—Para empezar, permítame preguntarle por su caracterización del momento histórico-cultural: sugiere usted que, desde la última década del XX a nuestro tiempo, transcurrimos por un período o punto de inflexión. ¿Qué signos anuncian este cambio?
—Aunque los procesos históricos son siempre más complejos que las fechas o los eventos entre los que tratamos de enmarcarlos, creo que existe un consenso lo suficientemente amplio para hacer de 1989 y la caída del Muro de Berlín un hito en la periodización del tiempo contemporáneo. Recordando aquel momento, Annie Ernaux escribe con ironía en Los años que “jamás había parecido tan convincente la creencia en que algo nuevo ocurría en la marcha del mundo”. Esa impresión de estar inaugurando eufóricamente otra época acompaña, en la década de los noventa, la expansión planetaria del capitalismo, la revolución tecnológica, que es su factor y producto, y la crisis del modelo del Estado-nación, atravesado por las distintas corrientes globalizadoras. Pero quizá uno de los signos menos manifiestos y más profundos del cambio es por entonces el reajuste que se produce en nuestra manera de entender las relaciones entre pasado, presente y futuro, y el rápido ascenso de un régimen de historicidad “presentista”, como lo llama François Hartog. Entramos en una suerte de presente absoluto, ávido e inagotable, que desestabiliza nuestra relación con el pasado y acaba clausurando el horizonte de futuro.
—Hay fuerzas poderosísimas, como la revolución digital o el debate sobre el cambio climático, que dificultan, de un modo estructural, disponer de una visión del futuro. ¿Afecta la incertidumbre también nuestra visión del presente?
—Efectivamente, la clausura del horizonte de futuro afecta nuestra visión del presente, es uno de nuestros temas mayores y hoy podemos encontrarlo en fenómenos tan distintos, como, por ejemplo, la obsolescencia programada que rige en nuestros hábitos de consumo o la constatación de que cada vez agotamos más temprano los recursos anuales del planeta. Bruno Latour dice en su último libro que, en el Antropoceno, la condición universal es la de vivir dentro de las ruinas de la modernidad buscando a tientas un lugar habitable y un porvenir. Nuestro presente presentista, incapaz de imaginar un futuro en las condiciones actuales, se ve a sí mismo como una de las muchas distopías a las que nos han ido acostumbrado las novelas y las teleseries en los últimos años. En mi opinión, la esperanza no vendrá del desarrollo de la tecnología, que hoy contribuye más bien a construir sociedades de control biopolítico. Probablemente venga de las generaciones más jóvenes que, en la estela del movimiento ecologista creado por Greta Thunberg, protestan justamente porque quieren reconquistar una idea de futuro y un lugar donde habitar.
—Quiero preguntarle por una cuestión que me pareció primordial en Paisajes en movimiento, que se expresa sumariamente en esta frase: “la desarticulación entre experiencia y expectativa”.
—Es una apostilla a un comentario de Hartog sobre las dos categorías de Reinhart Koselleck, el teórico de la historia. La primera, el espacio de la experiencia, representa, para Koselleck, la memoria de lo vivido, la acumulación de nuestros aprendizajes y conocimientos, de nuestra herencia individual y colectiva. Es como un pasado presente. Por el contrario, el horizonte de expectativas es como un futuro presente, ya que está hecho de aquello que esperamos, de las posibilidades y proyectos que podemos forjar, de los sueños e ilusiones que albergamos. Koselleck utiliza estas categorías para explicar la evolución histórica que lleva desde unas sociedades tradicionales, donde el espacio de la experiencia (la religión, las costumbres, los ciclos naturales) determina el horizonte de expectativas, hasta las sociedades modernas, que se caracterizan por una tensión creciente entre los dos polos gracias a la aparición de la noción de progreso, que crea un suplemento utópico alejando la expectativa de la experiencia. Como otros historiadores y sociólogos, Hartog piensa que, en nuestra era presentista y tardo-moderna, estamos asistiendo a una desarticulación entre ambas categorías que se traduce en una dramática reducción de nuestra compresión histórica del momento que vivimos y por ende de nuestra propia existencia. La crisis de las Humanidades es un signo fehaciente y alarmante de este proceso.
—¿Qué herramientas tiene un crítico o un pensador del presente, como usted, para seguirle las pistas a los hechos literarios que están produciéndose ahora mismo? ¿Cómo lidia Gustavo Guerrero con el presente?
—Quizás la mejor respuesta sea decirle que trato de leer continuamente a los que leen lo que se está haciendo hoy, no solo porque me interesa saber qué están leyendo sino también cómo y por qué. El tiempo me ha permitido crear una red lo suficientemente amplia como para poder seguirle la pista a lo que está ocurriendo en los tres circuitos a los que tengo acceso y por los que mueve la información y se crea valor dentro del campo literario contemporáneo. Me refiero al circuito de la edición (con sus agentes, scouts, editores, salones y ferias del libro), al circuito de los universitarios (con sus publicaciones, monografías, tesis, seminarios y coloquios) y al circuito de los escritores (con sus premios, revistas, festivales, críticos y periodistas). En estos tres mundos, que no siempre se entienden ni dialogan entre ellos, hay excelentes lectores de los que se aprende a leer el hoy en las distintas maneras en que se lo está construyendo y evaluando. El año pasado, gracias al apoyo de la Fundación Volkswagen, organizamos un coloquio para reunir a algunos de ellos y ponerlos a conversar en Hanover. Fue una experiencia piloto en la que participaron editores como Jorge Herralde, críticos universitarios como Ignacio Sánchez Prado y directores de festivales y ferias del libro como Sandra Pulido. Tenemos la intención de repetirlo en un par de años, a la manera de un observatorio del hoy.
—Usted analiza, entre otras, la múltiple problematización de las relaciones entre poesía y tiempo, que parecen estar produciéndose en las obras −obras en curso− de distintos poetas en América Latina. ¿Puede explicarlo?
—La poesía no podía salir indemne del reajuste temporal, tanto menos cuanto que se presentó a lo largo de la modernidad como un discurso otro, que se enuncia en las fronteras del provenir. ¿Qué pasa cuando la fe en ese horizonte desaparece y la poesía pierde una de sus fuentes de legitimación? Algunos poetas siguen escribiendo como si no hubiera pasado nada, por supuesto, pero otros sí son conscientes del momento en que les toca escribir y del desafío que supone buscar una alternativa crítica para entender su trabajo, tanto por lo que toca al hundimiento del futuro como al alejamiento del pasado. Por eso digo en el libro que me interesan los poetas que se están planteando una nueva concordancia de tiempos a través de prácticas como la remediación, la traducción o la reescritura, en los distintos sentidos que se le puede dar al término. También me interesa la manera en que están redefiniendo la noción de originalidad y de novedad, según nos lo ha mostrado Marjorie Perloff.
—Le pido que comente esta afirmación: “lo que está en juego es menos volver a escuchar o hacer oír las voces del pasado que volver a escucharlas o hacerlas oír diferentemente, sin escatimar la distancia que nos separa de ellas”.
—Creo que puedo darle dos ejemplos para explicarlo y en ambos volvemos a escuchar literalmente las voces del pasado de otra manera. Se pueden ver en la Web. El primero es la performance del poema “Tensao” de 1956, de Augusto de Campos, en el marco del Festival Video Brasil en Sao Paulo, en 1996. A cuarenta años de distancia, Augusto de Campos reescribe su poema concreto en una perspectiva transmedial que le permite destacar los aspectos sonoros y visuales de la composición a través de una vocalización de registros acústicos varios, asociada a una proyección en pantalla de la secuencia de lectura. El efecto es sensacional. Pareciera incluso que aquel poema de 1956 hubiera sido imaginado para ser leído con la tecnología de que disponemos hoy y es justamente esa distancia la que nos hace sentir retrospectivamente la fuerza anticipatoria de la poesía concreta. El segundo ejemplo es de uno de mis poetas preferidos: el mexicano Luis Felipe Fabre. Se trata de una relectura de su libro La sodomía en la Nueva España (2010) que se hizo en el Colegio de San Idelfonso en 2014. Cabe recordar que La sodomía en la Nueva España es un libro que reescribe las actas de los procesos inquisitoriales contra los homosexuales en el México Virreinal. La versión de San Idelfonso realza la musicalidad del texto y recrea un inquietante entorno verbal, visual y sonoro que le restituye a los poemas una parte substancial de su densidad histórica. Son dos ejemplos muy distintos, pero en ambos estamos asistimos a una escucha del pasado que va más allá del simple juego modernista entre homenajes y profanaciones.
—Dedica el segundo capítulo de su libro a las complejidades existentes entre creación y mercado. Cita a Lucien Sfez, que habló de la muerte del libro por exceso. ¿De qué modo la sobreproducción editorial impacta sobre la creación? ¿Hay lectores para tantos libros?
—No, no los hay. A fines del siglo pasado, la digitalización simplificó el proceso de fabricación y abarató substancialmente los costes, haciendo posible un aumento vertiginoso de la producción y una aceleración general de la cadena del libro. Como lo analizo en el segundo capítulo de Paisajes en movimiento, el cambio tecnológico se tradujo en un cambio en la condiciones de mercado y en las dinámicas culturales. Porque ni los puntos de venta, ni el espacio de los suplementos literarios, ni el tiempo disponible para la lectura han sido capaces de hacer frente al nuevo volumen y a la nueva velocidad de la producción. Suena mal, pero tenemos que reconocerlo: hay libros y autores, incluso muy buenos, que hoy no encuentran lectores. Lucien Sfez ve en ello una pérdida del capital simbólico del objeto libro que, en la situación actual, se trivializa y se deprecia. Habría que medir también las consecuencias que tiene en la formación de un campo literario dominado por la incesante lucha entre sus distintos actores por descollar en un paisaje saturado y ganar visibilidad para sus obras en las librerías, en las redes sociales, en los festivales y en los cada vez fragmentados espacios de la crítica. La competencia es feroz.
—Impresiona el desequilibrio que existe entre la literatura que importamos desde otras lenguas/mercados, y la que se exporta desde América Latina. ¿Puede comentarlo? ¿Podría reducirse esta brecha?
—El incremento exponencial de la producción de libros hizo creer en algún momento que avanzábamos hacia una diversificación de las circulaciones literarias y que podríamos dejar atrás un sistema internacional combinado, desigual y excluyente. La reaparición del debate sobre la literatura mundial a fines del siglo pasado y en las primeras décadas del actual acompañó esta esperanza. Pero las cifras son descorazonadoras. Seis lenguas se reparten hoy más del 50% de las traducciones que se hacen a nivel global (francés, alemán, español, inglés, japonés y portugués), pero lo que traducen solo representa respectivamente entre el 2 y el 3% de su producción en el caso del inglés, el 6% en el del alemán, el 9% en el del español y el 15% en el del francés. Por el contrario, la lengua desde la que más se traduce es, sin sorpresa, el inglés con un 60% de los títulos totales, seguido por el francés, alemán, ruso, italiano y, por último, español, que se reparten entre todos un 25% de la torta (lo que, por cierto, deja la producción de las restantes lenguas del mundo en un residual y apretado 15%). Dentro de este pedacito que nos toca, lo que circula y se traduce de América Latina a nivel mundial son básicamente novelas, pero que no siempre dan con un público. Ya no estamos en tiempos del boom. Javier Rodríguez Marco recordaba hace unos meses que, para un autor latinoamericano en la España de hoy, resulta más fácil ganar el Cervantes que encontrar lectores. Una desafección análoga de los públicos se está dando también en Francia y Alemania desgraciadamente.
—Cita a Ignacio Echevarría, que ha sido consistente en señalar la deriva de los suplementos culturales españoles, la dependencia de los conglomerados editoriales. ¿Esa tendencia también se produce en América Latina?
—Muchas casas latinoamericanas fueron absorbidas por estos conglomerados de prensa y comunicación a principios de siglo. Y también varios periódicos principales. Hoy Planeta y PRH campan por sus fueros en casi todo el continente. Pero la situación ya no es tan simple como en los noventa y dos mil. Ha habido, por un lado, un vigoroso repunte de la edición independiente que ha abierto nuevos espacios para la literatura y, por otro, se ha producido una fragmentación y atomización de los soportes de la crítica (tanto analógicos como digitales) que hace ya muy difícil que se pueda controlar la recepción de un libro con la sola complicidad de los periódicos vinculados a los conglomerados.
—El tercer capítulo de Paisajes en movimiento está dedicado a un tema fundamental: la vigencia o no, de la categoría ‘nación’ como marco comprensivo del hecho literario. ¿La obra de Bolaños es chilena? ¿Usted es un ensayista caraqueño, luego de tanto tiempo viviendo y trabajando fuera de Venezuela? ¿Dónde queda la ‘nacionalidad literaria’ en estos tiempos de migraciones y nomadismo, de autores que se alimentan más de la red y de un cosmopolitismo global y menos de sus realidades inmediatas?
—Como usted mismo lo muestra con sus ejemplos, la nación es hoy una entidad afantasmada que la realidad ha rebasado por todas partes. Otras categorías pueden resultar más definitorias y cohesivas en la actualidad a la hora de fijar una identidad literaria, como el género, las posturas políticas o las orientaciones sexuales. García Canclini decía hace algunos años que el problema no era ya saber qué es la literatura o el cine nacionales sino qué tipo de literatura o de cine se puede hacer cuando se vive entre varios países y se tienen dos o tres pasaportes. González Iñárritu, Cuarón y Del Toro nos han dado algunos buenos ejemplos. Con todo, no hay que cometer el error de subestimar la fuerza emotiva del nacionalismo, que ha seguido funcionando como soporte ideológico de la hegemonía política en manos de un Chávez o un Trump. Este neo-nacionalismo está a la orden del día, pero como un valor refugio que se ha ido alimentando del problema de la creciente desigualdad en las sociedades contemporáneas. En este sentido, los que lo reivindican hoy, de un modo a veces paródico, caricaturesco, odiosamente populista, reclaman básicamente un protagonismo político del que se sienten despojados, así como también una igualdad y una fraternidad que el neoliberalismo y la globalización han sometido a ruda prueba. Por eso este regreso de lo nacional en su versión más autoritaria y beligerante no solo debe ser combatido desde la perspectiva de un cosmopolitismo solidario y renovado, sino también desde la perspectiva de una conciencia otra de la comunidad nacional, que sea plural, abierta, progresista e incluyente. No es un reto fácil de asumir en las condiciones de polarización actuales y menos aún en el caso venezolano, con la crecientes tensiones que se están creando entre el país territorial y el extraterritorial. Pero creo que muchos de nuestros mejores escritores, artistas y cineastas están bregando valientemente con ello, dentro y fuera de Venezuela.
—Mi sensación es que usted delimita en Paisajes en movimiento un personalísimo campo de pensamiento al ensamblar cuestiones como las consideraciones espacio-temporales del hecho literario, con presencias tan crudamente determinantes como el mercado y las industrias editoriales. ¿Qué antecedentes hay en nuestra lengua a su peculiar ejercicio crítico?
—Son temas que se han ido trabajando en estos últimos años en la crítica universitaria y que yo he tratado de sacar de ese ámbito recoleto, para llevarlos a un público un poco más amplio. Así, uno de los primeros en plantearse entre nosotros la necesidad de estudiar la relación de mercado y literatura fue Ángel Rama, allá por los años setenta y ochenta. En los noventa y dos mil, Josefina Ludmer se interesó en la fábrica del presente y en el pensamiento de Rancière sobre los límites de la estética. He querido de actualizar y sistematizar la pesquisa sobre los dos asuntos con fuentes más frescas y diversas, tratando de crear un punto de convergencia entre literatura, estudios culturales e historia actual. Lo que me interesaba, como viejo lector de Foucault, era examinar, a través de tiempo, mercado y nación, algunas de las condiciones de producción de un discurso literario contemporáneo y no ofrecer simplemente una serie de lecturas de textos o de reseñas de libros más o menos ensambladas, a la antigua.
—Por último, quiero preguntarle por su método de trabajo y el modo en que ha sido plasmado en Paisajes en movimiento. Hace uso de un número notable de citas −poemas o fragmentos de poemas, opiniones de colegas suyos, extractos de documentos− que se constituyen, no en apéndices o referencias, sino en elementos se integran a la vertebración de su discurso. ¿Es Paisajes en movimiento, un llamado, un elogio a la articulación del pensamiento crítico?
—Ojalá que así fuera. Creo que no hay ensayo sin una propuesta de escritura y, en este caso, se trataba abrir el texto a la lectura de la investigación que lo constituye, reproduciendo el diálogo con la biblioteca que nutre mi trabajo y lo precede, pero que también lo cuestiona. Por eso alternan las citas y los comentarios (y los comentarios de mis comentarios y mis citas de las citas). El texto se presenta como un ensayo del ensayo que vuelve a las fuentes del género: es un avanzar fragmentario a través del tanteo, la especulación y la hipótesis, sabiendo que las conclusiones a las que se llega son siempre provisionales y que, si hay suerte, otros vendrán luego y completaran, rectificaran y mejorarán tu trabajo. Porque escribir un ensayo es siempre una navegación solitaria dentro de una cámara de eco, que trae las voces del pasado, pero también la búsqueda de un lector y la invitación a una carrera de relevos.
*Paisajes en movimiento. Literatura y cambio cultural entre dos siglos. Gustavo Guerrero. Eterna Cadencia Editora. Argentina, 2018.