Por JOSÉ RAMÓN MEDINA
I
Al conocimiento de Ida Gramcko se llega, naturalmente, a través de la poesía. Hay otras vías, como varia y fecunda es su orgánica labor intelectual. Pero la poesía es la puerta más segura y más directa para acertar la despierta calidad de su esfuerzo. Dos o tres libros iniciales descubrieron la limpia seguridad de su voz. Y luego la confirmación de su poder excepcional como poeta vino en aquel extraordinario libro Poemas. Ese libro denso, sabio, arrastrado por una honda plenitud de lenguaje, que nos deslumbró a todos. Por ese libro sostuve una batalla que no coronó el éxito. Pero quedó el testimonio. Y la admiración ferviente. Admiración que se mantiene y acrecienta en el tiempo hasta su Este Canto Rodado, fábula y verso en el más puro homenaje del poeta por la magia deslumbrante de su propia búsqueda. Varias cosas atraen en la poesía de Ida: su fuerza insustituible, su madurez, su sentido profundo del ritmo y la palabra, su clamor y su celo en el padecer lírico y, sobre todo, la autenticidad del verso. Y el poeta mismo —artista de variadas facetas— nos da, en la cercanía de la amistad, un perfil de entrega denodada a la poesía, que es pasión y fe en su propio destino.
II
Su último libro, El Jinete de la Brisa, podría servir de justificación para esta entrevista. Es un libro pleno, maduro y resonante que refleja un proceso de integración vital. Y como la propia autora, prendido en el aliento más cierto de la poesía. Pero la verdad que para entrevistar a Ida Gramcko no hacen falta excusas o justificaciones. Su obra, su vida, su quehacer intelectual —o su obra, que es su vida y su quehacer— afirman un incuestionable y permanente derecho a esta expresión periodística.
Esta entrevista no tiene, por eso, motivación especial. Ha surgido casi espontáneamente. O hasta podría decirse: necesariamente. Aunque sin propósito previo. Y su justificación habrá de encontrarse en el discurso de la íntima manifestación personal; es decir, en el eco de un espíritu penetrado por la más severa y auténtica vocación de poeta. Porque eso es —y nada más, por encima de todos los riesgos, Ida Gramcko. Eso ha sido, en el fervor más alto de su entrega a través de los años. Años de mirar hacia el mundo y asombrarse, de sentir y querer el hondo misterio de la realidad, donde reposa el prodigio de la revelación. Porque, a fin de cuentas, en eso consiste la poesía: en la capacidad de asombro frente a la realidad y en el poder taumaturgo de revelarse y revelar el tránsito que va de la conciencia hacia el encuentro de la instancia foránea.
III
Cuando sonó la hora del encuentro, ya todo estaba dado para el diálogo sin sombras, para la sinceridad abierta. Por allí, entonces, comenzó a fluir la palabra amiga, desenvuelta y mágica. Esto es: el lenguaje de la poesía.
El diálogo fue preciso, revelador, incisivo. Días después llegaron unas cuartillas que completaban la confesión. Así quedó integrado este testimonio sincero y veraz que transcribimos ahora.
IV
—¿Qué ha sido tu vida literaria?
—Mi vida literaria, mi vida, ha sido una búsqueda afanosa, angustiada, un clamor y una petición de verdad. Ahora, después de muchos años de vigilia y atormentada espera, puedo decir que he hallado la inmensa plenitud. Pero sobre ésta, que es interior, podría preguntárseme: ¿es una plenitud literaria? Sí. Porque lo colmado, lo pleno de la voz responde a un alcance íntimo. Mi creación no ha estado nunca desligada de mi desvelo o de mi logro interno.
—¿Qué es el lenguaje, la palabra, el verso, en tu poesía?
—Son expresión de lo que siento: una amorosa claridad de alturas. Para mí, el vocablo no es asunto autónomo que pueda tratarse jamás aisladamente de lo que se piensa o se siente. Aún en el caso de que un artista se propusiera trabajar la forma como forma, tomando para sí la teoría del arte por el arte, con ello no lograría una forma sin contenido. Todo ser contiene algo. Creo que el formalismo, la supuesta libertad del vocablo que quiere huir de todo sentimiento expreso, creo que todo este problema se debe a otra razón. Los poetas atraídos por lo formal, excesivamente elaborados, laberínticos, sólo son criaturas con un mundo interior en afán, en caos, en desorden emotivo. Y es eso lo que dan en sus estrofas. Cuando el poeta es recio, el caótico idioma duele en su clima abrupto, en su región erizada y dramática. Pero si el poeta no es muy fuerte, existe este peligro: el hermetismo se convierte en refugio. La desbandada de palabras se vuelve un consolador rescoldo para el artista débil. Las palabras llegan a convertirse en un imán: corretean, saltan y al tornarse en imán, al ser tomadas en cuenta de tal modo, son, al fin y al cabo, el único calorcillo que el autor encuentra. Y el poeta ya no maneja el idioma sino que el idioma lo maneja a él. Es un poseído, no es un dueño. Se aferra a las palabras —por razón de su problemática— como a un vientre. Hay que liberarse de estas adhesiones inmaduras. El creador hace modular sus palabras, las orienta, las dirige, las encamina: las palabras no deben envolverlo como un amparo o una invasión fetal y oscura. En términos metafóricos, las palabras son nuestras hijas, nunca nuestro claustro materno. Las palabras no nos protegen. Somos nosotros, los poetas, los que podemos proteger. Y ello resultará difícil mientras no maduremos y veamos que el lenguaje está a nuestra disposición y no a la inversa. Lo formal no es profundo. Profundo es lo formal cuando trae una carga de amor, de infinitud, de ensueño. Una palabra sola no es profunda. Profundo son los sentimientos o pensares y, a veces, tan profundos que no llegan. La dificultad no estriba entonces en la palabra sino en el sentir o pensamiento.
—¿Qué es lo más importante en la vida del poeta?
—Eso depende del poeta. Hay poetas de lo sensorial, de lo inmediato, de lo agreste. En cuanto a mí, lo más importante es el amor, pero no el fugitivo: la pasión, sino aquel que es espíritu en impulso pleno y permanente. Al decir impulso quiero decir obra, acto, realización de la poesía en el poema. Desde luego que hay escribidores de versos que jamás han vivido la poesía y que el verdadero poeta es quien vive la poesía aunque no la exprese. Lo ideal es que la poesía se viva y se escriba. Pero yo —he de decirlo— no necesito ese proceso que consiste en recibir una bella experiencia para luego expresarla. Ocurre en mí una suerte de simultaneidad. Lo que me plena puedo expresarlo de inmediato. No hay pausas. Si se trata de vivir o de compartir algo alto o profundo, yo desconozco los silencios.
—Puesta en la disyuntiva, ¿cómo definirías tú a Ida Gramcko?
—No como un adorno. No como una inquietud. Yo no acicalo ni me encuentro inquieta. Por lo tanto, no soy fruición ni voluptuosidad y tampoco me hallo sedienta. Diciéndolo en términos poéticos, yo sería como una fluidez. Una tutela, una protección, una dádiva, una entrega. Si hay dificultad para entenderme, quizás ello se deba a que mi agua fluida pertenece a una fuente recóndita. Mi sentir no es fácil. Creo que es hondo. Pero mana de mi como rocío, como relente. No sé cerrar la mano, mejor dicho, no sé cerrar la voz aunque lo que ella diga sea arduo pues deviene de cima o de reconditeces. No es una pretensión de mi parte. Siento lo elevado o profundo y lo ofrezco en poemas. Soy como una oficiante de un mar denso y azul y de un estrellado universo. Y lo doy. Nunca se hallan mis dedos, mejor dicho, mis cantos vacíos de una espuma o una estrella. Hay una playa para mí. Lo sé. Hay un espacio para mí. Lo sé. Le estoy agradecida a ese horizonte y a esa arena.
—La poesía ¿es un compromiso o simplemente una forma de vida? ¿Te ciñes a una estética determinada?
—La poesía es una forma de vida. Para mí —no quiero generalizar; cada quien posee su propio mundo— significa una fidelidad a lo perenne, una trascendencia, una especie de ojiva inagotable, un salto más allá de la tierra. Entonces ¿es una eliminación del mundo sensorial, de los sentidos? Yo no lo elimino. Yo comprendo. Observo la limitación de los sentidos y cariñosamente les deparo un sitio en el terruño y en el tiempo. Pero esta forma de vida a la vez me señala que estas manos, que estas mejillas, con todo su color y movimiento, son polvo contenido, y no puedo absolutizar lo que no es absoluto. Por ello comprendo también que lo que me llama y me destina es lo permanente o lo perpetuo. También es un compromiso en el sentido de que ya me he hecho responsable de su querido y claro peso. No es una carga, no. Es un modo consciente de vivir. Es una reciedumbre, una entereza. No es compromiso si por él se entiende algo forzado, obligatorio, impuesto. Es un compromiso emotivo, pensante pero sentidor que, una vez contraído, no ha de soslayarse no sólo porque nos llama a cada paso sino porque en nuestra respuesta a su llamado nos captamos continuos y límpidos, sin dislocaduras, sin equívocos, unitarios, fervorosos, consecuentes. Nuestra respuesta es como el cauce a ese manantial que nos requiere. Si le damos la espalda, allá nosotros. Somos nosotros quienes nos labramos nuestra vida. Ningún fatalismo permitirá que, pese a todo, vivamos como poetas. Uno elige. Y aquí entra de lleno nuestro libre albedrío. Y si éste escoge la respuesta al lírico y limpio llamamiento, una obediencia altiva, ella nos hará percibir grande y grave alegría. Hay un júbilo, no sensual, sino grácil, en ser fieles. No me ciño a una escuela determinada, no me rijo por ninguna academia. Soy un poeta libre, con todo un mundo propio interior por decir, lleno de un contenido que acarrea su propia visión de la belleza.
—Desde el punto de vista personal —no crítico sino testimonial—, ¿qué intentas revelar en tu poesía?, ¿qué es lo que buscas al expresarte poéticamente?
—Luz. ¿La velocidad de la luz? Podría interrogar a un astrónomo. ¿La electricidad? Indagaría un experto en cortocircuitos. Incapaz soy de negar las ventajas de una buena bombilla y la eficacia de los observatorios. Pero sucede, sin embargo, que con la poesía no rezan telescopios ni enchufes, los cuales se hallan colocados en su noble más limitado puesto. El poeta, para mí, va más allá del mundo natural. Va al trasfondo, no a la superficie. Y la luz de la que hablo es la que ha traspasado los confines. Es lo ilimitado, lo eterno. ¿Soy difusa? Entonces ¿cómo puedo demostrarle a los ciegos de la luz esencial que ésta es bondad, amor, alegría suprema? ¿Busco algo al expresarme poéticamente? Yo no estoy buscando nada. No estoy en la pista o pesquisa de algo. Durante mucho tiempo, yo busqué. Diciéndolo con humor, fue un pleno dolor detectivesco. Pero ya yo encontré. Esa luz sin astronomía y sin cables grisáceos. Entonces ¿por qué voy a andar buscando lo que no se me ha perdido, lo que sé que ya nunca podrá ser una pérdida?
—En tu poesía, en general, se observa un cierto tono sentencioso, de profundidad vital, ¿podrías decirnos a qué se debe esta característica?
—¿Un tono sentencioso? Es muy posible. Las sentencias, sus aseveraciones o negaciones, provienen de experiencias vividas, padecidas; son pensamientos aflorados de tensos, tremendos o tiernísimos días. Sólo puedo decir que busqué densa y dolientemente y que luego viví y ahora vivo la alegría total que sólo se me niega cuando no puedo compartirla o cuando veo que no puedo proyectarme a los otros y comprendo cuán grande es la soledad, no del ser sensible e intranquilo, sino del ser sensitivo y sereno. La serenidad es algo que asusta a muchas gentes. Uno dice que está en paz y sólo por cortesía no lo insultan. Hoy en día se teme más a la esperanza que a la agitación; hoy en día, más atemoriza el amor que la agresividad o el desenfreno. En este caso, y ya que se me encuentra un tono sentencioso, yo sentenciaría: el hombre ya no busca a su prójimo sino a su enemigo. El hombre tiene sed y en vez de pedir agua, repudia el sorbo y el sosiego. El hombre, que tiene tanta sed, no sólo rechaza un breve oasis sino que enfatiza su desierto. El hombre, entonces, es un poco culpable de no encontrar alivio y un hilo de arroyuelo.
—¿Qué sensación experimentas al escribir, sobre todo al escribir poesía?
—No es una sensación. Es un sentimiento. Que estoy entregando mi sentir esencial a lo que más admiro, que estoy desbordando un resplandor que vive dentro, en una donación fluida, espontánea. Mi desbordamiento no es un chubasco impetuoso. Es un desborde quieto. Como si fuese un torrente total de ternura. Se trata de una fuerza irradiadora que, siendo fuerza lírica, no posee el poder, el presunto poder instintivo. Creo que la verdadera fuerza del amor es también suave. El amor es, para mí, lo espiritual en grado máximo. Y aún cabría añadir que esta espiritualidad no es meramente un grado, un último escalón al que se llega después de haber hollado otros peldaños anteriores. Cuando lo espiritual es en su extremo, en su colmo, forma ya región propia, diferenciada, única, aparte. El reino espiritual irrumpe sólo, como un maravilloso castillo sin posible contacto cotidiano. Tal dimensión no es un desdén por los valores y virtudes humanos. No es que el poeta se deshumanice; no; yo diría que el poeta, en estas condiciones, se sobrehumaniza y desde tal situación está más apto para comprender el gusto fugitivo de la piel y el fuego fugaz de la manzana. Todo, desde esta perspectiva, se va situando. Se me dirá que estoy hablando desde una posición religiosa. Diré más: desde una actitud mística que yo me arrogo enteramente, sin temor a ningún agresivo o desdeñoso comentario. No se trata de que compartan conmigo lo que vivo sino simplemente de apreciarnos los unos a los otros. Yo aprecio toda poesía, me sea fraternal o distante. Ante la vida, en todas sus manifestaciones, tengo mi propio temple mas también he aprendido tolerancia. Y aún diré más. Tengo claras las motivaciones de las frases burlonas aunque éstas, desde luego, el sueño no me lo arrebatan. Esto es, pues, lo que aflora de mí porque es lo que en mí vive plenamente. Y aflore como una expresión necesaria pero también como una ofrenda, como un bien, como un estímulo para que la verdad en otros cante.
—¿Cuál es tu método creador?
—Sé que hay escritores que se imponen escribir tantas horas diarias para beneficio de la exactitud y de la pulcritud del lenguaje. Pulcritud y exactitud no indican, en este caso, que lo que se exprese no sea umbrío o dramático. Me refiero a plasticidad y flexibilidad idiomáticas. Hay los que lo hacen porque son perezosos y quieren superarse. Todo ello me parece positivo. Pero a la vez sé de escritores que piensan que el método es una búsqueda de novedosas técnicas, de verbalismos intrincados. Con esto, a mi modo de ver, no se logra jamás una obra de arte. El arte es una entrega amorosa; el arte no es una curiosidad. Puede ser raro, por lo hondo, más no es una rareza, un exotismo. El arte proviene de un sentimiento o de una idea, pero no de un deseo de epatar. Y lo digo pues he podido observar que hay artistas en quienes el anhelo de “ser nuevos” conduce a una retórica contemporánea. Una palabra, larga y tediosamente trabajada, es una palabra enrarecida pero no es nunca una palabra nueva, inesperada, extraña, pues no deviene de un pensamiento y de un sentir inéditos y audaces. Se está, por un hecho interior, en lo nuevo, en el hallazgo, lo que es muy diferente y opuesto a buscar, formalmente, una voz de vanguardia. Por ello, cuando escribo nunca utilizo el regodeo verbal. No me gusta exhibir los vocablos sino darlos en su plenitud. Las excesivas fruiciones idiomáticas me parecen alarde innecesario. Lo que se percibe hondo o elevado ha de decirse, a mi manera de ver, sin pensar en el turismo. La hermosura que vive en un poema ha de brindarse sin ostentación, sin virtuosismo, sin carteles untuosos, sin fofa propaganda. Lo que hago siempre —ya es un modo de ser, no un hábito— es una compenetración constante con lo que siento, una precisión pertinaz de lo que venero y lo que amo. ¿Es ello una disciplina? Quizás, pero entendiendo por disciplina una continua disposición, receptividad o fidelidad para con lo inefable. Soy muy rigurosa, muy clara para con lo que pienso y lo que quiero. No me gustan las confusiones. Y por ello me sorprendió una nota sobre un libro mío en la que se decía que este último señalaba un ejercicio de paciencia. Además de sorprenderme, me causó mucha gracia. Pues yo no busco la rima minuciosamente, como una escolar muy aplicada. La rima, en mí, siempre ha sido natural. Pero hay que comprender que en el mundo de hoy se confunden a menudo la armonía, el equilibrio —¡carece tanto de ambas cosas!— con una tarea prolija de estudiante.
—¿Cómo te definirías desde el punto de vista intelectual?
—Ese punto de vista está, para mí, ligado al emotivo. Desde él, creo que soy un poeta que percibe un romanticismo y un medievo futuros. (¡Qué barbaridad!, dirán los historicistas.) Más yo no digo que la historia se repita. Sólo digo que hay valores perdidos a los que el hombre volverá la mirada.
—Yo pienso que sobre todas las cosas tú eres poeta. Entonces, ¿qué es para ti la prosa?
—La prosa está ligada al tiempo, aunque hoy en día éste haya sido tratado en ella con una elasticidad innegable. Recordemos la figura de Orlando, de Virginia Woolf, quien salta, en un solo instante, varios siglos, convirtiéndose de hombre a mujer, sintetizando así muchos años de vida de una familia inglesa. Ese tiempo elástico también podría ser estudiado en Kafka, en Faulkner y en el teatro contemporáneo. Pero, de todas formas, en la prosa siempre intervienen el personaje y el objeto, por más sutiles que sean. Se les puede matizar, tamizar, pero no eliminar. La prosa tiene un mundo sensorial, jugoso, que le es ineludible. La empleo precisamente cuando quiero referirme a lo temporal, en su gracejo pero también en su fugacidad. En mi libro Este canto rodado quise dar el tiempo en la prosa y en la poesía la eternidad.
—¿Encuentras igual satisfacción cuando escribes poesía, teatro, ensayo, ciencia-ficción, etc., o si son, por el contrario, formas de la creación de las que te vales para tu creación esencial: la poesía? ¿Qué ventajas y resultados has obtenido de esa experiencia?
—Mi teatro es un teatro poético y siempre en él, aunque dibuje con todo cuidado y cariño los personajes más cotidianos y terrenales, mantengo el nudo o el hilo del asunto asido a la figura centralizadora que es siempre una voz de ensueño e idealismo. La satisfacción es la misma que en la poesía. En cuanto a la ciencia-ficción, he tratado también de dar en prosa las distinciones entre tiempo y eternidad, entre lo pasajero y lo que perdura, y siempre la madeja del asunto queda iluminada por la silueta en la que se realiza lo segundo. Siempre lo etéreo, lo inefable gana. Pero en ningún momento he desdeñado las propiedades de la prosa. No es un pretexto para la poesía. Se da en sus límites coloreados y aromados. Mi prosa no es instrumento para mi poesía. Me considero prosista también. Mis ensayos quieren ser análisis psicológicos de seres que deseo interpretar y comprender. Pero en el ensayo siempre hay un tono crítico y por ello el propio pensamiento, la propia visión del mundo irrumpe en comprensión pero también en réplica, en tono fraternal pero también señalador. Por ello me resulta tan satisfactorio escribirlos. Las ventajas y resultados que he obtenido al saber que escribo prosa y poesía acaso consistan en que me percibo abarcante.
—¿Sientes que te has logrado plenamente en tu trabajo literario?
—Sí.
—¿Cuál de tus libros ha tenido o tiene mayor importancia en tu obra literaria?
—Si mis últimos libros señalan un alcance, los otros señalan una búsqueda tan desmedida que no podría darles menor cabida en mí. Diciéndolo poéticamente, si el palacio ahora me colma, no puedo dejar de agradecer sus cimientos o búsquedas que fueron tan leales en su jadeo sin tregua, en su indagación trémula, incesante.
—¿Te consideras integrada a una determinada generación literaria?
—Me han dicho que pertenezco a la generación del 42. Pero ¿es ello importante? Lo importante es el poeta, no su generación. Y yo me siento sola, sin pertenecer a ningún grupo.
—¿A qué maestro te crees deudora? Y si es pertinente, ¿qué piensas de las influencias literarias?
—No me siento deudora a ningún poeta. Acaso he encontrado maestros en el aprendizaje de la vida y eso me colma. Ahora, sin embargo, soy yo la que quiero ayudar, dar. El verdadero poeta no es deudor sino para consigo mismo. De la fuerza dramática, dolorosa, de su pasado, dependerá su presente sereno o su esperanzado porvenir. En cuanto a las influencias, me resultan un asunto inmaduro. En palabras corrientes y molientes, y muy venezolanas, un poeta tiene que “comerse” a todos los poetas, no en el sentido de negarlos sino de ser independiente de todo influjo fuerte que debilite la individualidad de su ser. Por supuesto que soy incapaz de negar las auténticas afinidades. Pero en este caso ya no se trata de dominio sino de encuentro claro.
*Entrevista publicada en el Papel Literario, edición del 18 de febrero de 1968