del influjo de su política exterior basada en el anticomunismo y la promoción del capitalismo liberal. A través de sus agencias de inteligencia, al servicio del orden civil y militar, principalmente la CIA, invirtió cuantiosos recursos en programas de propaganda cultural en América Latina, como por ejemplo aquel anticomunista Congreso por la Libertad de la Cultura organizado exitosamente durante casi dos décadas, 1950-1967.
Con el triunfo de la revolución en Cuba (1959) y su posterior alianza con el comunismo soviético, se alertaba que la hegemonía estadounidense podía ser socavada y que el comunismo contara, aun cuando fuera solo nominalmente, con el régimen de Fidel Castro como agente de la Unión Soviética en la región. Este giro influenció enormemente a sectores de la llamada izquierda cultural, no solo venezolana sino latinoamericana en general. Entre los debates que más exacerbaron los ánimos estuvo el del compromiso político. En este sentido, el influjo producido por la Revolución cubana tuvo las proporciones de un aluvión espiritual, se produjo un vuelco violento del intelectual hacia el único país que ofrecía una cierta posibilidad (real o ficiticia poco importaba en aquel momento) de afirmación cultural, el único país que desafiaba las formas más refinadas del neocolonialismo cultural. Esto hizo que los jóvenes de aquel momento y de las décadas siguientes llevaran al paroxismo su entusiasmo revolucionario y su disposición para cambiar radicalmente la sociedad, Pero hubo otro legado, acaso el de mayor calado e influencia en el tiempo por venir: la idea de la lucha armada de liberación nacional, pensada como una etapa específica de la historia moderna de América Latina.
—En Venezuela, esa “izquierda cultural”, ¿alcanzó a legitimarse en algún espacio —medios de comunicación, quehacer político, opinión pública— la acción criminal de la guerrilla?
—La Guerra Fría se instalaba en América Latina y el Caribe, Venezuela no sería la excepción. Allí las movilizaciones en nombre de causas ligadas a la bipolaridad mundial no se hicieron esperar. Los primeros años de la Revolución cubana coincidieron con la recuperación de la democracia liberal y representativa, luego del derrocamiento de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. Era ineludible tomar partido. La política de Estados Unidos hacia la región, particularmente hacia Cuba, basada en el embargo, su expulsión de la OEA, el aislamiento diplomático y el apoyo a invasiones de la oposición interna y del exilio de Miami era rechazada por las diversas fuerzas de izquierda. Pero aceptadas sin ambages por las fuerzas democráticas y liberales. Lo que para el momento internamente se conoció como el “problema cubano” no fue, en consecuencia, otra cosa que el esfuerzo de Fidel para exportar por métodos violentos su revolución a otros países latinoamericanos. El dilema se resumió así: Cuba fidelista, tema venezolano. Romper con ese apasionamiento y mística que caracteriza al militante comunista, pulverizar las viejas formas de pensamiento o darle nuevos contenidos a viejas expresiones, es una muy significativa postura ideológica que cundió por todo el espacio cultural venezolano. Pero no se ven evidencias de que el discurso y la acción violenta de la izquierda cultural haya logrado legitimizarse entre la población venezolana. Betancourt acechado por el peligro permanente del militarismo retrógrado y la izquierda violenta y pro-cubana llevó adelante, no sin sobresaltos, el exitoso inicio de la revolución democrática en Venezuela, donde el comunismo era impracticable particularmente en un país petrolero como el nuestro. La filiación comunista se convirtió en la práctica de esta izquierda, pródigamente asistida desde Cuba con dinero, armas y entrenamiento para el sabotaje, el atentado personal y las actividades guerrilleras.
—Dice usted: “Otra modalidad de la izquierda cultural venezolana fue la fundación de movimientos literarios y artísticos, incursionando también en la edición, que asumieron el compromiso de hacer política por otros medios, al servicio de la revolución y de la provocación”. ¿Esos grupos lograron cumplir su cometido?
—Al unísono con la lucha armada, el arte y la palabra poética comenzaron a teñirse de provocación, a cubrirse de cenizas volcánicas arrojadas desde el ardiente Caribe. Se comenzó, como bien lo señalas, a hacer política por otros medios. La irreverencia, el conjuro, la maldición al proceso democrático en ciernes fueron la puesta en juego de este cometido. La insurrección armada de los años sesenta venezolanos fue un doloroso error político; movimientos literarios y artísticos como El Techo de la Ballena, para solo referir uno, no abrazaron ninguna estética genuina, constructiva, sino que sirvieron como brazo cultural de la guerrilla; movimiento de artistas plásticos, informalistas y de escritores, una suerte de surrealismo tardío que no pasó de ser el brazo cultural de la insurgencia armada de aquellos años. Profesaron una cultura alimentada, en sus raíces, por la irreverencia y la agresividad. Ese era el magma que brotaba de un volcán llamado El Techo de la Ballena. Su cometido estuvo lejos de ser cumplido. No fue más que el coletazo de una derrota, el necrofílico camino de una bohemia absurda y trasnochada. Una suerte de autodestrucción que aniquiló a muchos artistas e intelectuales, en una atmósfera política enardecida por la presencia de un conflicto armado, guerrillero, junto a la ciega sumisión a la influencia cubana. Pero ¡la palabra poética es capaz de todo!, un poema como “Derrota” de Rafael Cadenas quedó como testimonio de ese período tan difícil y desolado de los años sesenta venezolanos, al describir con verbo de oro lo que no logró la insurgencia armada.
—¿Dejó algún legado esa “izquierda cultural”? ¿Existe hoy de algún modo? ¿Se ha reinventado, en el marco del Socialismo del siglo XXI?
—El leitmotiv de nuestra indagación es fruto de una necesidad interior básica: dar cuenta de la agonía que vive hoy el país como corolario de esa espantosa quimera conocida como Socialismo del siglo XXI. El proceso en ciernes en estas últimas dos décadas es consecuencia de lo que se comenzó a gestar durante los años sesenta. La tenacidad y convicción democrática de un estadista como Betancourt se convirtió en muro de contención de la exaltación castro-comunista, pero el germen estaba allí latente, siempre al acecho por la importancia que reviste Venezuela para Cuba, particularmente su posición geoestratégica y su petróleo como instrumento de chantaje mundial. Hasta que llegó el momento de la seducción final: Fidel Castro encontró y escogió su hombre que habría de servirle de peón para lo que desde el 23 de enero de 1959, cuando visitó por vez primera al país, estaba planeando: colocar a Venezuela dentro de su órbita de influencia y dominio. Ya sabemos cómo logró durante los años sesenta y setenta penetrar las universidades, estimular y financiar con armas e inteligencia las guerrillas, incitar a los intelectuales a generar movimientos políticos y culturales. Con ese adefesio conocido como Socialismo del siglo XXI la conexión entre La Habana y Caracas se fue profundizando hasta llegar a lo que es Venezuela hoy día: un satélite colonial del castro-comunismo. Las raíces de este proceso comenzaron a mostrar su rostro durante aquellos años sesenta y muchos de los representantes de aquella izquierda cultural venezolana devendrían luego personeros lame suelas del castro-chavismo. No hay reinvención, a lo sumo lo que hay es repetición de la historia, siempre como farsa y como tragedia. Hay que seguir hurgando aquel tiempo histórico para seguirle dando raíz y rostro a nuestro presente.
-—Sobrevive la figura del escritor comprometido? ¿El escritor que se asume hoy como comprometido en la lucha democrática es distinto o equivalente al escritor comprometido de la izquierda?
—La figura del escritor comprometido a lo Sartre, que tú señalas, aquel para quien la palabra es acción, quien vincula su trabajo específico a la tarea revolucionaria, es ineludible para explorar la conexión entre política y cultura. Este tipo de intelectual manifiesta una posición respecto a la creación cultural, al igual que establece una relación con el poder. La importancia política concedida a él y a sus producciones específicas —especialmente en el arte y la literatura— estuvo acompañada de una interrogación permanente sobre su valor social y su voluntad programática para crear una visión política y revolucionaria. De tal interrogación surgieron posiciones transitorias y antagónicas. La lógica de la política tuvo importantes efectos sobre la producción cultural y una cierta justificación en términos político-ideológicos. Lo que derivó en un enfrentamiento entre intelectuales defensores del ideal crítico e intelectuales defensores del ideal revolucionario.
Ahora, si sobrevive esa figura del escritor comprometido es una cuestión que ofrece dudas. La única vía trajinable para este escritor era el asalto armado al poder. Su fanatismo propugnaba un colofón irreversible: la desaparición física del adversario. La llamada militancia armada, colonialmente sometida a los dictados de los sínodos comunistas internacionales, es algo que husmea aún hoy. Al contrario de lo que vemos, aquellas décadas coincidieron con una extraordinaria eclosión de obras maestras que fueron escritas por autores surgidos en América Latina, especialmente, en el ámbito de la narrativa: el muy conocido boom literario. Acaso la cultura se colocaba por primera vez en el centro de la vida social. Escritores y artistas ocupaban un lugar prominente mediante la difusión de sus obras y a través de la ejecución de políticas culturales vertebradas por instituciones de reciente fundación. Entonces, ¿asistimos a ese compromiso en estos tiempos ariscos? Es algo que hay que sopesar muy bien: no veo por ninguna parte ni grandes intelectuales ni mucho menos grandes obras.
—Quiero preguntarle por la posición, por la postura de Juan Liscano, como polemista clave que enfrentó a la izquierda política y cultural.
—Liscano cumplió un papel fundamental en la defensa de la democracia y la libertad. El país quedó dividido entre quienes simpatizaban con el nuevo régimen caribeño y quienes lo adversaban. Pero no todos entendían esto o quizá, para entenderlo, había que navegar aquella rabiosa tormenta (según Picon-Salas). Una bitácora para embarcarse en tales aguas fueron las polémicas entabladas con Juan Liscano, blanco favorito de los denominados intelectuales de vanguardia. No le tembló la pluma para enfrentarse con todo a esa subversión totalizadora, de exaltada radicalidad comunista. Las ideas que deja al respecto son lapidarias: en lo ideológico, estaba frente a una nueva izquierda de fuerte tinte castrista y cheguevarista; en lo estético, una tentativa válida de subversión del lenguaje, de liberación de la imaginación, pero constreñida, que al final de cuentas solo significaría destrucción y miseria para un pueblo poco dado a construir. Contra el exceso semántico de la izquierda cultural, acompañaban a Liscano otros intelectuales que no estaban embobalicados por las conductas ajenas, ni eran manejados a control remoto en los episodios de la Guerra Fría, satélites segundones de La Habana. Me refiero a un Picón Salas, un Paz Castillo, Venegas Filardo, Díaz Sánchez, Uslar Pietri, Pedro Berroeta o, incluso, al propio Gallegos
—Entre la posición de Cuba durante el período que usted estudia, y la de ahora, ¿qué diferencias pueden señalarse? ¿Se mantiene el aliento que estimula la existencia de una izquierda cultural?
—Luego de la razzia ideológico-política de aquellos años vendrían la desmovilización, la derrota, el pase de factura histórico, los arrepentimientos y la entrega. Pero se mantuvo la aspereza del lenguaje militante, sobredimensionado y, por tanto, alejado de una realidad que busca esclarecer. Aquella izquierda cultural se acostumbró a hacer política por otros medios, al servicio de la revolución y de la provocación. Persistió, como rasgo muy visible, el inconformismo subjetivizado en relación con un sistema cuyo condicionamiento externo fue enfrentado hasta el límite de lo político y teóricamente posible. Algo de esta atmósfera se mantiene. Solo que la contradicción entre lo que se desea y lo que realmente se hace es patética. Se anhela la liberación nacional pero en realidad lo que se hace es ratificar la dependencia mediante el consumo ideológico y cultural, relacionándose con el marxismo o con las glorias socialistas del pasado.
—Hay autores y periodistas que hablan de una nueva Guerra Fría, a pesar de la dificultad actual de distribuir el mundo en dos bloques. ¿Estamos experimentando una variante de Guerra Fría?
—Los más interesados en hablar de una nueva Guerra fría son los decadentes especímenes de la izquierda cultural, en particular los cautivados por el castro-chavismo o los dadivosos del Foro de Sao Paulo. Los venezolanos vivieron su Guerra Fría marcados por un contexto social arisco, escindido, preso de la inflación ideológica que polarizaba el continente entre el espíritu de la Revolución cubana y el intervencionismo político (anticomunismo) y económico (desarrollismo, industrialización), bajo las pretensiones igualmente imperialistas de sus dos protagonistas principales: los Estados Unidos y la URSS. Este escenario ya no existe, pero hay algunos trasnochados que allí se aferran. Guerra Fría en Venezuela significó combinación de palabras y armas, lucha verbal, ideológica, de propaganda, de subversión de la imaginación y de una cruenta violencia protagonizada por los muy venerados Frentes Guerrilleros de la Lucha Armada, con su consecuente cobro de vidas jóvenes, de muchachos lanzados a hacerle el coro a los disturbios callejeros, cuyas repercusiones políticas y culturales aún están presentes en el escenario político y social. Las voces de hoy son las mismas, las que no creen en el ropaje constitucional de la democracia representativa, mucho menos en las bondades de un sistema bajo sus reglas. Los que añoran la Guerra fría son los mismos, los que prefirieron volcar la esperanza hacia una aventura revolucionaria huracanada, de tierra caribeña y caliente. Seducidos aún por esta, se muestran incapaces de acomodarse a un mundo libre, cayendo en la reduccionista oposición tan maniquea como sofocante: capitalismo-comunismo. Hoy día viven en la trampa simbólica de la vitrina revolucionaria cubana, de una mejor sociedad que nunca llegará bajo estos métodos o de un hipócrita sentimiento antiyanqui legado por las izquierdas prosoviéticas y procubanas
*Guerra Fría, política, petróleo y lucha armada. Venezuela en un mundo bipolar. Editores académicos: Alejandro Cardozo Uzcátegui, Luis Ricardo Dávila y Edgardo Mondolfi Gudat. Editorial Universidad del Rosario. Colombia, 2019.