
Autor de novelas fundamentales como La otra isla (2005) y El pasajero de Truman (2008), Francisco Suniaga ha publicado su quinta novela: El pacificador, dedicada a la campaña que el general Pablo Morillo hizo en Venezuela y Nueva Granada entre 1815 y 1820
Por NELSON RIVERA
¿Puede contarnos de la investigación histórica que sirve de fundamento a su novela?
Esta novela requirió una extensa investigación sobre hechos y personajes históricos que rara vez se abordan en la educación formal. Sin embargo, la perspectiva adoptada no es la de quien escribe una tesis académica o un libro de historia, sino la de un novelista. Por lo tanto, seleccioné únicamente aquello que servía a los fines narrativos de la obra. A veces se lee algún texto no para buscar datos concretos, sino para revivir las atmósferas de ciertos relatos. Por ejemplo, releí Lanzas coloradas de Arturo Uslar Pietri, porque quería experimentar nuevamente la obsesión de Presentación Campos por encontrarse con Bolívar, tan solo por verlo. De alguna manera, esta lectura me inspiró para narrar la historia de Morillo.
Las fuentes históricas directas, como cartas, proclamas y memorias de los propios actores históricos, son numerosas. Morillo escribió sus memorias, básicamente una recopilación de proclamas y comunicaciones con el mando español en Madrid. En ellas se incluyen también documentos oficiales de los juicios a los que fue sometido tras su regreso desde Caracas. Simón Bolívar, por su parte, dejó un vasto archivo de documentos personales, afortunadamente preservados en el Archivo de Bolívar, digitalizado por la Academia Nacional de la Historia.
Las extensas memorias y archivos de Daniel O’Leary resultaron cruciales. En ellos encontré la carta de noviembre de 1821, escrita cuando Morillo ya estaba en Madrid. Esta misiva es especialmente importante por su tono cordial, humano y francamente amistoso, con el que el Libertador se dirige a Morillo, su antiguo enemigo. Esto demuestra que la reconciliación política es perfectamente posible. Consulté también el Diario de Bucaramanga, de Luis Perú de Lacroix, edecán del Libertador, así como el diario del diplomático inglés Robert Ker Porter, editado por la Fundación Polar, donde se describe con detalle la entrada de Bolívar en Caracas en 1826.
Otras fuentes primarias significativas incluyen el relato de Rafael Sevilla, capitán de la expedición, titulado Memorias sobre la guerra en Tierra Firme, que me sirvió para dar vida al personaje de José María Asorey en la novela.
Mis visitas al área de investigadores del Museo Naval de España, en Madrid, fueron igualmente relevantes. De allí provienen las narraciones sobre enfrentamientos navales, como el de Trafalgar, y los acontecimientos relacionados con el buque insignia San Pedro Alcántara.
Las referencias bibliográficas son también enormes. Tuve la suerte de acceder a la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos, la Biblioteca Nacional de España y la del Instituto Iberoamericano de Berlín, lo que amplió considerablemente el marco de consulta. Obras como La historia constitucional de Venezuela, de Gil Fortoul, o La revolución popular de 1814, de Juan Uslar Pietri, fueron esenciales para aclarar y organizar el contexto histórico. Para precisiones en torno al ejército español fue de gran utilidad tener a mi disposición El ejército realista en la independencia americana, de José Semprún y Alfonso Bullón de Mendoza.
Entre las biografías sobre Morillo, destaca la escrita por Antonio Rodríguez Villa a principios del siglo XX, la más extensa y detallada. También consulté la obra de Andrés Révesz y, más recientemente, la biografía de Gonzalo Quintero Sarabia. Además, Pablo Morillo and Venezuela, 1815-1820, del estadounidense Stephen Stoan, expone con gran claridad los conflictos de Morillo con la burocracia española durante su estancia en Venezuela.
Para estructurar el personaje literario de Miranda, recurrí a la biografía de Mariano Picón Salas y a El hijo de la panadera, de Inés Quintero. Para desarrollar el personaje de José Francisco Bermúdez, fue clave la biografía escrita por Eduardo Morales Gil. Considero que el episodio de su muerte violenta define su carácter más que cualquier otro momento.
En cuanto a la historia de Margarita, obras como La historia de Margarita, de Francisco Javier Yáñez, y Matasiete, montaña de gloria, del margariteño Jesús Manuel Subero, fueron fundamentales para ambientar los hechos ocurridos durante las dos visitas de Morillo a la isla.
Para episodios como el sitio y toma de Cartagena, consulté Mosquito Empires, de John Robert McNeill, que describe extensamente la ciudad, su entorno natural y defensas en la campaña fallida del almirante Vernon casi un siglo antes de Morillo. También fue útil la obra del arquitecto e historiador Germán Téllez, Cartagena y la independencia: Los mitos y realidades del asedio, por su enfoque crítico.
En conclusión, la investigación consumió una parte significativa del tiempo dedicado a concebir y escribir de El pacificador. Comencé a trabajar en 2019 y la terminé en 2023.
Pablo Morillo. Usted no solo despliega al sujeto histórico, sino que construye un personaje literario, que sufre un cambio interior a lo largo de los años que estuvo en Venezuela. ¿Morillo era un hombre enfrentado a dilemas?
Pablo Morillo recorre, en el curso de sus cinco años en Venezuela y la Nueva Granada, una parábola histórica tan extraordinaria que, solo con describirla, se alcanzan cotas de ficción literaria. Su viaje interior es tan profundo como ancho el océano que debió atravesar con sus barcos para llegar a Tierra Firme. Nada tiene que ver el Morillo que visitó a Margarita en 1815 con el que entró a Bogotá en 1816, ni con el que volvió a la isla en 1817 y, tampoco con el que regresó a España en 1820.
Es la historia del héroe trágico que, en su ambición por el poder, transita umbrales prohibidos. Quizás era verdad que no había ambicionado comandar esa expedición, pero eso no podía librarlo de los dilemas tremendos que debe confronta cualquier hombre que desea ser poderoso. Dilemas que, al final, como suele ocurrir, terminan por quebrar a ese héroe. El primero de ellos fue el de aceptar o no el mando de la expedición a Tierra Firme. Era un general con gran prestigio, ganado en los campos de batalla contra el ejército francés, y tal vez, dada su extracción campesina, el más popular en España. Su carrera no tenía techo; quizás soñaba con ser un Bonaparte español.
Por el otro lado, en el plano personal, era viudo, sin descendencia, estaba próximo a cumplir cuarenta años y comprometido con una hermosa sevillana de quien se había enamorado. Aspiraba, al mismo tiempo que la gloria, vivir una vida apacible y construir una familia. Aspiraciones excluyentes aunque lógicas para quien ya tenía seis años de guerra y una carrera militar que había comenzado en la adolescencia. Optó por aceptar la primera, persuadido o amparado por la propuesta del general Francisco Castaños, quien había sido su protector y mentor. Ese fue su error trágico, su hamartia*.
Su intención pacifista, genuina y sincera, vistos sus primeros actos en Margarita, chocó de frente con la violencia brutal e inhumana del conflicto en Tierra Firme. También tuvo ante sí la gran contradicción de ser el hombre más poderoso de este vasto territorio y verse demandado por la burocracia española a actuar dentro de un marco jurídico que lo limitaba. Cayó entonces en el dilema clásico del tirano: prefirió ejercer el poder basado en la materialidad de las armas y atropellar al civil emanado de las leyes. Una dinámica que se fue agudizando con cada decisión que tomaba; un abuso lo llevaba a otro. El mismo gran dilema que en Venezuela no se ha resuelto desde entonces y que explica buena parte de nuestra historia como nación.
El pacificador está atravesado por la extrema crueldad de la guerra. Se dice que en ninguna otra parte del continente se produjo tanto desafuero. El Decreto de Guerra a Muerte parece haber potenciado la atrocidad. En su visión de novelista y estudioso de la historia, ¿qué explica lo sangriento y destructivo de nuestra guerra de independencia?
El horror de una guerra como la de independencia en Venezuela ha ocurrido en cualquier lugar y tiempo del mundo. Y ocurrirá siempre que se cumplan ciertas condiciones. Mas sucedió que las diferencias sociales que podrían haberse manejado políticamente, derivaron en abismos insalvables. La violencia apareció entonces como la salida lógica.
Ninguna sociedad está exenta de que algo así ocurra. Para salvar esas diferencias, producto de las aspiraciones democráticas de siglos, surgieron las instituciones políticas, los partidos, los parlamentos, las elecciones, el principio de la alternancia de los grupos en el ejercicio del poder. No obstante, si las diferencias se exacerban por el discurso y la acción política, sobre los primeros agravios se producen otros y el intercambio entre ellos genera nuevas narrativas que alimentan más violencia. Si no se cortan esos círculos perversos, pues se puede desembocar en una violencia generalizada, una guerra civil. Eso ocurrió en la Venezuela que buscaba su independencia de España y se encontró con sus propios demonios. Y podría ocurrir en la Venezuela de ahora, si la puerta a la solución política de las diferencias entre maduristas y opositores, abierta el pasado 28 de julio con unas elecciones, se cierra de manera definitiva con una patada criminal.
La sociedad colonial venezolana era, salvando el tiempo y la distancia, un auténtico apartheid surafricano. O por lo menos, guardaba una similitud importante: la asimetría entre una minoría blanca, que acumulaba un poder económico, político y social casi monopólico, y la mayoría mestiza muy pobre, a la que se sumaban los esclavos negros, para conformar “la masa hirsuta” a la que se refirió Mariano Picón Salas. Una casualidad histórica, los sucesos de 1808, la invasión napoleónica de España y la deposición de los Borbones por parte de los Bonaparte, iniciaron el proceso político de donde saltó la chispa que encendió la sabana.
Apareció Domingo de Monteverde con sus sangrientos excesos. La respuesta de los blancos criollos, que lograron reconquistar el poder en 1813, con la primera de las tres invasiones dirigidas por Simón Bolívar, la llamada Campaña Admirable, fue al mismo tiempo una venganza, instrumentada por medio del infausto Decreto de Guerra a Muerte. La consecuencia de esa política revanchista, a la vuelta de un año, fue un auténtico cataclismo: José Tomás Boves.
Bolívar era reconocido como jefe y, al mismo tiempo, repudiado y hasta odiado por numerosos de los jefes militares republicanos. ¿Qué ocurría con este hombre? ¿Por qué producía repulsa y admiración simultáneamente?
Ciertamente, Simón Bolívar gastó buena parte de su energía enfrentando las conspiraciones y deslealtades de sus pares venezolanos y de otros compatriotas, compañeros en el mismo propósito independentista. De hecho, al morir estaba proscrito en Venezuela y era un indeseable en Colombia, de allí su viaje de Bogotá a Santa Marta, en 1830. Su deceso produjo declaraciones oficiales de júbilo a ambos lados de la frontera. La pregunta sobre ese rechazo al más grande venezolano es, por tanto, muy pertinente. A mi entender, sin embargo, esa es una interrogante que tendríamos que hacernos no solo sobre Bolívar sino sobre los demás personajes históricos que han asumido el liderazgo del país en situaciones de crisis. Desde la independencia hasta el presente, en situaciones de crisis, nadie ha sido aceptado como líder indiscutible por sus pares y, cuando les ha tocado caer, han sido escarnecidos con particular saña.
Por supuesto que la aspiración no puede ser que los líderes sean seguidos con obsecuencia y unanimidad. La oposición y la diversidad de opiniones son necesarias y deben estar presentes en esos procesos políticos, pero dentro del marco de la lealtad para con quienes ascendieron de manera legítima a la posición más importante. No se puede jugar eternamente al “quítate tú pa’ ponerme yo”.
Para ejemplificarlo solo bastaría citar un año, 1819. En su transcurso, Bolívar reunió el Congreso de Angostura, realizó la campaña militar para liberar a la Nueva Granada y ganó las batallas decisivas de Pantano de Vargas y Boyacá. Vale decir, ejecutó actos militares de suprema importancia, en paralelo con los actos políticos civiles fundacionales de nuestras sociedades. Y, sin embargo, mientras estaba en Bogotá, fue objeto de un golpe militar en Angostura, por parte de Juan Bautista Arismendi.
Esta es una de las reflexiones que la novela El pacificador invita a hacer: ¿por qué esa falta de lealtad de los venezolanos para con sus líderes? De manera que, a lo mejor habría que replantearse la pregunta invirtiendo sus términos: ¿por qué, sin que obsten sus hazañas ciudadanas, su sacrificio y consistencia en los tiempos de crisis, los venezolanos pasan de la adhesión al rechazo desleal a sus líderes? Bolívar sólo fue el primero, ya llevamos más de dos siglos en eso.
En su relato, Morillo visita a Miranda en La Carraca. Se encuentra con un hombre derrotado, profundamente desencantado, culto y de amarga sabiduría. Morillo no olvida ese encuentro y recuerda las palabras de Miranda, que le habla como una especie de oráculo de las adversidades. ¿Existió ese encuentro?
Francisco de Miranda estaba prisionero en el penal de las Cuatro Torres, en terrenos de la base militar de La Carraca, en Cádiz, desde enero de 1814. Pablo Morillo llegó a ese puerto en agosto de ese mismo año y partió para América en febrero de 1815. De manera que es un hecho que ambos estuvieron en la misma ciudad, por lo menos durante unos seis meses. Dada esa coincidencia temporal, era posible pensar en un encuentro entre ellos. Era además lógico que ocurriera porque Miranda era un hombre siempre dispuesto a hablar y Morillo no tenía razones para no desearlo. De hecho le resultaba muy conveniente tener comentarios de un actor de primerísima línea del proceso independentista en Venezuela. Eso era suficiente para querer conversar con él.
Ahora, lo más probable es que ese encuentro no haya ocurrido. En mis consultas al respecto para esta novela, nunca he encontrado una alusión a que algo siquiera parecido pasara. Esa es la mayor ventaja que la ficción literaria histórica tiene sobre la historia formal. A la primera, para ser aceptable, basta con la posibilidad de que los hechos sean verosímiles y lógicos dentro de la trama y el desarrollo de los personajes. Que Miranda leyera y recitara un poema de Goethe en alemán también era posible en lo temporal, el genio alemán ya era conocido y Miranda era un lector obsesivo. El evento, además, queda encuadrado perfectamente en la personalidad del Precursor, dado a impresionar a sus audiencias con su conocimiento y cultura. Y también, en el hecho de que una persona presa y aislada pierde cordura.
Al principio, tenía la intención de que el suyo fuese un capítulo introductorio que le diera al lector el marco en el que se desarrolla el relato. Pero hay un problema con los hombres como Miranda, cuando se les quiere tener como personajes de una ficción literaria. Tienen una fuerza mágica que impide los tratamientos tangenciales por el autor y hay que incluirlos de forma plena. El problema era entonces en que no podía ser en un solo capítulo porque se habría tornado interminable. De allí surgió entonces la idea de que su voz fuese una suerte de coro griego que, a lo largo de la novela, comenta su propia tragedia con el personaje principal. Y así, de la manera más natural, su peso dentro de la novela aumentó mucho, tanto como correspondía a su importancia histórica.
¿Qué ocurrió con el apoyo del reino de España a Morillo? A partir de cierto momento, lo dejan a su suerte.
Apoyo hubo, pero no podía mantenerse por un tiempo largo y, en el caso de Morillo, se prolongó cinco años. Al finalizar la guerra contra la Francia bonapartista, en 1814, España, aunque triunfadora, estaba exhausta en todos los ámbitos. Armar una expedición como la de Pablo Morillo a América fue un esfuerzo monumental del Estado y de la sociedad española. Por esa razón la salida de la expedición se retrasó meses esperando por barcos, pertrechos, avituallamiento y hombres —era una guerra muy impopular y no resultó fácil reclutarlos porque, además, Morillo no quería llevar con él soldados que no quisieran ir—.
En lo económico, la expedición habría sido imposible de no haber sido por los grandes aportes de los comerciantes de Cádiz, los más afectados por la interrupción del intercambio comercial con América durante los seis años de guerra contra Napoleón. Ese entusiasmo patriótico inicial, sin embargo, como ocurre siempre en empresas políticas o militares, es muy difícil de sostenerse por mucho. En un imperio en emergencia, con un rey canalla e incompetente y muchas necesidades internas por satisfacer, creo que Pablo Morillo y su ejército desaparecieron de la agenda política del gobierno español y de las mentes de sus habitantes.
Los éxitos primeros de Morillo, visto que apenas a un año de su partida estaba entrando en Bogotá, después de haber tomado la inexpugnable Cartagena de Indias, también pudieron generar ese ambiente de que Tierra Firme era un problema resuelto. Tres años después, cuando la región entera era un campo de batalla, una gran casualidad acabó con cualquier esperanza de recibir apoyo desde la península: el pronunciamiento de Rafael del Riego.
Claro que también Fernando VII, un tipo realmente perverso y vil, pudo jugar en contra de Morillo y optar por dejarlo abandonado a su suerte al otro lado del Atlántico. En torno al general Morillo siempre hubo habladurías sobre su lealtad a la Corona. Durante sus meses en Cádiz, la ciudad más politizada de España —allí se reunían las Cortes y se escribió la primera constitución en Europa— coqueteó con la masonería, que era muy fuerte y poderosa. Eso lo ubicó en el bando de los liberales y lo convirtió en una amenaza para el rey. Esa era una acusación grave y quitarse esa fama no fue fácil. Tuvo que hacerse miembro de una de las cofradías católicas de la ciudad para aplacar las voces de sus acusadores.
Era un general joven, con arraigo, popular en la España profunda y si encima era masón y liberal, pues había que cuidarse de él. Ponerlo y dejarlo abandonado lejos de Madrid, en la orilla opuesta, era la mejor solución para Fernando VII. Si efectivamente conspiró para hacer eso o no es materia de la historiografía. Aunque también resulta cierto que una España ya exangüe no podía apoyarlo materialmente. La verdad de lo ocurrido está por ahí, quizás a mitad de camino entre esas dos posibilidades. Al escritor de novelas le basta con asomar el tema.
Lo que sí está más allá de cualquier discusión es que solicitó en 12 oportunidades su traslado, pero no le fue concedido sino hasta 1820, después de haber negociado el armisticio. Volvió solo, sin ejército y sin dinero, ya no era una amenaza para nadie.
Con frecuencia uno se abandona a la experiencia de leer El pacificador como si fuera un documentado y fluido libro de historia. Pero, en realidad, se trata de una novela. ¿En qué consisten los desafíos de escribir ficción a partir de hechos históricos documentados?
Hay una situación difícil que salvar para quien narra hechos históricos desde la ficción literaria. Los venezolanos conocen su historia. Aunque, claro, ese conocimiento es asimétrico. Hay gente que la conoce muy bien, en profundidad y detalle, otra que solo conoce lo grueso, los titulares, y algunos que muy poco saben de ella. Eso obliga a informarles a todos el marco en el que se desarrolla la historia de una manera atractiva, de una manera distinta a como se haría en una novela de actualidad. Eso solo es posible si el escritor del relato se apodera de aquellos espacios, huecos de la historia de los que nada se sabe. Por ejemplo, el viaje a lomo de caballo de Luisa Cáceres y Juan Bautista Arismendi, entre Porlamar y La Asunción, como aparece en El pacificador.
Por eso es necesario investigar las fuentes para encontrar esos intersticios existentes entre los hechos históricos comprobados, por donde puede colarse el cuento que se narra. En esta novela hay un ejemplo perfecto. Daniel O’Leary, actor y testigo de primera mano, narró en sus memorias el encuentro de Bolívar y Morillo en Santa Ana, Trujillo. Recogió la atmósfera de la reunión, la calidez con la que los otrora enemigos mortales se trataron y el hecho de que esa noche durmieron bajo el mismo techo. Él mismo especifica que lo que los dos jefes hablaron no se podía escuchar con nitidez desde donde ellos estaban. Aunque sí era posible distinguir el tono cordial de la conversación y el hecho que de vez en cuando se escuchaban sus carcajadas.
Eso lo saben los historiadores, pero hasta allí pueden llegar, ese es su límite. El narrador de ficción tiene en cambio la licencia de meterse en el salón en el que estaban los dos jefes y poner en boca de ellos palabras que resulten lógicas y verosímiles, que pudieron haber dicho o no, pero que nadie puede negar ni corroborar. Por eso, en El pacificador nuestros dos personajes terminan hablando de mujeres, que es un tema del que los hombres casi siempre hablamos.
Quiero pedirle que me hable de Miranda, ese Miranda culto, brillante y cosmopolita, que termina su vida encerrado en una prisión militar en Cádiz. Hay en él una trayectoria azarosa y rutilante, que termina de modo opaco y trágico. ¿Le atrae, le interesa Miranda?
Como cualquier venezolano, no pude ser indiferente ante Francisco de Miranda. Mi idea era usar su diálogo con Morillo como parte de la narración que informa al lector, en particular si no es venezolano, del marco en el que se desarrolla la historia. Solo que lo suyo, como ya expliqué, tomó vuelo y su presencia a lo largo de la novela se hace constante. Miranda era, como usted ha dicho, culto, brillante y cosmopolita; la combinación perfecta para ser rechazado por este país hecho con hacha y machete, que sigue deponiendo a los Vargas para quedarse con los Carujos.
*El pacificador. Francisco Suniaga. Editorial Alfa. España, 2024.
*Hamartia: palabra que sintetiza la idea de error trágico.
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