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Ensayo en sombra

“The Dark Paintings” es el nombre de la exposición que el artista venezolano Jaime Gili (1972) ofrece al público en la galería Henrique Faría Fine Art, en Nueva York. La muestra estará abierta hasta el 27 de octubre. La galería ha editado un pequeño libro de Adalber Salas Hernández que, a través de fragmentos, acompaña y reflexiona sobre la muestra 

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Lo primero que atrapa la vista es una geometría serena, que solo en algunos casos evoca movimiento: la pieza se vuelve un espacio donde las formas interactúan quietamente, sin violencia, sin invadirse más que con alguna superposición discreta. Incluso en el ocasional estallido caleidoscópico, hay calma y algo de lejanía.

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Un espacio donde las formas se piensan entre sí.

Las miramos sobre ese fondo oscuro como quien sorprende animales submarinos en un tránsito imperceptible.

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(No sabemos hacia dónde se dirige ese tránsito).

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Pero estas formas geométricas bidimensionales, de ángulos tan marcados, no se despliegan solas en el espacio. Antes bien, lo comparten con otro elemento: una opacidad tenaz, una suerte de tiniebla que copa todas las regiones no delimitadas firmemente por el trazo nítido de las formas.

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La sombra no tiene forma; de hecho, es su exacto contrario. Su límite es el borde de la obra, pero nada nos impide imaginar que se extiende indefinidamente.

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Robert Fludd, en Utriusque cosmi maioris scilicet et minoris metaphysica, physica atque technica historia, primer volumen, capítulo V: un recuadro oscuro enfrenta al lector. En cada uno de los lados, la inscripción Et sic in infinitum.

Para Fludd, esta es la oscuridad primordial, previa a toda la creación: “prima macrocosmi materia” que existió “ante lucis productionem”.

En un primer momento, puede parecer como si las formas que nos presenta Gili planearan sobre este fondo. Pero pronto se hace patente otra interacción. Se trata de una suerte de revancha, una vuelta de esta oscuridad. Oscuridad que busca reclamar para sí toda forma imaginable.

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(The Dark Paintings constituyen un ensayo sobre la entropía).

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Esta sombra no es transitable. No es impalpable. No es la mera ausencia de luz. Esta es una tiniebla sustantiva, densa. Un cuerpo sin miembros ni órganos, una región sin topografías, pliegues o marcas. Un espesor que somete a las formas a una tensión que no pueden soportar.

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Esta sombra reacciona sobre las formas como un ácido. Las corroe.

Los bordes se van difuminando, cediendo ante la lenta carcoma. Casi como si la negrura masticara estas floraciones geométricas.

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Pseudo Dionisio el Areopagita, en su Teología Mística, habla de la tiniebla divina, una oscuridad luminosa que comporta un valor epifánico. La tiniebla que habita las obras de Gili es netamente profana: no queda en ella un rastro de iluminación. Es una oscuridad perfectamente prosaica.

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En muchas de estas piezas, la oscuridad se come a los colores, violenta su organización rigurosa para inundar, devorar. Un derrame.

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(Y entonces, ¿cómo no pensar en los derrames petrolíferos, acabando con la organización precisa de los ecosistemas marinos?).

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Una geometría en ruinas. Como las pequeñas piezas de la serie Millennials, de colores rasguñados por el desgaste, de bordes erosionados.

El derrumbe como lugar para pensar la forma. No como consecuencia indeseable, sino como condición sine qua non de su creación.

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Diderot pensaba que era necesario arruinar un palacio para volverlo objeto de interés.

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Esta ruina que nos entregan las piezas de Gili no es auténtica, en la medida en que no es residuo de una cultura pretérita. Pero es auténtica en la medida en que nos habla con urgencia. Lo que hace a una ruina no es su antigüedad, sino su capacidad de interpelación.

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Esta ruina nos habla de la decadencia material de un país. De la historia como desgaste, como óxido.

La opacidad violenta la frontera de las formas y la invade: el orden alcanza su final (¿su consumación?) en la disolución.

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(¿Una tiniebla perfectamente prosaica no será, en estas piezas, la historia misma?).

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Algunos colores terminan por imitar a la sombra: ciertos grises, marrones, ocres que parecieran repetir ese movimiento de desleimiento. Algún rojo ominoso como una mancha de sangre.

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Esta sombra actúa por contagio. Se frota contra la piel de las formas geométricas y las infecta, transforma desde adentro su constitución íntima, como un retrovirus.

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Una ruina nos muestra un tiempo otro. No exactamente el pasado (el tiempo de la historiografía y la arqueología) o el futuro (el tiempo de los presagios y el memento mori), sino un tiempo que se halla en suspenso entre estos dos, estirado, tensado. Una ruina es un arco cuya flecha nunca se termina de disparar.

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En piezas como Dark Star Sin Coco, el presentimiento de un movimiento centrífugo en la angulosidad de las formas, como si apuntaran a salir de la pieza. Al mismo tiempo, un movimiento contrario, el tirón centrípeto de la oscuridad. Sístole y diástole que, por el nombre de la obra, hacen pensar en el fin del ciclo vital de las estrellas, de la supernova al agujero negro.

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Una ruina es justo eso, condensación y distensión de un objeto en el tiempo. Ocurriendo simultáneamente.

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La forma peculiar de ruina que presentan las obras de Gili dan un testimonio paradójico: no de lo que ha sido, sino de lo que nunca fue. No un país pasado, sino de un país no acontecido, un país que ya no ocurrió.

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Las series de pequeño formato, como los cuadrantes Millennial o las tablas de la serie Cocoanis. Como pequeños restos de un edificio derruido. Una geometría en ruinas.

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La tensión entre la sombra y las formas no se resuelve. No hay dis-tensión, no hay solución para esta pugna. Las obras de Gili nos dejan en suspenso. Como diciendo: puede que esta tirantez nunca se resuelva. O como diciendo: puede que en el futuro, ningún animal necesite ojos.

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