Simón Alberto Consalvi (1927-2013) fue historiador, periodista, internacionalista, diplomático, político y autor de una extensa obra constituida por biografías, ensayos sobre temas políticos, históricos y diplomáticos, un libro de cuentos y varios centenares de artículos. Fue parlamentario, ministro en dos ocasiones, presidente del INCIBA, Individuo de Número de la Academia Nacional de Historia y editor adjunto de El Nacional
Por MARÍA TERESA ROMERO
—¿Entonces usted quiere escribir mi biografía?… —me soltó Simón Alberto inesperadamente a manera de respuesta a una pregunta que le había hecho como una semana antes y que en ese momento no obtuve respuesta alguna.
—Pues claro, sabes cuánto me gusta el género biográfico y quiero hacer tu biografía como tema para mi trabajo de ascenso académico; sería el proyecto de investigación que sometería al Consejo de Desarrollo Científico y Humanístico (CDCH) de la UCV.
Como acostumbraba a hacer cuando no estaba seguro de algo, se quedó en silencio varios minutos. Después me respondió, parsimoniosamente como solía fumar su tabaco:
—Bueno, mejor usted haga la biografía de Rómulo Betancourt para la Biblioteca Biográfica Venezolana que es el nuevo proyecto entre el diario El Nacional y el Banco del Caribe. Después que usted termine esa biografía, hablamos.
Así era Simón Alberto, imprevisible, enigmático, pero siempre generoso con las personas que estimaba. Pues no me quedó otra sino enfrascarme en la tarea de escribir mi primera biografía. Me entusiasmó la idea porque yo había trabajado unos cinco años como investigadora en la Fundación Rómulo Betancourt, escudriñando el archivo y escribiendo varios artículos sobre el notable personaje de la democracia venezolana. De modo que el biografiado no me era ajeno.
Por supuesto, el susto no dejó de roerme el estómago los muchos meses del proceso de escritura. Después de estar conociendo a Simón Alberto por tanto tiempo —lo conocí en 1986 cuando era Canciller de la República y yo directora de Contenidos de la revista Política Internacional que se hizo bajo su gestión—, sabía lo estricto que era con el estilo y la corrección; era implacable con los errores ortográficos y de redacción, y eso me angustiaba. Al cabo de un año después de haberse publicado mi biografía de Betancourt, le caí de nuevo:
—Simón, ¿ahora sí puedo comenzar con tu biografía?
Me miró con esos pequeños ojos sagaces, con esa mirada pícara, que no ocultaban sus lentes de montura redonda, y al cabo señaló a manera de respuesta:
—Creo que hay que empezar por registrar los papeles que tengo en la casita.
Ciertamente, en su casa de El Hatillo había construido una casa pequeña aledaña a la suya, en el mismo jardín de la casa grande donde él habitaba, para allí guardar su enorme biblioteca y la gran cantidad de revistas, periódicos, documentos, cartas, fotos y papeles varios que había guardado desde temprana edad. Estoy hablando de unas 150 cajas mínimo. Pues solo la tarea de ordenar, organizar y registrar el papeleo me tomó como dos años. Allí me encontré con un tesoro valiosísimo no solo para la vida de SAC sino también para la historia de Venezuela y de América Latina. A todo lo que había escrito de su puño y letra, personal y profesionalmente, se sumaban los documentos oficiales. Tenía copia de todos los papeles producidos durante los diversos cargos y posiciones profesionales que había ejercido como periodista, promotor cultural, embajador, canciller, ministro, presidente encargado de la República, historiador, docente. Nunca imaginé que me iba a encontrar con esa riqueza.
Durante esos dos años y luego por un año más dedicado a entrevistarlo, frecuentaba la casa de SAC al menos dos veces a la semana. Allí fue que verdaderamente pude apreciar su gran pasión por el conocimiento, la lectura, la escritura y en general el trabajo intelectual. Se levantaba a las 5 am y se ponía a escribir, a las 8 am se iba a El Nacional, donde era editor adjunto en ese entonces, al volver a su casa hacia la sienta, mientras las tardes y noches las pasaba leyendo y escribiendo. Sólo hacía pausas breves para comer, atender una llamada telefónica o una visita de alguien, que eran frecuentes porque pedían verlo desde estudiantes hasta líderes políticos, empresariales y sociales de diversas ideologías. Nunca decía no, le encantaba atender aun sabiendo que esa visita le costaría un par de horas menos de sueño. Los fines de semana se dejaba consentir por familiares y amigos.
De hecho, por varios años se fue creando un grupo de amigos que íbamos cada sábado o domingo, para almorzar o cenar con él. Cuando iba de visita su hijo Simoncito (Simón Alberto Consalvi Carrero), a quien le encantaba cocinar, el grupo se favorecía con sus parrillas o arroces a la marinera. SAC gozaba más que hablando ya que siempre fue parco; disfrutaba oyendo a los demás hablar, contar chistes y chismes, o analizar seriamente la situación venezolana, latinoamericana o global. Pero si la fiesta se hacía muy larga, se desaparecía sigilosamente y al momento de irnos todos lo teníamos que buscar en la parte de arriba de su casa, en su oficina, para despedirnos.
Vivía con un proyecto entre manos, siempre escribiendo algo: el editorial para El Nacional, el prólogo de un libro, el ensayo o biografía que estaba por empezar o terminar, o un Twitter, ocupación que se convirtió en otro oficio intelectual en los últimos años de su vida. Cuando Simón escribía, leía o pensaba, su rostro se transformaba. Se le quitaba la seriedad y entraba en modo zen, relajado, con una concentración y una tranquilidad pasmosas. No escribía, martillaba su computadora con sus dedos y con una rapidez increíble para sus años, y tenía alrededor de la computadora, regados por su escritorio, torres y torres de libros y papeles.
Era un enamorado del quehacer intelectual. Varias veces me confesó que allí, escribiendo, leyendo, analizando, es que se sentía verdaderamente seguro de sí mismo, tranquilo y hasta feliz. Su dedicación intelectual, siempre en primer lugar, no sé cómo le dejaba tiempo para inventar tantos proyectos y actividades tan variadas: militar en un partido, ser consejero o ministro de algo, ser presidente encargado, coleccionar pinturas, montar eventos culturales, miembro de la Junta Directiva de la Academia Nacional de la Historia y de muchas otras instituciones.
Los dos años finales de mi biografía sobre SAC, fueron retadores. Construir y escribir sobre un personaje tan complejo y activo, de tantas facetas y experiencias, no fue tarea fácil. Además, era un amigo entrañable, un mentor intelectual estricto y perfeccionista. No lo quería defraudar, quería hacer una biografía a su altura de vida, pero objetiva y profesional. Ni él ni nadie me estaba pagando por ella, era parte de una investigación académica que serviría para mi escalafón universitario; era parte esencial de mi carrera como autora de biografías, género que me fascinaba, tanto como a él mismo que consideraba el ser biógrafo como una experiencia rica, aleccionadora, deliciosa, imprescindible. No por casualidad, fue el inventor de la Biblioteca Biográfica Venezolana.
Son numerosos los estudios y perfiles biográficos que escribió sobre personajes nacionales e internacionales. Cabe recordar sus biografías sobre Augusto Mijares, Juan Vicente Gómez, José Rafael Pocaterra, Mariano Picón Salas, Rómulo Gallegos, y George Washington. En mi opinión, Profecía de la palabra. Vida y obra de Mariano Picón Salas fue la mejor lograda. Tras leerla queda la profunda presunción de que en ella también hay mucho de autorretrato y de ideal de intelectual por parte de Simón Alberto. El mismo Consalvi confiesa en la introducción a esa biografía que su escritura constituyó un viaje de deslumbramiento, de admiración profunda, ante quien consideraba “el humanista venezolano del siglo XX”.
El desafío fue superado. Gran satisfacción recibí cuando Simón la leyó entera por primera vez. Ese día llegué a su casa a la hora del desayuno. Estaba nerviosa. Lo encontré apoltronado en su sofá preferido —ubicado debajo del imponente acrílico sobre tela de su gran amigo Pedro León Zapata, denominado La Silla y que muestra al benemérito Juan Vicente Gómez—, saboreando su café negro, recio, y leyendo las noticias en su Tablet. Lo saludé y me senté al frente sin decir nada. Él tampoco habló. Hubo más de cinco minutos de silencio. De repente colocando la Tablet en sus piernas, quitándose los lentes, sentenció:
—Caramba, doctora Romero, usted ha hecho una biografía notable. Queda autorizada.
El Enigma SAC. Travesia vital de Simón Alberto Consalvi fue para mí una experiencia maravillosa de aprendizaje y comprensión sobre un ciudadano múltiple, vital, y acerca de la historia de Venezuela porque SAC tenía un sentido agudo de la historia y del papel del hombre sobre ella. El recorrido sobre su vida, que hice con calma, libertad y disfrute, me hizo admirar su esfuerzo intelectual, su actividad pública, su angustia y amor por la democracia venezolana.
Como bien dejó escrito en el prólogo del libro mi querida Inés Quintero: me entregué enteramente y con perseverancia en esta aventura biográfica y SAC puso a mi disposición la totalidad de sus papeles, sin reservas, confiado. Es que “entre ambos hubo una estrecha amistad de muchos años, un sólido intercambio intelectual, interminables conversaciones, empatía, diferencias y, sobre todo, confianza y respeto”.
Después de todo, como insiste la escritora argentina Julia Musitano, la labor biográfica implica siempre un acto amoroso —evitar que alguien caiga en el olvido— y, a la vez, uno egoísta: el usufructo y hasta la apropiación de una vida ajena.