En Venezuela la irrupción de la novela fue tardía, tanto, que en la carrera por el oro no le quedó ni el bronce: los registros privilegian la poesía, el drama y el cuento. El hecho no debe dar plaza al desencanto ni a establecer posibles conjeturas sobre los posibles defectos de la cultura nacional en el área, pues fue un fenómeno común en el ámbito latinoamericano.
Y es que desde los orígenes coloniales la metrópoli estableció políticas restrictivas al respecto, las cuales iban más allá de la conocida ausencia de imprenta, que no llegaría sino hasta 1808. Así, el 4 de abril de 1531 la esposa de Carlos IV, Isabel de Portugal, envió a la Casa de la Contratación de las Indias una real cédula en la que prohibía que se siguieran enviando al Nuevo Mundo “romances de historias vanas y de profanidad, como son el Amadís y otros de esta calidad” por ser eso “mal ejercicio para los indios e cosa en que no es bien que se ocupen ni lean”, conminando en cambio a traer textos que promuevan la religión y la virtud en los habitantes. Difícil tarea, pues, la que les hubiese tocado hacer a los literatos de aquel tiempo: elaborar un arte que débilmente conocían.
La guerra de independencia fue un obstáculo más para su gestación. La violencia consumió los recursos humanos, económicos y materiales para darle existencia; pero una vez alcanzada cierta estabilidad en la cuarta república se tuvo la primera producción novelística venezolana (Los mártires, de Fermín Toro, en 1842) y una serie de reflexiones no siempre armoniosas sobre el género que, por una parte, buscaron definirla en tanto concepto (empresa no siempre ajena a objetivos comerciales del producto) y por otra estimular su creación a través de su lectura. Como resultado de esto, desde la obra de Toro hasta 1900 se han contabilizado la publicación de 78 títulos en el siglo XIX. Con todo, los actores culturales de su tiempo la percibieron como el discurso ficticio menos cultivado en el país y en el cual los artistas se destacaron menos.
En este sentido la novela, rechazada desde la Colonia por considerarse factor de perturbación o deformación de las mentes de sus receptores, se promovió en la república con el objetivo contrario: contribuir con la formación del proyecto de ciudadanía republicana, tal y como se ve en un anuncio publicitario del periódico El Independiente en 1863 donde se afirma que: “La novela, para que reúna todas las condiciones que de ella deben exigirse, ha de recrear, instruir y moralizar, ejerciendo en las costumbres una influencia civilizadora y provechosa. Así concebida, la novela cumple una hermosa y noble misión, pues que reúne en un libro el interés de la fábula, lo imprevisto de los incidentes, las situaciones culminantes, la exageración de los sucesos y de las cosas dentro de los límites de lo verosímil, la verdad de los caracteres, la propiedad y la brillantez de las descripciones y la exactitud en la pintura de las costumbres, presidiendo a todo ello un criterio moral y elevado junto con un conato evidente de censurar un vicio social”. Estos enunciados conformaron el primer conjunto de valores que se establecieron para justificar su existencia.
Pero en su proceso de inclusión no siempre se defendieron objetivos doctrinarios o programáticos. Hubo otro grupo que valoró en ella ante todo un gusto, un interés formal que la hizo un producto atractivo para los lectores en tanto experiencia eminentemente estética, a juzgar por las palabras aparecidas dos años después en El Porvenir y en las cuales un autor anónimo señalaba que: “Una buena novela es como un narrador entretenido e ingenioso, que ameniza su relación con toda clase de conocimientos y digresiones. Retrata, pinta, describe con minucioso y sosegado pincel, observa, filosofa, perora, instruye y moraliza”.
Tal parece haber sido la aceptación y la popularidad de esos placeres brindados por la novela entre la élite letrada que un miembro de esa clase como Juan Vicente González en su Revista Literaria la condenó a la categoría de literatura menor, hija de una corriente artística “fangosa”, pues son los “únicos libros que nutren nuestra juventud, envenenándola; obras que extinguen toda inspiración superior y divina, para lisonjear cuanto hay de sensual y bajo en nuestro ser, nacidas de una fuente impura y que pertenece a una serie de ideas inferiores y corruptoras”. Por supuesto, González piensa en ese tropel de textos paraliterarios que causan furor en las comunidades lectoras (novelines amorosos, de capa y espada, de asesinatos misteriosos, etc.). Así las cosas, la novela se impulsa en la sociedad bajo un ideal elevado pero la práctica no pocas veces lo contradice al tratar motivos escabrosos, apegados a una realidad alejada de lo sublime. Estos enfoques en pugna que van desde el espacio de la moral (como la novela Gullemiro o las pasiones [1864], de Guillermo Michelena) hasta el de la estética autónoma (como en La tristeza voluptuosa [1899], de Pedro César Dominici) nos delatan la dinámica decimonónica de un producto para nada estático y siempre en constante movimiento, nadando en varias aguas sin encallar en una orilla.
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