Por NELSON RIVERA
—Crema Paraíso transcurre con una agilidad que no declina, de la primera a la última línea. ¿Podría hablarme de su trabajo de escritura?
—Mi proceso de escritura es una lucha constante entre dos fuerzas, una que me pide seguir un plan, anclar mis historias, y otra que me incita a volar, a explorar con libertad. Es como si en un oído te susurrara un ángel y en el otro un demonio. Claro, tú sabes desde el principio que el demonio va a ganar, porque los demonios son más interesantes que los ángeles, y porque tú no puedes planear una novela de principio a fin sin que te quede acartonada o esquemática. Un escritor tiene que sorprenderse a sí mismo para poder sorprender al lector.
En eso consiste mi proceso, en una lucha constante entre la soltura y la contención, una negociación sin fin entre un ángel que me susurra al oído derecho, y un demonio que me tienta en el izquierdo. El objetivo es llegar al limbo, un sitio más sugestivo que el cielo y menos tenebroso que el infierno, y que no es otra cosa que la mejor novela que puedes escribir mientras el cuerpo aguante, porque va a llegar el día en que no puedas más, en que pensar en la novela te va a enfermar y te tocará rendirte y darla por acabada.
Eso lo descubrí, o lo confirmé, con Mandrágora, mi trabajo anterior a Crema Paraíso, una novela que escribí a punta de ingenio, sin un plan concreto, y que me llevó a sitios muy extraños. No estoy exagerando: pasé años acechado por vegetales asesinos, hombres lobos y científicos locos. Por eso cuando me senté a trabajar en Crema Paraíso traté de seguir un proceso que me permitiera contener la novela sin asfixiarla. Con Crema Paraíso decidí trabajar por fases: escribir con libertad, editar con rigurosidad y pensar en la estructura, para luego volver a escribir, editar y pensar, una y otra vez. Seguir esos pasos me permitió controlar la novela sin perder el impulso creativo.
Lo otro que me ayudó fue tener una idea clara de lo que quería lograr. Sabía que iba a escribir una historia de padre e hijo, que el padre iba a ser un gran poeta, el mejor de su generación, y el hijo un joven sin prospectos, obsesionado con la plata. Y los iba a embarcar en dos viajes, uno hacia el pasado, y otro en el presente. Era un plan sencillo que iba a depender de la fuerza de los personajes. Tuve suerte, porque desde el principio di con las voces del poeta Dubuc y Emiliano y ellos mismos fueron contando su historia.
—Por una parte, su novela parece parodiar y hasta desmitificar al establecimiento literario venezolano; por otra parte, también me pareció que hay un fondo de respeto y hasta de admiración hacia ese establecimiento. ¿Son compatibles estas dos sensaciones?
—Esa pregunta tiene dos respuestas. La primera es la del poeta Dubuc, que te diría que los libros están hechos de libros y que lo único que importa es la literatura, y luego se ofendería y lanzaría una diatriba contra el mundillo literario. Pero claro, Dubuc no te contaría que de joven sentía una enorme admiración por sus colegas y que confundía la fama con la calidad, ni que se desvivía por una invitación a una embajada y se ponía a temblar cada vez que veía al Chino Valera Mora, así fuera de lejos, o que casi enloquece tratando de ganar el favor de Gerbasi.
La segunda respuesta es mía. Yo siento una gran admiración por la literatura venezolana, que al fin y al cabo también es mi literatura, pero además entiendo que no puede haber una cosa sin la otra, que el establecimiento, las instituciones y el mercado son inevitables, y en algunos casos, necesarios. En un mundo ideal los escritores deberíamos concentrarnos exclusivamente en escribir, pero el mundo no es ideal y siempre va a haber fuerzas externas afectando nuestra relación con el arte. Son contados los escritores que pueden dedicarse a tiempo completo a su obra, y uno tiene que aceptar esa realidad. Lo importante es no perder el foco. Entender que uno está allí para escribir y que el resto es secundario.
—Uno de los encantos de Crema Paraíso es su sentido del humor. ¿Por qué escogió un tono paródico, humorístico?
—Yo creo que los escritores latinoamericanos nos tomamos demasiado en serio, sobre todo cuando escribimos sobre el oficio. Y no hay nada más triste y aburrido que una persona que se toma demasiado en serio. Si vamos a hablar de nosotros mismos y de nuestro oficio, lo menos que podemos hacer es reírnos en el camino.
El humor tiene sus ventajas a la hora de meterse en temas complejos. Se podría decir que abarca más que el drama, porque lo incluye: no puede haber comedia sin su dosis de tragedia. El humor te da esa levedad a la que aspiraba Ítalo Calvino y que, precisamente, te permite moverte con agilidad en espacios densos.
Un detalle, el uso del humor en Crema Paraíso no fue intencional, sino que se fue imponiendo por sí mismo, sobre todo en la medida en que me metía en situaciones íntimas o emotivas. Supongo que fue una manera de balancear la carga emocional de la novela.
—Extrañé a Caracas y el habla caraqueña, mientras leía su novela. Mientras sonreía, experimenté momentos de nostalgia. ¿Podría decirse que Crema Paraíso es la novela de un nostálgico?
—El poeta Dubuc y Emiliano vienen de un mundo perdido, de un país que, como dijo Amalia Caputo en una entrevista aquí mismo, en el Papel Literario, ya no existe, o sólo existe en nuestra memoria. En el caso de Crema Paraíso, no sólo estamos hablando de un período anterior al chavismo, sino inclusive anterior al 27 de febrero y al Viernes Negro. Venezuela estaba muy lejos de comenzar su descenso al infierno. Y luego está la nostalgia por la juventud. Recuerda que el poeta echa su cuento ya de viejo. Vista así, Crema Paraíso es una novela nostálgica por partida doble.
Eso sí, me cuidé mucho de no idealizar el pasado. Es fácil caer en la tentación de dibujar el pasado como una época dorada, sobre todo si lo contrastamos con la decadencia del presente, pero la verdad es que éramos un país con grandes contradicciones y me pareció importante que esas contradicciones se sintieran en la lectura. La vida del poeta y su hijo no fue fácil. Al poeta Dubuc lo marginan por años y a Emiliano le cuesta conseguir su espacio en la Caracas de entonces, y eso lo dejan muy en claro cuando cuentan su historia.
—Me llamó la atención el detalle con que usted relata la elaboración del poema “Instituto Postal Telegráfico”, por parte del poeta Alfonzo Dubuc, personaje protagonista de Crema Paraíso. ¿Parafraseó algún modelo? ¿Usted también escribe poesía?
—Me encantaría escribir poesía, pero es un género que me sobrepasa.
No me inspiré en ningún escritor en concreto. Aunque, ahora que lo pienso, es posible que el proceso del poeta Dubuc sea una proyección del mío, inclusive es posible que tenga algo de venganza. Me explico: yo sufro mucho cuando escribo, tanto, que no escribo de noche porque me da insomnio. Pero cuando escribí sobre el proceso creativo de Dubuc la pasé bomba. Me encantó crear un personaje que sufriera más que yo escribiendo. Es posible que haya sido una venganza imaginaria e inútil contra mí mismo. Igual es irrelevante, el proceso de escritura solo nos importa a los escritores. A la hora de la verdad, al lector no le interesa si nos desangramos o si nos metimos un hongo y alucinamos nuestros textos, al lector lo único que le importa es el libro que tiene delante. No puede ser de otra manera.
—En la narración de Crema Paraíso hay conductas pragmáticas, ambigüedad moral, falsedades, elogios desmesurados, descalificaciones sumarias y otras prácticas de la cotidianidad literaria y cultural. ¿Podrían evitarse? ¿Habrá un lugar donde las cosas sean de otro modo?
—Supongo que todas las profesiones cultivan una especie de orgullo por sus vicios. Seguro los arquitectos o los programadores de Silicon Valley se jactan de la crueldad y la frivolidad de sus gremios y piensan que los escritores somos unos bebés de pecho al lado de ellos.
No puedo pensar en un escritor más puro que Borges, un hombre que ni siquiera leía a sus contemporáneos. Resulta que Borges hablaba malísimo de otros escritores en privado. La tenía cogida con Sábato, que era como su némesis, y cuando podía se burlaba del pobre Arlt, que en esa época era un periodista con aspiraciones literarias. El Borges de Bioy está lleno de chismes y pequeñeces, pero eso no le quita un pelo a la altura de ese gigante que es Borges, si acaso pasa lo contrario, el libro lo humaniza.
Por otra parte, hay dos lugares donde las cosas son de otro modo, donde el mundo literario es y tiene que ser absolutamente irrelevante, me refiero a la biblioteca y el escritorio.
Igual todo eso está cambiando. Con la llegada de las redes sociales el mundo de la literatura se está transformando. Ahora tenemos un circo de escritores, editores, promotores culturales y lectores, compitiendo por atención en Instagram. Las instituciones son cada vez más irrelevantes, o se han tenido que adaptar a golpes a la nueva realidad. Eso ha sido terrible para la calidad de la discusión, porque las redes tienden a banalizarlo y polarizarlo todo. Pero también es verdad que las redes han democratizado nuestra relación con la literatura. Los lectores se fajan directamente con los autores y a veces salen cosas interesantes de esas conversaciones. No te extrañe que el mundo de la literatura se mueva exclusivamente en espacios virtuales en diez o veinte años.
—Una imagen que me resultó muy reveladora: su personaje, el poeta Alfonso Dubuc, se encierra en el baño y conversa con un espejito que, además, está roto. ¿Hay en ello una advertencia? ¿Están algunos escritores tentados a hablar solo consigo mismos?
—Lo que dices tiene sentido: el monólogo en el espejo roto como una metáfora de la soledad del escritor. Tiene todo el sentido del mundo.
El baño es un espacio lleno de posibilidades dramáticas. Allí estamos en contacto con nuestra animalidad; estamos solos, desnudos, nos encontramos en una situación muy vulnerable. En el baño somos animales, pero también somos, o podemos ser, sabios. Además, contamos con una barrera física y mental que nos protege del mundo. Con la ayuda de una poceta podemos recurrir al más básico y efectivo de los humores, el humor escatológico, o si nos vemos al espejo con sinceridad, podemos llegar al estado de introspección más elevado y profundo que pueda haber. Todas mis novelas tienen escenas en el baño.
—Una frase de la página 130 dice: “Para escribir bien hay que darlo todo”. ¿Qué significa para Camilo Pino “darlo todo”?
—La frase es del poeta Dubuc y para él el significado es literal. Dubuc piensa que para escribir bien hay que vivir como una especie de monje literario, que hay que rezarle a la poesía en la mañana, encerrarse a escribir en la tarde e ir vestido de poeta todo el tiempo. Yo soy un poco más comedido. Entiendo que hay ciertos límites, que vivir como artista no te hace artista. Pero sí creo que no se puede escribir a medias y escribir bien. Uno tiene que meterle todo lo que tiene a la página. Asegurarse de que cada palabra sea la mejor que se pueda escribir. Claro, aspirar a la perfección es imposible, a menos que uno sea Flaubert, pero nada impide que uno le meta la mayor energía posible a su trabajo.
Lo otro que esa frase significa para mí tiene que ver con la entrega emocional. Para que una historia tenga vida, tiene que sentirse sincera y a veces eso implica exponer a tus personajes al ridículo, o trabajar en un registro pueril, o decir cosas que uno nunca diría por escandalosas o tontas, y es muy importante sacrificar el ego en esos momentos, entender que la obra no tiene que ver con uno, sino con el mundo que estás tratando de crear.
*Crema Paraíso. Camilo Pino. Alianza Editorial. España, 2020.
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