ALFREDO ARMAS ALFONZO, AUTORRETRATO, 1956

Por MARIBEL ESPINOZA

Creo que fue en 1970. Guanape aún desconocía el asfalto, su río no sabía de puentes y unas luces entristecidas alumbraban a duras penas sus noches… Allí, un día de esos, frente a la plaza, sentada en el quicio de la casa de la bisabuela, una niña de ocho o nueve años escuchaba en riguroso silencio —porque cuando hablan los mayores los niños callan— un diálogo entre el abuelo y unos señores que buscaban y al mismo tiempo traían noticias de la historia local. Ellos eran Alfredo y Rafael Armas Alfonzo. La conversación continuó en el recorrido de las dos cuadras largas que separan la mencionada casa del cementerio y se animó ante la tumba del general Manuel Itriago Armas, alias Veneno, comandante de la plaza de Barcelona en la Revolución Libertadora, arropada por un caro que hasta hace poco dio sombra al desamparado camposanto. Hasta allá los siguió la niña sin invitación alguna.

De esa visita quedaría un texto publicado en 1972 en la Revista Nacional de Cultura, «La pelea de Guanape», firmado por Rafael Armas Alfonzo y con el debido crédito al abuelo; también el recuerdo de un libro dejado entonces por las manos de don Alfredo: Cuentos venezolanos era el título que destacaba en el ocre y el violeta pálido de su portada. No sé si fue con este o con alguno de los varios libros realengos desperdigados por los cuartos o recámaras de aquella —aún me lo parece— inmensa casa que empezó el romance, que se prolonga hasta hoy, con la letra impresa. Lo que sí puedo afirmar es que siempre he tenido el convencimiento de que aquel fue mi primer libro. Gracias a sus páginas asumí temprano que esos cielos de la muerte, los de la ruralidad violenta de las montoneras que en ellas se cuenta, eran aquellos cielos, los mismos de los Yaguaracuto, de los Calcurián, de los Querecuto, de estos y otros antropónimos, herencia de las misiones franciscanas que se asentaron en esos pueblos de Dios y que nos permiten a los anzoatiguenses identificar la paisanía en cualquier lugar donde se nombren.

Del Unare a la revista Elite

Tal vez en ese episodio con el libro se ancla la idea fija de que es necesario propiciar el encuentro del niño con la lectura porque siempre puede haber algo capaz de cambiar el «destino natural» de una persona; de despertar, orientar o alentar una vocación que puede devenir oficio o profesión, y la vocación implica amar lo que se hace y amar lo que se hace acrecienta el haber de la vida. Así, en Cualquier ocaso, como titula las palabras en las que evoca al padre, Alfredo Armas Alfonzo se refiere a la llegada, tras una travesía en vapor y luego en recuas por las cuarteadas trochas de verano o los lodazales de invierno que llevaban a Clarines desde Guanta o Puerto Píritu, de los rollos de Religiones, Universales, Nuevodiarios, Élites, que recibía el padre para su venta. Y agrega: «Por aquellas ventanas de papel nos asomábamos al turbulento siglo XX y fue así y no de otro modo como nos afirmamos en la convicción de que más allá del límite de barro a que nos aquerenciaba el Unare, más allá de estas cruces del cementerio, había otras gentes, otro tiempo del mundo, algo más que esperar anochecer sobre la iglesia de cuando los españoles». Y será lejos de esas cruces que señala, entre otras gentes y en un tiempo distinto, donde y cuando termine definitivamente prendado del «rumor de las prensas» y del «aire de las tintas» que emanaban de los talleres de la Tipografía Vargas, rostro industrial de la Editorial Elite, empresa bifronte con la que don Juan de Guruceaga daba continuidad a la figura de impresor-editor predominante en la historia de la edición en Venezuela. Corría el año 1944 y el joven clarinés se había incorporado como secretario de redacción a la revista Élite, cuya dirección asumiría al año siguiente.

Más que su paso, su huella

A confesión de parte, entre las esquinas de Pajaritos y La Palma, en Caracas, empieza su «familiaridad con el periodismo, las artes gráficas, la literatura, la convivencia con los pintores…», lo que definirá su hacer multifacético, bien por el ejercicio mismo o como comprometido impulsor y difusor. Un compromiso del que da cuenta especialmente la historia de nuestro diseño gráfico, y del sector editorial en su conjunto, pues, tanto en su condición de escritor como en las distintas posiciones laborales que ocupó, la edición venezolana encontró en él a un firme y decidido aliado. Testimonio de ello es —más que su paso— la impronta que dejó en las revistas bajo su dirección, Nosotros y El Farol, de la Creole Petroleum Corporation, empresa a la que ingresó en 1946. Y no hay un buen aliado sin aliados. En la primera —publicación interna de la petrolera— el estadounidense Larry June, experto en tipografía y en técnicas de impresión, sentará las bases de la disciplina tipográfica en nuestro medio y es a él, en justo reconocimiento, a quien Armas Alfonzo le atribuye «la filosofía y aun el hecho de la existencia fundamental del diseño gráfico en Venezuela». Pero será El Farol —esta sí de proyección externa y masiva— la que abra sus páginas no solo a temas orientados a «edificar el imaginario de identidad nacional», como bien apunta Sagrario Berti, sino también a proyectar una idea de modernidad, lo que ha consagrado a esta publicación como icono de la historia editorial del país. Dos hechos se conjuntaron para tal proeza: primero, el regreso de Armas Alfonzo de Roma, donde permaneció durante ocho meses de 1956 empapándose de los avances tecnológicos de los procesos editoriales, y luego, la formalización de la dirección artística de la revista, asumida en 1957 por Gerd Leufert, a quien nuestro personaje llama «admirable artesano de la humildad». Entonces comenzó —sostiene— la historia del diseño en Venezuela.

En 1959, Leufert deja la publicación para desempeñar otras labores y le sucede Nedo Mion Ferrario, o simplemente Nedo M.F., y como tal aparecerá su nombre vinculado a varias iniciativas editoriales impulsadas por Armas Alfonzo. Una de ellas será la revista Oriente, cuyos cinco números se inscriben en una de las empresas de cultura más trascendentes realizadas en el país, la que desarrolló en la Universidad de Oriente entre 1962 y 1968. No hay espacio para decir tanto, pero no se puede dejar de citar en este contexto la creación de la Imprenta y de la Editorial Universitaria, bajo cuyo sello se publica, en 1968, un hito de las artes gráficas en nuestro entorno: Imposibilia, de Leufert en coautoría con Nedo M.F., diseñado por el primero y con prólogo de don Alfredo. Los últimos, diseñador y escritor, harán dupla nuevamente para dar cuerpo a ese precioso libro titulado Juan de Guruceaga: la sangre de la imprenta, que es la concreción del acto de estampar en la memoria la labor de un impresor-editor bajo cuyo cobijo —dice el autor— se generó «la más vasta, diversa y valiosa bibliografía venezolana».

Y en ese mismo empeño, sorteando las dificultades que comporta la carencia de archivos especializados, la dispersión o el mal estado de conservación de los materiales, da forma, junto a Gerd Leufert, a un libro imprescindible, Diseño gráfico en Venezuela. En él recoge una parte esencial de la historia de la obra impresa aquí desde 1808, año de la llegada y del establecimiento de la imprenta en la capital de la provincia, hasta las décadas de 1970 y 1980, cuando la calidad del diseño gráfico venezolano comienza a recibir reconocimientos en el exterior.

Autor con oficio de editor

Queda mucho por decir sobre los caminos transitados y trazados por don Alfredo en el ámbito de las artes gráficas, pero hay otro aspecto que reclama una mirada y es su faceta de autor-editor. El tratamiento de los detalles, esa sutileza que se aprecia en sus primeros libros, cuando su obra todavía no entraba en la dinámica de las editoriales —con sus políticas de funcionamiento, las pautas de distinta naturaleza, las antesalas y los límites en la participación de los autores—, y en aquellas publicaciones más del espacio privado y de restringida circulación, con raíces tan cercanas al corazón como a la rosa. Todo ello se sustenta en un entramado perfecto, en el que se combinan siempre las imprentas más acreditadas, donde las hubiere, con excelentes diseñadores e ilustradores, demostración de un exigente sentido de calidad y conocimiento del oficio editorial. Mencionemos algunos.

Los cielos de la muerte, su libro primigenio, será impreso al alimón, en la Pascua de 1949, por la Tipografía Vargas, responsable de la tripa, y Cromotip, de la portada diseñada por Carlos Cruz-Diez, una de las muchas colaboraciones del artista plástico con el escritor, ambos unidos por la amistad que se gestó en la revista Élite, siguió en Nosotros, en El Farol, y prosiguió en la vida… «siempre los dos en todo», diría Armas Alfonzo. Como detalle, en el colofón los nombres de cada uno de los colaboradores. Historia, memoria pura. Le seguirá La cresta del cangrejo, que vio luz en la prestigiosa Imprenta López de Buenos Aires; rarísima edición cuya portada tiene dos presentaciones en las que participan lo industrial y lo artesanal: la primera con ilustración, también de Carlos Cruz-Diez, impresa en litografía, mientras que la segunda corresponde a un tiraje adicional numerado, probablemente de 100 ejemplares —puesto que en la biblioteca del autor reposa, entre otros, el número 90—, en los cuales la imagen litográfica de Cruz-Diez es sustituida por dibujos originales sobrepuestos, en diferentes técnicas y de varios pintores —no firmados, pero con estilos disímiles—, probablemente destinados a un público seleccionado con algún motivo o una fecha determinada. El propósito de convertir cada ejemplar de este tiraje especial en una pieza única revela en el autor una anticipada y muy particular valoración del libro como objeto y de la integración de las artes plásticas al producto editorial. En Tramojo, impreso en Cromotip en 1953, se acopla delicadamente la tipografía sobre una imagen fotográfica tomada por el autor en el río Unare, desplegada en portada y contraportada, un recurso nada usual en un medio en el que el gusto del momento se decantaba por las viñetas o las cubiertas resueltas en caracteres de imprenta. Se trata de una esmerada edición de diez cuentos, precedido cada uno de una ilustración de reconocida firma. De Como el polvo, impreso en la Editorial Arte de don Francisco de Juan en 1967, cautiva de entrada su fuerza tipográfica, la solución cromática de aparente simpleza y altísimo contraste, y esa pequeña ilustración que, en un plano ligeramente secundario, apela al lector para que la interprete. Llegamos, omitiendo algunos peldaños, a la primera edición de El osario de Dios, «libro nación», en el decir de José Napoleón Oropeza; con portada del autor y publicado por Editorial Púa, en su acta de nacimiento —léase colofón— reza que se terminó de imprimir «el día del cordonazo de los muertos 2 de noviembre de 1969 en los talleres de la Editorial Universitaria de Oriente Cumaná». Información por el estilo se repetirá en otros de sus libros.

Dotar de sentido fechas y acontecimientos es construir memoria; dejar constancia del tejido humano que hace posible un libro es también construir memoria, justa memoria. Pues se trata, en definitiva, de dar a cada quien el lugar que le corresponde y que haya un lugar para todos, y cuando haya un lugar para todos, y aquí lo cito: «Guanape y Clarines —y el país total— tendrán tanto maíz para sí y para todos los pericos del monte».


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