Por NELSON RIVERA
—Su experiencia con las redes sociales. ¿Le estimulan, le inquietan? ¿Le han provisto de alguna interlocución? ¿Han tenido alguna utilidad para Usted?
—Las redes sociales son un poderoso instrumento de (auto)promoción, cuyos alcances van mucho más allá de lo que ningún sustituto podría hoy ofrecer. Tanto así, que permiten disfrazar de vida real a la publicidad y la propaganda más descaradas, con un espíritu similar a los Reality Shows tan populares en la década pasada. En general, las considero un género de ficción, en el sentido en que también lo es una autobiografía, pero omitiendo en ella casi todo lo interesante: los fracasos, las humillaciones, los egoísmos. El problema es que así se construye una versión superyoica y edulcorada de la identidad, disimulada también por ese supuesto pacto de autenticidad que rige estos espacios, y acaban convirtiéndose en una potente maquinaria de la infelicidad y la envidia, de la obsesión y el narcisismo. No en balde suelen estar tan llenas de odios y negatividades, fake news y discusiones idiotas.
Vistas así, no sé si valgan tanto la pena. Es mucho lo que piden a cambio de hacernos saber la opinión de un desconocido sobre el aborto. Por eso procuro mantener ciertas saludables distancias, sin por eso creerme inmune a las dinámicas adictivas que ofrecen. O sea: consumo las redes sociales como el fumador de opio, que conoce y reconoce los peligros de la sustancia, pero se da el permiso de tropezar frente al precipicio, incluso si de vez en cuando le toca arrepentirse.
—Un tema, cada vez más recurrente es la degradación del lenguaje en redes sociales, intercambios políticos y, en una perspectiva más amplia, en su uso cotidiano. ¿Siente ese deterioro? ¿Debemos alarmarnos?
—No sé si emplearía el término degradación, pero sin duda estamos ante un cambio. Por una parte, creo que ello involucra el nacimiento de un nuevo lenguaje, que es el lenguaje de Internet, y que por ahora está plagado de abreviaturas (algunas ni siquiera provenientes de nuestro idioma), emotíconos, modismos e imágenes, en un curioso revival de los jeroglíficos egipcios. Y como todo lenguaje, obedece a los intereses de sus usuarios de la manera más económica y efectiva posible. Puede que sea en el fondo una lengua franca, cuya existencia vaya en detrimento de la unidad de las lenguas tradicionales. Por ejemplo, vivimos el paulatino alejamiento de las distintas variantes del español: la nuestra es una lengua en crecimiento y atomización, que a futuro podría devenir en un conjunto de lenguas hispánicas.
Al mismo tiempo, sospecho que la gente ha manejado siempre el lenguaje a su más libre albedrío, o sea, «mal» según ciertos estándares de exigencia, y las redes sociales simplemente han hecho inocultable esa verdad milenaria. Por eso no sé si realmente convenga alarmarse. ¿No es cierto que es hoy en día cuando más libros se escriben, compran y leen en toda la historia de la humanidad? ¿No es cierto que el mensaje escrito es, por excelencia, la forma de comunicación de nuestra era?
—Un fenómeno, asociado al anterior: la corrección política. ¿Tiene impacto entre los escritores? ¿Ha corregido el impulso de una primera frase para evitar los ataques de los defensores de la lengua políticamente correcta?
—En el caso de la corrección política, puede que estemos ante un síntoma más de los totalitarismos venideros, muchos de los cuales sin duda tendrán sus raíces en los más nobles preceptos. Ya Umberto Eco advertía sobre el nuevo medioevo en ciernes, lo cual no deja de ser muy interesante, ya que el primero nació del triunfo de la religión más piadosa, igualitaria y revolucionaria de su momento, el cristianismo. Creo que abundan hoy las evidencias de cómo la idea de libertad pierde vigencia en el imaginario político y social, desplazada por las nociones de justicia o visibilidad. Y sospecho que el error esté en oponerlas, en el absurdo de elegir entre el totalitarismo y la injusticia, términos que por demás suelen estar brutalmente emparentados. Quizá sea una época propicia para volver a Los hermanos Karamazov.
Ahora bien, a la hora de escribir, nada podría importarme menos que la corrección política. Citando el proverbio español, bajo mi manto al rey mato, y las pocas cosas que he escrito son, ante todo, mías. No ocurre igual que ante el ojo inquisidor de las redes sociales, en donde toca a menudo cuidar lo que se dice. Y si bien considero el linchamiento un ejercicio necio y ocioso, de vez en cuando toca admitir que pensar un poco más antes de abrir la bocota es, en general, un sano hábito. El verdadero problema lo veo, en todo caso, en el uso de opiniones personales como causales de despido o de cancelación profesional. Es un modelo de pensamiento inquisitorial, que no le da al individuo oportunidad de cambiar, de contradecirse.
—Los expertos sostienen que estamos lejos de comprender los riesgos del cambio climático. En su espacio cotidiano, ¿está presente la preocupación por el cambio climático?
—Por desgracia, el cambio climático es todavía una preocupación primermundista, a pesar de que enormes esfuerzos mediáticos y políticos se han hecho para traer el tema al frente. Estoy seguro de que en un futuro no muy lejano la gente se preguntará en qué demonios estábamos pensando para producir todas esas toneladas de plástico de un solo uso y luego echarlas al mar. Por eso me gusta que en Buenos Aires se prohibiera desde hace rato las bolsas plásticas, el reparto gratis de pitillos («sorbetes», acá) y que se fomente abiertamente el reciclaje. Pero es una tarea ensombrecida por otros problemas sociales y económicos igual de urgentes.
Y al mismo tiempo concuerdo con Slavoj Zizek cuando advierte la trampa que significa encargarle al ciudadano común la tarea ecológica, como si a través de pequeñas modificaciones de nuestros hábitos de consumo se pudiera dilatar la toma de medidas estrictas frente a un modelo de industrialización nefasto e irresponsable, pero profundamente arraigado en la economía. La crueldad del asunto es que, cuando las consecuencias climáticas sean ya irreparables, serán justamente las poblaciones desfavorecidas las que peor vayan a pasarlo. Como siempre.
—Está en desarrollo una tendencia planetaria que promueve derechos: para las minorías, animales, plantas y más. ¿Cómo experimenta Usted este fenómeno? ¿Tiene sentido preguntarse por los deberes?
—Me parece necesario protestar la manera en que se formula esta pregunta: no es lo mismo exigir derechos para las minorías oprimidas de siempre, especialmente las vinculadas a la diferencia étnica o la preferencia sexual, que extender el concepto de derecho hacia los animales y las plantas, cosa que en todo caso pasaría por un replanteamiento filosófico de la justicia. Pensarlo así me parece peligrosamente cerca de quienes se oponen al matrimonio entre personas del mismo sexo, alegando que después se dejará casar a las personas con sus perros.
Por otro lado, creo que si algo demuestra la historia es que la mayoría de los derechos se conquistan y no a un bajo costo. De modo que, si las minorías del mundo quieren organizarse y exigir un trato igualitario, no veo motivo alguno para oponerme. Otra cosa no debería esperarse de un latinoamericano, siendo la nuestra la región más desigual que hay en todo el planeta. En todo caso, el quid del asunto está en, para decirlo carverianamente, de qué cosa hablamos cuando hablamos de derechos.
—Inevitable la pregunta por las distintas formas de acoso y violencia, ahora en auge. ¿Le han afectado de alguna manera? ¿Qué efectos produce?
—No creo haber sido víctima de acoso ni de violencia. Al menos no desde el bachillerato, ya que en ese entonces ni soñar se podía con algún tipo de medidas para atajar el bullying. Y esa también es una práctica habitual, destructiva, que causa estragos en la autoestima e invita al odio, cosa que bien conoce el pueblo estadounidense. Pero como no ha habido una masacre a lo Columbine en Venezuela, y en nuestro imaginario se premia siempre al gallito de pelea (el pajarobravismo del que hablaba Úslar Pietri), hablar del tema resulta siempre un poco incómodo. Pongámoslo así: el bullying es tan invisible en nuestra cultura, que tomamos prestado un término del inglés para nombrarlo.
—Hemos ingresado en una nueva era: el capitalismo de vigilancia. Sus defensores sostienen que vivimos un tiempo donde la intimidad ha perdido valor. ¿Cómo lo vive? ¿Protege su intimidad? ¿Es un bien necesario para su actividad creativa?
—Entiendo que hoy en día muchos recuperan el vocablo lacaniano de lo éxtimo para suplantar a la intimidad, en este mundo de hipervigilancia y exposición. Un concepto que no es justamente su contrario, sino una nueva forma de intimidad que se ubica en una esfera externa, convertida en un cuerpo extraño. Esa nueva intimidad parece estar en lo compartido, en los perfiles de redes sociales y en la obligación de mostrar, aunque con ciertas eventuales restricciones. Lo que no se exhibe, no existe, parece ser el lema de la época, convirtiendo en obligación no solo la presencia en redes sociales, sino la continua generación de contenido, como si uno fuera el responsable del entretenimiento de los demás. Es curioso, porque terminamos trabajando de gratis para las empresas de redes sociales. Todo a cambio de validación, del embrujo del «me gusta».
Eso resulta conflictivo con la labor sedimentaria de la escritura, que a fin de cuentas es una tarea lenta, de recompensas tardías y encima muy poco espectacular. El mundo del libro y la lectura ha avanzado siempre a ese ritmo un poco paciente, y esta es una época de impaciencias e inmediateces. Lo fastidioso es que no tomar parte de ella equivale a haber abandonado la carrera, una carrera por lo demás imaginaria. Y a veces uno mismo se cree esas exigencias, que lo distraen de lo realmente importante.
—En 25 años, de acuerdo a las proyecciones de los demógrafos, entre 72 y 75% de la humanidad vivirá en ciudades. ¿Disfruta Usted de la gran ciudad? ¿Se ha propuesto vivir en un espacio distinto al de una gran ciudad?
La ciencia ficción lleva rato anunciando el triunfo sin retorno de las ciudades y alertando sobre el destino salvaje que nos espera dentro de ellas. Pero también es cierto que hay ciudades de ciudades. Yo nací en Londres, me crié en Caracas y vivo ahora en Buenos Aires, de modo que mi vida entera ha transcurrido en el corazón de una capital. Eso no significa que no atesore mis momentos vividos en la costa venezolana o el norte argentino, pero la cultura contemporánea es cosa de ciudades.
—¿Qué percepción tiene del estado de la democracia en su entorno inmediato? ¿Se la valora? ¿Se la percibe amenazada? ¿Se la entiende como opuesta del modelo populista?
—La pregunta por la democracia está dándose en el mundo entero, quizá porque el modelo mismo de desarrollo empieza a ponerla (¿a ponerse?) en tela de juicio. Hay quien advierte que el capitalismo venidero no requiere ya de una democracia liberal para sostenerse, y muestra de ello es el modelo chino: una sociedad de consumo rígidamente conducida y vigilada por el Estado a través de la tecnología. Quizá era eso lo que sugería The Matrix al término del siglo XX: un cambio feroz en las estrategias de explotación del hombre por el hombre.
En el caso puntual de Argentina, esta pregunta se formula desde una crisis económica y social ya prolongada, la segunda del continente tras la incomparable catástrofe venezolana. Y como en todas las naciones del Tercer Mundo, esta crisis socava la estabilidad misma del sistema democrático. Existe una lucha entre los sectores sociales por ver quién absorberá el costo de la recuperación, ya que no existe, como hubo en Venezuela, un Estado petrolero que acuda eternamente al rescate. Y después del fracaso rotundo de un titubeante intento de tecnocracia, la aguja apunta nuevamente al peronismo, aún en vías de sacudirse las lagañas ideológicas y discernir entre las quimeras autoritarias y sus verdaderos aliados democráticos.
—Por último, ¿cuál es su sentimiento general hacia este tiempo que le tocó vivir? ¿Le preocupan las incertidumbres? ¿Qué le gusta de las realidades en curso y de las que se anuncian? ¿Es mayor su malestar que sus expectativas?
—Alguna vez escribí que la mía era una generación con la estafa en el destino. Lo hice pensando en lo que ya se intuía como un panorama de país muy difícil para las generaciones de relevo, forjadas bajo la porra torpe del chavismo. Pero sospecho que la frase aplica también a una perspectiva global, dado que el estado de bienestar parece cada día más difícil de conseguir, incluso en los países desarrollados, y nuevas formas de autoritarismo parecen nacer en donde anidaba el pensamiento republicano.
Yo he vivido con una eterna sensación de fin de fiesta, es decir, de que uno llega siempre tarde a donde quiera que va. Lo mejor ya pasó. Hay que conformarse con lo que queda. Somos hijos más o menos afortunados de la decadencia. Y quizá por eso la reflexión sobre la herencia me interesó desde mis primeros relatos: hay algo esperanzador en eso de ser aquello que hacemos con lo que nos dejaron. Es el reto implícito en ser la última generación que vivió la maltratada democracia venezolana: ser portavoces de un mensaje que a duras penas alcanzamos a oír, mal y a destiempo, como los ecos de un animal moribundo.
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