Papel Literario

Entrevista a Luis Ricardo Dávila y Rafael Cartay

por Avatar Papel Literario

Por NELSON RIVERA

Reivindican el concepto de “región gastronómica”, distinto, por ejemplo, al de “cocina nacional”. ¿Podrían explicar las diferencias? ¿Qué define a una región gastronómica?

Permítanos acotar algo. Un país no es una entidad homogénea, sino una suerte de mosaico heterogéneo formado por partes diversas caracterizadas por elementos relacionados con los aspectos geográficos, socioeconómicos, culturales, religiosos ligados a un territorio y una historia concreta. Esas partes se definen de acuerdo con criterios. Si se aplican mayormente criterios vinculados con la economía y la política, tendremos regiones político-administrativas. Si se aplican criterios de geografía física, como el clima, el relieve, el régimen de precipitaciones, etc., tendremos regiones geográficas. Si se atiende a criterios ligados a la disponibilidad de recursos alimentarios, a sus sistemas productivos y a su biodiversidad que enriquecen su despensa alimentaria, es decir, que contiene los ingredientes culinarios ligados a un territorio, a una cultura alimentaria, tendremos regiones gastronómicas. Estas regiones se construyen como un espacio de lo culinario que es a la vez un espacio en el sentido geográfico del término, distribución en los lugares; esto será por ejemplo la posición de la cocina, sitio donde se realizan las operaciones culinarias dentro o fuera de la casa; pero también un espacio en el sentido social que tiene en cuenta la repartición social de las actividades de la cocina; por último un espacio en el sentido lógico del término, un lugar de relaciones formales y estructuradas en torno a lo gastronómico. Más aún, si la cocina es un conjunto de acciones técnicas, de operaciones simbólicas y rituales que participan en la construcción de la identidad alimentaria de un producto y lo hacen consumible, la región gastronómica es ese espacio donde se desarrolla el acto alimentario según unos protocolos impuestos por la sociedad: escogencia de ciertos productos, la manera de cómo cocinarlos, o asociarlos para construir un plato, o combinarlos entre ellos para hacer comidas, modalidades de compartir, maneras de consumir y así sucesivamente. Todo esto conforma y define la región gastronómica. En suma, toda referencia a una región en las denominaciones culinarias nos remite en el mejor de los casos al origen del producto, a su manera de procesarlo y al ritual de su consumo.

¿Son reconocibles algunas regiones culinarias en Venezuela? ¿Cuáles? ¿Qué las caracteriza?

Por supuesto que son reconocibles. En la práctica las regiones gastronómicas no tienen por qué obligatoriamente ajustarse a los límites político-administrativos. No obstante, existe una cierta relación que vincula un estilo de cocina con los ingredientes alimentarios disponibles en la geografía y en la biodiversidad de un territorio, así como los lazos culturales que mantienen los actores sociales, desde la producción hasta la esfera del consumo final. La cocina es una práctica social, eso es bien de perogrullo, pero a veces se requiere recordarlo; es una práctica social, entonces, que sirve de fundamento a una identidad, y se manifiesta o se reconoce de muchas maneras: por los ingredientes que se usan, por las relaciones entre los productores y sus territorios, intermediados por elementos sociales y culturales, y por el nivel de desarrollo de la tecnología aplicada en su modo de producción y en la forma de apropiarse de los factores de la producción (tierra, capital, mano de obra, recursos naturales y organizativos). Esos elementos ligados a la geografía física y humana, al territorio, a una identidad y a los grupos sociales de pertenencia definen una región gastronómica. Distinguimos entre cocina y gastronomía, que es, como decía Jean Francois Revel, una metáfora de la cocina y de sus usos culturales. En Venezuela hay varias grandes regiones gastronómicas (con variaciones en el interior de la gran región) que se expresan en las cocinas regionales. La cocina de los Andes, la cocina de la región Centro Occidental, la cocina de la Costa Central y Oriental, la cocina de la región Guayanesa, la cocina Amazónica, la cocina de Caracas y de la región capital, la cocina de Los Llanos, la cocina zuliana, la cocina insular, etc. El conjunto de estos factores que resultan de la organización social, de los conceptos relativos al placer alimentario y de la salud, constituyen aquello que la sociología de la alimentación designa por las expresiones “modelo alimentario” o aún “sistema alimentario”. Lo interesante es que las regiones alimentarias se ven implicados en el proceso de diferenciación entre culturas, y de distinción en el interior de una misma sociedad. De este modo todas participan en la construcción de las identidades.

¿Podrían comentar la idea de “plato nacional”? ¿La hallaca es un plato nacional? ¿El pabellón?  

El asunto de los llamados platos nacionales está relacionado con lo dicho anteriormente. Para comenzar, señalemos que la cocina nacional no existe. Lo que existe son las cocinas regionales, o regiones culinarias, caracterizadas por el uso de varios productos tradicionales y unos principios de condimentación y preparación. Los productos que son compartidos por la mayoría de las cocinas regionales, y se consiguen fácilmente en cualquier mercado del país, son los productos que constituyen la base de la cocina nacional. Por ejemplo, el maíz, la yuca, el plátano, el arroz, la carne de res, de vaca, de pollo o de cerdo, las hortalizas. Estos son todos ingredientes usados en todas las cocinas regionales sin distinción. Con ellos se hacen algunas preparaciones propias de la cocina regional que son, a su vez, la base de la “cocina nacional”, como la arepa, la cachapa, el cochino frito, el pollo asado, el plátano asado, el tostón de plátano, el mondongo, el pabellón criollo, la hallaca, etc. Pero el sancocho de sapoara o de curito, el chivo en coco, el pisillo de chigüire, el casabe, el calalú, el pastel de chucho, la pisca andina, la sopa de arvejas, la sopa de pan, el mute o chanfaina, el ají de leche, o la arepa de trigo no son preparaciones de la cocina nacional, sino restringidos a algunas cocinas regionales, por la dificultad de encontrar sus  ingredientes y de reproducir sus prácticas culturales y los paisajes naturales que le sirven de soporte a la prácticas culinarias en las demás regiones. La hallaca, por ejemplo, es un plato nacional, pero con variaciones regionales, al igual que el pabellón criollo. En Los Andes hay la hallaca andina, muy diferente a las de otras regiones, para comenzar se arman con el guiso crudo, pero también hay las carabinas o las tungas. Estos platos varían de un espacio cultural a otro y en el seno de una misma sociedad evolucionan con el tiempo. Pero, hay más, esos platos son constructos socio-técnicos y simbólicos que articulan a un grupo humano hacia su medio, fundan su identidad y aseguran la puesta en marcha del proceso de diferenciación social interno. Son resultado de un cuerpo de conocimientos tecnológicos, acumulados de generación en generación, que permiten seleccionar recursos de un espacio natural, prepararlos para hacer alimentos y después platos y consumirlos. Estos platos, como por ejemplo el llamado pabellón criollo, son al mismo tiempo, sistemas de códigos simbólicos que ponen en marcha los valores de un grupo humano que participa en la construcción de identidades culturales y de procesos de personalización. Son variantes de una preparación común que se materializan como la mesa merideña, tachirense, cumanesa, caraqueña, trujillana, zuliana, etc.

Una propiedad de lo culinario es su capacidad para generar identificación. ¿Es válida la pregunta de por qué —a diferencia de otros fenómenos humanos que generan pertenencia, pero también exclusión— lo culinario no es excluyente? ¿Por qué no rechazamos los mundos culinarios distintos al nuestro, sino que al contrario, queremos conocerlos y hasta disfrutarlos? 

Los dos elementos movilizadores de la conducta humana son la alimentación y el sexo. Sin la alimentación no sobrevive el individuo sino unos cuantos días. Sin sexo no sobrevive la especie. Esos dos elementos están estrechamente relacionados en la biología y la cultura. Hay la creencia del alimento afrodisíaco. Pero lo culinario es la base para generar identificación. Qué mayor identificación con una cultura que a través de la memoria gustativa de la infancia, por ejemplo. Creemos firmemente —y con esa convicción puesta por delante ha sido escrito este libro— que nosotros somos en gran parte lo que comemos, al menos desde el punto de vista biológico, que no de la cultura. Somos venezolanos porque comemos comida venezolana y participamos de las expresiones de la cultura venezolana. Tenemos años viviendo por fuera, en Ecuador, en los Estados Unidos, y sentimos que nos estamos volviendo un poco cosmopolitas, ecuatorianos o latinos en los EE UU, porque tenemos acceso a distintas experiencias gastronómicas, nos adentramos en diferentes mundos culinarios. Los especialistas dicen que el cuerpo, su estructura y sus órganos se reconstruye cada siete años. Esa comida ecuatoriana o japonesa o texana o india que hemos comido y seguimos comiendo nos está reconstruyendo el cuerpo, los músculos, los huesos, la sangre. La formación del gusto de cada persona se ajusta a la construcción de un régimen alimentario que huye de la monotonía, porque comer sabroso es una manera de obtener placer, de satisfacer deseos (de lo salado, de lo dulce, lo amargo, lo fresco, lo lácteo, las frutas). Y en esa formación del grupo participan la atracción por el nuevo alimento agradable (la neofilia) y el rechazo al alimento desagradable (la neofobia). Como necesitamos ampliar y diversificar nuestro régimen alimentario, estamos incitados a probar nuevos alimentos y nuevas preparaciones culinarias, porque es una forma de comunicarnos con otras culturas, sin perder las ataduras que tenemos con la nuestra. Eso es además estimulado por el turismo, y en especial por el turismo gastronómico. Esos mundos culinarios distintos al nuestro son atrayentes, pues se constituyen como espacios sociales, alimentarios, es decir, ponen en movimiento a la totalidad de la sociedad, incluso a sus propias instituciones, despertando la curiosidad y el disfrute de comensales propios y ajenos.

Las personas y las sociedades mitificamos lo propio. Engrandecemos sus atributos. ¿La exageración, la hipérbole, afectan a lo culinario? ¿Lo benefician? 

Exacto. Eso ocurre: la exageración, la hipérbole. E incluso lo hacemos con personas, con establecimientos (las mejores son las hallacas de mi mama, o los spaghettis de tal o cual lugar). Cada alimento es, a la vez, tres cosas: nutriente, medicamento y símbolo. No es que mitifiquemos lo propio, sino que lo propio, el grupo de pertenencia, y nuestra propia cultura, es nuestro asidero en el mundo. Y a esto prestamos la mayor atención. El alimento es nuestra tabla de salvación cuando todo lo demás, dentro o fuera de uno, se desmorona o nos parece que se desmorona. En la medida en que lo propio nos beneficia, es magnificado, exagerado, como bien señalas. Pero tengamos en mente que una cocina es mucho más que la acepción corriente: concierne no sólo a un grupo de ingredientes y técnicas puestos en funcionamiento para transformar y preparar alimentos, pero sobre todo es un sistema complejo de normas y reglas implícitas que estructuran las representaciones y los comportamientos. Así de simple, más allá de toda hipérbole o sentimentalismo.

El libro sostiene que la sopa tiene un alto contenido semántico. ¿A qué se refiere esa afirmación?

La sopa está cargada de connotaciones simbólicas, semánticas. La sopa comunica, como toda comida, pero lo hace de una manera particular. Cuando consumimos una sopa no solo consumimos un producto, sino todo un sistema de significados. Una sopa caliente es al cuerpo como el abrazo cálido de la madre o lo que la persona amada es al espíritu fatigado. El restaurante moderno viene de aquellas instituciones creadas a raíz de la revolución francesa, ese movimiento que fracturó el modo de vida feudal y sus privilegios, y dejó sin trabajo a muchos cocineros de la corte. Los primeros restaurantes ofrecían sopas a sus clientes para “restaurarles” las energías perdidas. Una sopa espesa, caliente, nutritiva y deliciosa recarga las ganas de vivir al que está triste o tiene frío o está solo en el mundo. La sopa es la manera que tenían los monjes de la Edad Media para asistir al pobre, al desvalido, al vulnerable. La sopa es el alimento que da el gran chef español-estadounidense José Andrés al migrante que sale de su Ucrania martirizada con sus hijos para reinventar un futuro que un presente destruye cada día; o a aquellos venezolanos que se desplazan arriesgando su vida por la peligrosa selva del Darién y sus crueles coyotes humanos. Todos reciben sopas de asistencia en el largo trayecto que no saben si culminarán con éxito. Parafraseamos a Roland Barthes diciendo que comerse una sopa es una aventura, es decir, lo que nos adviene al espíritu.

Una frase del libro: la sopa habla. ¿Todos los platos hablan? ¿De qué hablan?

La sopa habla. Sí, correcto. Todas las comidas hablan, cuentan una historia. De acuerdo. Para ser breves, demos un ejemplo. La hallaca “seca” o “angostureña”, que mi familia (RC) hacía en Barinas cuando yo era niño, no se cansa de hablarme de los largos viajes que hacían las hallacas en el siglo XIX y principios del XX por el río Apure y luego por el Orinoco para llevar la Navidad a los que estaban afuera, lejos de la patria, huyendo del tirano de adentro o que estaban en busca de una nueva esperanza para su vida. Esa hallaca me habla de mi madre (RC), ya fallecida, que componía el guiso con sus manos maravillosas, me habla de mis hermanas que heredaron el secreto de esas hallacas, me habla de mi amigo Humberto Febres que estaba descubriendo ese secreto conversando con las viejas cocineras de mi pueblo, hasta que le sorprendió la muerte. Son muchas historias las que me cuenta esa hallaca. Pero también cuenta muchas historias la hallaca andina. A mí esta última me habla (LRD) de toda una tradición familiar, regional, toda una puesta en escena teatral, desde comprar los ingredientes, prepararlos, transportarlos al sitio donde se cocinarían las hallacas, convocar a los familiares y amigos que participarían en el acto, decidir la cantidad, de acuerdo con cada núcleo social, hasta su resultado final, a altas horas de la noche de ese día H (el momento de la hechura de las hallacas). Allí hay un mensaje social, cultural que se transmite como una lengua. Así como las lenguas evolucionan —palabras nuevas aparecen, intercambios de palabras operan entre todas las lenguas, las vueltas de frases se transforman, las expresiones se vuelven anticuadas y desaparecen— todo lo cual traduce la evolución de la sociedad. Del mismo modo, los platos hablan, se transforman. La urbanización, las mutaciones de las sociedades, las migraciones, el desarrollo del turismo, la globalización del mercado alimentario, favorecen los procesos de comunicación gastronómica y sus lenguajes. Entonces, cuando decimos la sopa habla, los platos hablan, estamos pensando en el comer como un acto de intercambio, de comunicación, de deseo, deseo de vivir, deseo de mundo, deseo de los demás, un acto necesario para vivir pero sostenido por el placer. El primer placer y el último que le quedan al hombre “cuando todos los demás han desaparecido”, escribía el célebre gastrónomo Brillat-Savarin, cuya obra está presente en cada una de las páginas de este libro. De manera que la analogía lenguaje-cocina (la cual fue sugerida por Claude Lévi-Strauss) revela en nuestro libro su pertinencia. Del mismo modo que todos los hombres hablan, pero no hablan todos la misma lengua, todos los hombres comen alimentos cocinados, pero no todos los hombres comen el mismo tipo de comida o de cocina.

En el libro hay un estudio dedicado a la batata o camote. Entre otras cosas, hacen un acopio de errores, confusiones y diferencias semánticas. ¿Son frecuentes casos como el estudiado?  

La batata es el producto de un error de comunicación creado por unos españoles que tenían que apoderarse de las cosas nuevas encontradas más allá del Viejo Mundo, que nunca habían visto, nombrándola con los viejos nombres que traían de su patria e ignorancia originaria. Por esa confusión, los españoles llaman al camote, batata, y a la papa, patata. Y así fueron apropiándose del mundo, sin tener en cuenta las razones del otro: nómbrese, o exprópiese, lo que, en definitiva, es casi lo mismo. En el caso de las relaciones gastronómicas Europa-América esos episodios son frecuentes. En este punto tendríamos que volver a la historia de la alimentación del Nuevo Mundo. La cultura gastronómica del continente americano acaso sea uno de los aspectos en que más se evidencia el profundo mestizaje que identifica a sus habitantes, así como el enriquecimiento que ésta representa para la cultura gastronómica planetaria. Difícil, sino imposible, imaginar esta cultura sin la papa, el tomate, el ají, el chile, el aguacate, el cacao, el nogal, las nueces, los pimientos, la yuca, el maíz, las piñas, el camote, los frijoles, la quinoa, el girasol, la vainilla y paremos de contar.

¿Qué explica el auge de lo gastronómico que se está produciendo en el planeta, desde hace unas cuatro o cinco décadas? Auge en múltiples direcciones, que incluye el encuentro entre tradición e innovación. ¿Ha ocurrido algo semejante en otro tiempo? 

Desde el inicio del siglo XX, el mundo se convirtió cada vez más en un pañuelo, casi en un pañuelo de lágrimas por donde observamos, a través de la rendija de las redes sociales, cómo el hombre y el mundo se transfiguraron, y siguen transfigurándose, camino hacia la desesperanza. Los llamados inflluencers y sus programas nos hablan de la gente del otro lado, que ya no nos parece tan distantes y distintas de lo que en realidad somos. En todas partes están las mismas cosas malas: la guerra, el odio, el autoritarismo, la mentira, el fanatismo, la represión, la censura. Pero también las cosas buenas: los paisajes tranquilizantes de un bosque y un arroyo, gente que vale la pena conocer, comidas distintas que nos prometen sensaciones placenteras que convierten la vida en una aventura maravillosa para alejarse de la rutina que nos va paralizando el gusto y las ganas de vivir. La alimentación, las cocinas, los modelos alimentarios que son un conjunto de prácticas culinarias y de mesa socializadas (el equivalente de lengua) y las maneras particulares de tal o cual individuo para comer y apreciar lo que es comible y bueno de diferentes culturas, está en la base de ese auge gastronómico que refieres, de ese encuentro entre tradición gastronómica e innovación. La función antropológica de los modelos alimentarios es la articulación de lo natural y lo cultural. La razón de ser del auge gastronómico no se sitúa solo sobre el plano de la biología, sino sobre el de la cultura, que opera en el dominio de la alimentación. El placer se convierte incluso en la primera finalidad consciente de la alimentación. Y esto ha ocurrido en particular en las últimas cinco décadas, fenómeno auspiciado por el incremento de la capacidad del desplazamiento humano. Creemos que esto es una novedad de este, nuestro tiempo: la existencia de un auge multidireccional en cuanto a lo gastronómico.

¿Le ha interesado el universo culinario al poder político en América Latina? ¿La cocina escapa al deseo de controlarlo todo?

Comencemos con estas preguntas: ¿cómo aprende una sociedad a comer, a comer diferentes alimentos, a prepararlos de diferentes maneras, en contextos distintos, a modificar el propósito social de la comida?; ¿cómo se forman o cambian los hábitos alimentarios?; ¿cómo se relaciona el poder con estos cambios? Estos son temas que tienen mucho de cultura pero también de política. Y allí es donde interviene el poder. El poder de una forma u otra está interesado en el universo culinario, e interviene frecuentemente en él, en los hábitos de consumo alimentario. Y los procesos a través de los cuales esto ocurre son de una inmensa importancia. En otro ámbito, podemos decir que siempre el poderoso ha medido su poder a través de las cosas que le causan gozo y los distinguen de los otros. La comida es una práctica social que se asocia al poder desde el nacimiento hasta la muerte. El banquete es una manifestación de ese poder. En los imperios, llámese romano o azteca o inca, el alimento es un tributo que se trae desde el rincón más alejado del imperio para rendirle culto al soberano. La migaja, la sobra, es lo que queda para alimentar a los dominados, sobre los que recae todo el peso del esfuerzo. El poder es insaciable, voraz. Podría decirse que el poder no es otra cosa que una metáfora culinaria. La historia de la alimentación tiene que ver con el éxito o el fracaso de nuevas intervenciones del poder en la esfera culinaria. El poder puede servir para acelerar o retrasar el cambio de los hábitos en materia alimenticia. Hay un libro fabuloso de Sidney W. Mintz, Dulzura y poder, que investiga sobre el uso del azúcar y el tabaco, entre otras sustancias, que llegaron a caracterizar los hábitos de consumo de la clase obrera británica en el siglo XVIII. Todos fueron alimentos básicos de importación cuyo consumo masivo favorecía a las poderosas clases comerciales de aquel entonces. Este es quizás el primer caso histórico de consumo popular diseñado y auspiciado desde y por el poder político de la corona británica. Esto fue el telón de fondo de su expansión ultramarina y su conquista colonial. Como resultado la sociedad británica experimentó cada vez una mayor industrialización, el desplazamiento de las poblaciones rurales, así como el proceso de urbanización. El poder se mostraba omnímodo, con un deseo y capacidad para controlarlo todo. Desde el punto de vista político, toda cocina se desarrolla paralelamente a la historia del país. De manera que tan vertiginosa como cambiante sea la historia en cuestión, se reflejará en su universo culinario. Surgen aquellos menús de sorpresas —en los grandes banquetes o celebraciones nacionales, por ejemplo— que ligan la dimensión de lo gastronómico y del comer con la política, la vida privada, la economía y, por supuesto, con todo objeto de deseo, como el amor.

Aunque el libro no explora el sentido de lo sagrado en la cocina, me atrevo a preguntar si, por ejemplo, el relato o las imágenes de la Última cena podrían ser considerados como un factor semiológico. 

Ese es un tema bien interesante: lo sagrado en la cocina. Del cual hay una extensa bibliografía y problemáticas a explorar. Jean Soler, de la llamada escuela de los Annales, publicó un artículo pionero en 1973 sobre el tema, Sémiotique de la nourriture dans la Bible, donde se da cuenta de las prohibiciones alimenticias en los hebreos, las reglas de la alimentación derivadas de las leyes de Moisés, las cuales hoy día y desde siempre son respetadas por los judíos ortodoxos. Pero volviendo a tu pregunta, digamos que si bien la cocina es un lenguaje a través del cual una sociedad se expresa, tanto los alimentos y su preparación, como el acto de comer constituyen una imagen que los individuos se hacen de sí mismos y del lugar que ocupan en el universo simbólico. La cocina de una comunidad está ligada a su aprehensión del mundo. Todo alimento oculta un significado, que debe ser revelado. La Última cena, como acto, el protagonizado por Cristo con sus Apóstoles, o como representación artística posterior, es un hecho total. Allí Leonardo simboliza, a través de los alimentos y de sus ritos, todos los sentimientos que mueven al mundo, y que la semiología intenta descubrir en sus significados. Leonardo da Vinci quiso mostrar, en un mural, que representa una cena (la despedida), lo efímero de las cosas de la vida, que oculta la esencia de la comunión con Dios y la Eucaristía, la traición y la negación, así como otras perversiones humanas, la redención de los pecados del mundo a través del sacrificio, entregando el cuerpo y la sangre para salvar al prójimo. En este sentido la Última cena no solo es un factor semiológico, sino todo un universo simbólico que expresa al hombre de todos los tiempos, desde el cristianismo primitivo hasta nuestros días, pasando por el Renacimiento, por supuesto. Las comidas son momentos para compartir, y las ocasiones son múltiples: nacimientos, bodas, funerales, cosechas, aderezadas no solo con condimentos, sino con licores, música y bailarines. Por cierto, como lo deja ver la Última cena, estas ocasiones festivas de la alimentación no eran criticadas por Jesús.