Por FEDERICO PACANINS
1.
Shylock: personaje deslumbrante de un clásico de Shakespeare… Shylock: personaje sombrío, sin escrúpulos, que no representa la dignidad de su raza… Shylock: personaje imaginario de la comedia El mercader de Venecia, quien sufre el abuso de la segregación racial y, en consecuencia, procede patéticamente dentro de la terrible lógica jurídica de la cultura que lo segrega… Shylock: judío prestamista, en apariencia usurero e inescrupuloso, que pretende cobrar una deuda atendiendo a una garantía que le da oportunidad de exigir judicialmente una libra de la carne de su deudor; es decir, el corazón mismo de quien le debe (¡!)… Shylock: ofensor u ofendido, victimario o víctima… Shylock: responsable de la gracia o desgracia no tan solo de sí mismo, sino hasta del autor de la comedia que le dio aliento y vida dramática… Shylock y su representación cual problema ético y, en consecuencia, del dilema de dar o no vida escénica a una clásica comedia de finales del siglo XVI, procedente del ingenio del autor más reputado de la dramaturgia occidental. ¿Quién se atreve a traducir, versionar o adaptar una de las creaciones emblemáticas de un genio? ¿Quién quiere en estos tiempos ser el Shylock de Shylock, por no decir de Shakespeare mismo?
2.
Harold Bloom, crítico y exegeta de la obra de Shakespeare, en su libro La invención de lo humano, deja saber que “Tendría uno que ser ciego, sordo y tonto para no reconocer que la grandiosa y equívoca comedia de Shakespeare El mercader de Venecia es, sin embargo, una obra profundamente antisemita”. Y sin embargo, el mismo Bloom, que tilda la obra de “grandiosa” y a la vez “antisemita”, absuelto de ceguera, sordera y bobería, pues parece explicar su extraña adjetivación de la manera siguiente: “Apartar la mirada de lo que la obra revela sobre la relación entre mitos culturales e identidades de las gentes, no hará desaparecer las actitudes irracionales y excluyentes. De hecho, esos impulsos oscuros siguen siendo tan elusivos, tan difíciles de identificar en el curso normal de las cosas, que sólo en ciertas ocasiones, como en los montajes de esta obra, logramos vislumbrar estas líneas de fractura en la cultura. Por eso censurar la obra es siempre más peligroso que representarla”.
Siguiendo el rastro crítico del presunto y terrible mensaje antisemita que pudiera contener la obra bajo los criterios éticos actuales, bien podemos remontarnos a noviembre de 1946, cuando W.A.Auden, poeta y crítico literario de incuestionable autoridad en materia de Shakespeare, le dedicó una conferencia en New School for Social Research, Nueva York. Al comienzo de esa conferencia el poeta Auden refirió: “Con las memorias de los horrores ocurridos en la guerra en los últimos diez años, y los consiguientes presagios de antisemitismo, es dificil revisar una obra donde el villano es un judío (…) La única observación racial en la obra está hecha por Shylock y los cristianos la refutan. Las diferencias religiosas allí son frívolamente tratadas: no se trata de una cuestión de creencias, sino de resignación. Lo más importante acerca de Shylock no se trata de si es un judío o un hereje, sino de reputarlo como forastero (…) Ya al término de la conferencia, el poeta Auden concluye con un curioso, por no decir irónico, comentario: “Me contenta que Shakespeare perfilara a Shylock como un judío… ¿Cuál es la fuente del antisemitismo? El judío representa en la obra la seriedad de los “gentiles”, cuya presencia resentimos porque nosotros deseamos que sea frívolo y no queremos que nos recuerde que alguien tan serio como él pueda existir entre nosotros (…)”
Research W.A. Auden. (Lectures on Shakespeare by Arthur Kirsh. Critical Editions.New Jersey. 2000)
3.
Tanto en la opinión de Bloom como en la de Auden, se advierte una clave esencial para tomar partido y postura crítica: atender al texto original de la obra. Esta verdad de perogrullo no es tan sencilla como parece. La pieza en cuestión fue escrita en inglés hace más de cuatrocientos años y, en su versión más fidedigna, su puesta en escena supone un enorme reto para cualquier diestra compañía teatral inglesa en cuanto desentrañar formas, intenciones, textos, subtextos, metáforas, ideas y, por supuesto, tramas expuestas en una lengua antigua, ya en desuso. Sin realizar esta complicada labor de lectura, pues no será posible dar legítimos vuelcos interpretativos ─incluyendo los de Bloom, Auden, Van Doren y hasta las “clásicas’ opiniones del doctor Samuel Johnson y otro millar de celebridades─, que faciliten la vida contemporánea del clásico, mediante puestas en escena que aligeren su ritmo y contenido, pero sin deformar su esencia. Hecha la advertencia anterior, bien podemos insistir en un par de difíciles interrogantes para montar la obra en nuestro idioma: ¿quién, conociendo las trabas críticas existentes, hoy en día se atreve a traducir, versionar o adaptar El mercader de Venecia al hispanoamericano español contemporáneo?, ¿alguien quiere tomar el riesgo de acaso ser el Shylock de Shylock en nuestra lengua?
4.
Tocó a Gregorio Amado Larrosa en 1868, ofrecer a las casas editoriales la primera traducción al español de la obra. Le siguieron en la tarea, entre otros, Jaime Clark (1873), Marcelino Menéndez y Pelayo (1881), Guillermo Mcpherson (1887), Rafael Martínez Lafuente (1917), Luis Astrana Marín (1921), Vicente Molina Foix (1992). Recientemente, en 2011, llegó a las librerías la traducción del poeta chileno Germán Carrasco en la Serie Shakespeare por Escritores, producida por el Grupo Editorial Norma, una traducción que, ciertamente, ofrece mediante un refrescante y ajustado lenguaje contemporáneo. De resto, determinar la mucha o poca calidad de las traducciones mencionadas, o de otras existentes, es tarea de un mundo teatral que concierne no solo a los editores, sino a los productores, directores, actores, críticos y al público que guste de profundizar en el arte dramático. De hecho, los términos traducción, versión, paráfrasis y adaptación vienen a ser justificativos para el uso y abuso de los textos teatrales sometidos al esfuerzo de transportar una obra de un idioma a otro.
Los linderos entre dar vida a un texto poético en otro idioma respetando su autoría, o manipularlo ajustándolo al gusto o mal gusto del traductor o versionador, fueron objeto de un prólogo a las traducciones de Seis poemas de Robert Frost (Ediciones UCV, Caracas, 1963), que hiciera Gustavo Díaz Solís hace algo más de cincuenta años. Aleccionadoras son las ideas contenidas en ese prólogo, que bien pueden aplicarse a todo texto dramático en busca de adecuada traducción; por ello, vale aquí compartirlas:
“Creo que la poesía puede traducirse. Lo que no puede es sustituirse. Es decir, leer un poema en traducción sin leer, o siquiera mirar, también el original. Toda traducción de poesía debiera publicarse con el original. El oficio del traductor debe ser el de conductor del lector a lo que ha dicho el poeta. No hacia lo que el traductor quiere pensar que el poeta ha querido decir o quiere que el lector crea que el poeta ha dicho. Idealmente, leer poesía en traducción debería suponer que se conoce el idioma en que fue escrita como para poder aprovechar el puente que tiende la traducción hacia el poema original –que es un objeto en sí, representable, pero no sustituible-. Entonces, leer la traducción de un poema debiera ser, también idealmente, atravesar la traducción y llegar al poema. Una traducción debe aspirar a ser una transparencia. Se sigue, pues, que lo principal es que sea fiel a lo que ha dicho el poeta. Si el poeta ha sido indeterminado la traducción debe ser indeterminada. La oscuridad es, a veces, el signo de la energía de un poema. Otras veces, la claridad. Después (y para cumplir lo primero) una traducción no debe aspirar a que el lector la vea, se dé cuenta, sino a que lo lleve al poema. Una transparencia, pues”.
5.
La poética “transparencia” requerida por Díaz Solís para la labor de todo traductor, adaptador o versionador, mucho toca también al oficio crítico de quienes condenan o absuelven a Shylock ─tal vez para solaz del espíritu del mismo Shakespeare─, cual si fuera un personaje real y no imaginario. Texto, subtexto, personaje, ideas, emociones, acciones e intenciones se mezclan en Shylock y otros personajes de la trama con aparente sencillez; allí la magia de Shakespeare al crear personajes dentro de obras que son universales y perennes. Para muestra, vale la pena revisar cómo Shylock da libelo a sus intenciones de exigir mediante un juicio el corazón mismo de su deudor Antonio, en el tercer acto de la obra. Alega entonces Shylock a Salarino (es válida cualquier interpretación metafórica de la cita por parte del lector):
Antonio ha arrojado el desprecio sobre mí; se ha reído de mis pérdidas, se ha burlado de mis ganancias, ha menospreciado mi nación y mi religión, ha dificultado mis negocios, enfriado a mis amigos, exacerbado a mis enemigos, y ¿qué razón tiene para hacer todo esto? Porque soy un judío. ¿Es que un judío no tiene ojos? ¿Es que un judío no tiene manos, órganos, proporciones, sentidos, afectos, pasiones? ¿Es que no está nutrido de los mismos alimentos, herido por las mismas armas, expuesto a las mismas enfermedades, curado por los mismos medios, calentado y enfriado por el mismo verano y por el mismo invierno que un cristiano? Si nos cortan, ¿no sangramos? Si nos hacen cosquillas, ¿no nos reímos? Si nos envenenan, ¿no morimos? Y si nos ultrajan, ¿no nos vengaremos? Si nos parecemos en todo lo demás, nos parecemos también en eso. Si un judío insulta a un cristiano, ¿cuál será la pena de este? La venganza. Si un cristiano ultraja a un judío, ¿qué nombre deberá llevar la pena del judío, si quiere seguir el ejemplo del cristiano? Pues venganza. Las maldades que ustedes me han enseñado las pondré en práctica y superaré con creces tales enseñanzas.
Mark Van Doren, reputado poeta norteamericano del pasado siglo XX, en un libro de treinta cuatro capítulos acerca de las obras de Shakespeare, da con toda razón un puesto excepcional a Shylock y su oscuro estrellato (de nuevo, es válida cualquier interpretación metafórica de la cita): “No deberíamos tener dificultad en reconocer a Shylock como el elemento alienígena en un mundo veneciano de amor y amistad, de ruiseñores y luz de la luna durmiendo dulcemente en un banco. (…) Shylock no es un monstruo, es un hombre sediento en un mundo que no está obligado a soportarlo. En un mundo así, él necesariamente lucirá y sonará desagradable. En otro universo, su voz bien pudiera tener sus propiedades y usos (…) Es total el contraste entre armonía y odio, amor y discordia en la obra, y Shakespeare, en aquel tiempo, se contentó dándole forma de comedia. Y, por cierto, ni aún en sus tragedias pudo ese contraste haber estado mejor resuelto”
(Shakespeare. Doubleday, New York. 1953).
6.
El mercader de Venecia formalmente presenta una comedia teatral; como tal la concibió su autor y, aunque contenga rasgos dramáticos, así debería representarse. Está escrita en el inglés literario de finales del siglo XVI que su autor ayudó a aligerar. En su trama, los personajes ofrecen diestros versos y luminosas prosas ya de por sí de difícil interpretación, y de aún mayor dificultad al momento de llevarlas al español. Shylock, a nuestro entender, es un personaje curioso, patético más que malvado, solitario, marginado; en principio “un hombre serio”, prestamista de oficio y por ello sujeto a la ironía colectiva de considerarlo desagradable, suscribiendo la opinión del poeta Auden.
Shylock y la trama de El mercader de Venecia han inspirado a Juan Carlos Grisal ─comunicador, músico, cantante, compositor, actor y hombre de las artes─ para asumir el reto de proponer una versión que ofrezca al público caraqueño las tribulaciones no solo de Shylock, a quien Grisal mismo representa, sino de los personajes tramados en este clásico del teatro occidental. Para ello coordinó Grisal una puesta en escena bajo la concepción artística y dirección general de José Tomás Angola, que cuenta con la participación del equipo técnico de La Máquina de Teatro y con un grupo actoral que combina experiencia, experticia y juventud: Asdrubal Blanco, Absalón De Los Ríos, Rut Gruber, Edisson Spinetti, Virginia Rivero, Julio Cesar Arana, Miguel Ángel Treccia, Karla Mosquera, y los dos primeros actores Carlos Abbatemarco y Gerardo Soto.
La versión de Grisal tiene la particularidad de no ignorar los trabajos de los traductores de su interés; de saber que, por encima de las opiniones críticas, de juicios y prejuicios, una adecuada versión siempre cumple con la lección de Díaz Solís en cuanto a conducir a lo que realmente ha dicho el autor y traslucir la densidad de la obra original. Así Grisal, en su creativa versión, pone en boca no de Shylock sino de Salarino, un sabio monólogo final con una reflexión absolutoria de actos e intenciones (tercera llamada a validar cualquier interpretación de la cita que a bien tenga el lector):
Vivimos en un mundo que no ha cambiado mucho y en donde conviven por igual el amor, la lealtad, la amistad, la misericordia, con el odio, la venganza, la avaricia, la intolerancia y los prejuicios raciales y religiosos. Solo seres humanos con sus conflictos, sus virtudes y sus defectos. Pero ante Dios todos somos iguales, no hay distinción en su amor. ¿No es acaso lo mismo que nos pide a nosotros? Que nos amemos los unos a los otros como Él nos amó… ¡Acta est fabula!
P.D. “¡Acta est fabula!” o “La función ha terminado”, según nuestra tal vez “transparente” traducción. F.P