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Ensayo sobre la destrucción

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Por LUIS PÉREZ–ORAMAS

I. Destrucción

Nelson Rivera me ha solicitado una nota para introducir la polifonía sobre la destrucción de Venezuela que hoy comienza a publicar el Papel Literario: un ensayo sobre la destrucción.

No sé, en verdad, cómo hacerlo.

El siglo XXI se inauguró para nosotros con un deslave sin precedentes de aguas pantanosas, cuando se iniciaba el ejercicio criminal de presdigitación política que fue el régimen logorreico de Hugo Chávez. Esta realidad y aquel símbolo azaroso se reúnen, a la altura del presente,  para saldarse, cómo es imposible ignorarlo, con la destrucción de la Venezuela moderna.

Es un impudor que alguien que no sufra en carne viva este holocausto, por estar protegido en el extranjero, es decir quien esto escribe, pueda pretender hacer la enumeración imposible de lo perdido sobre la tierra quemada que ha dejado el chavismo a su paso.

Yo me he puesto a hojear las Memorias de un venezolano de la decadencia, capítulo XXIII, donde se hace un recuento pormenorizado de las crueldades monstruosas con las que se inició para nosotros el siglo XX, y concluyo con la certeza de que nada en verdad en nuestra historia sobrepasa la indiferencia moral del régimen de Nicolás Maduro: es nuestro nazismo, es decir la transformación minuciosa de nuestra violencia (¿innata?) en sistema. Un sistema mediocre, como todo lo que ha ido consumiendo brutalmente desde 1999 la más mínima coyuntura de civilización en Venezuela.

La destrucción de Venezuela se resume hoy en tres palabras: miseria, persecución y muerte. La miseria es general, y también alcanza los resquicios de riqueza, especialmente la malhabida, que aún persisten en el país. El bienestar material de algunos en una sociedad desasida, abandonada a lo peor de su suerte, no es otra cosa que el colmo de la miseria, concreta y moral: una fuente de oro en medio del estiércol. Venezuela es un país de pobreza incalculable y de míseros, asqueantes ricos.

La persecución, por su parte, no se limita a existir en su peor y literal acepción: aquella que produce como sabemos, anualmente, miles de ejecuciones extrajudiciales por parte de las fuerzas armadas y policiales, con centenares de prisioneros políticos sometidos a tortura. La persecución es también el Estado secuestrado por el partido único que sólo responde al individuo en cuanto este se humilla ante él: un sojuzgamiento y una servidumbre involuntaria, forzada, estigmatizante.

La muerte es, en fin, a la vez, en Venezuela el día a día literal y simbólico de la vida colectiva.

Pero la destrucción de Venezuela se manifiesta, también, en el efecto colateral, gigantesco, indetenible, inexorable de nuestro hundimiento y ruina: la diáspora venezolana por el mundo; la progresiva, inevitable desvinculación en relación con el país de las vidas de quienes, no cabe duda, pudieron encarnar la generación mejor preparada, más informada, competente, creativa de la historia de la nación.

La destrucción de Venezuela es pues la pérdida del vínculo y con ello la pérdida de la comunidad.

No hay registro, ni espacio, ni territorio material o simbólico; no hay región, ni ciudad, ni familia que no pueda contar el número específico de sus pérdidas durante este tiempo arduo de ilusionismo político y, ahora ya sin matices, de brutal y salvaje dictadura.

Venezuela vive la monstruosidad de la ideología: el mundo al revés, visto en su imagen invertida, conducido por unos criminales cuyo único talento es el engaño, y a veces también el autoengaño.

II. Juramentos

En 1995, tres años antes de la malhayada llegada al poder de Hugo Chávez, yo creí ver que en Venezuela habían entrado en colisión angustiante, en situación de fricción insostenible, tres realidades: el país, el Estado y, por supuesto, la gobernanza. La implosión de esos tres componentes de la unidad de la nación se hizo aún más crítica cuando, por efecto del mesianismo chavista y de la conversión del bolivarianismo en religión de Estado se vino a perder todo resto de distinción entre ellos. El país se fue transformando en un territorio a expensas del cual mantenerse quienes lo dominan, hasta quedar seco, exangüe, desangrado material y simbólicamente. Y la imagen espiritual de la nación comenzó a borrarse, convirtiéndose en nostalgia, afectando gravemente la posibilidad de construir (y de conocernos) en el trabajo de la memoria.

No sé si alguien lo recuerda: en su primera rueda de prensa como presidente electo, el 6 de diciembre de 1998, Hugo Chávez anunció, entre otros, el desmantelamiento de Petróleos de Venezuela, que ya llamaba con desprecio y asco un Estado dentro del Estado. Ese día, sin que nadie chistara, se inició el desmontaje de lo que hizo posible a la Venezuela moderna. Algunas semanas más tarde, Hugo Chávez juró como presidente matar la ley que lo legitimaba, la Constitución que calificó de moribunda.

Jurar es, recuerda Emile Benveniste, poner en relación una afirmación con una cosa sagrada, con una substancia sacra que sola puede autorizar la validez del acto del juramento (1). Si “moribunda”, la cosa sagrada deviene maléfica, y su función de vínculo se rompe. No sé si alguien lo recuerda: Nicolás Maduro juró la presidencia sobre el bodrio constituyente de 1999 que había sustituido al documento constitucional más eximio de nuestra historia en nombre de Hugo Chávez. Si la cosa sagrada es una persona ordinaria, si se intenta sacralizar a un individuo común, ya no puede haber ni juramento ni vínculo ni res pública. Solo queda entonces un simulacro de religión que no religa, que desliga.

El juramento no pone nada en obra pero mantiene lo que otro ha puesto en obra: la ley, la comunidad, la religión, etc (2). Chávez juró destruir a Venezuela al prometer su re-fundación absoluta. Tal es la única promesa que cumplió, la única palabra en la que no cometió perjurio. Nicolás Maduro juró la presidencia en nombre de Hugo Chávez: ese juramento no pone nada en obra pero mantiene en des-obramiento lo que el otro había jurado des-obrar. Es la asunción pública, desvergonzada, culpable en su estulticia, de la destrucción de Venezuela. Entre ambos, aquel juramento y este perjurio se dibuja el arco de la destrucción, cuya complejidad trágica no podía sospecharse en ninguno de nuestros peores augurios. Nada puede entonces sorprendernos, aun cuando no podamos dejar, en verdad, de abismarnos ante el dolor que produce, ante la extensión que ha adquirido.

Hasta aquí la lógica de nuestra destrucción en el uso de actos de palabra que anticiparon la perdición nacional, primero ante un vasto y ensordecedor silencio, y luego ante el furor de la protesta incesante cuando ya era, acaso, demasiado tarde.

III. Mesianismo

El simulacro de la religión, en política, se traduce en su cáncer, en su peor metástasis: el mesianismo. Para poder re-encontrar la posibilidad de la nación los venezolanos tenemos que empeñarnos en comprender y en excluir de nuestros usos y costumbres lo que nos ha llevado desde siempre a buscar la figura de un mesías en la historia. La falla de nacimiento de tal pulsión autodestructiva lleva en Venezuela, lamentablemente desde hace más de un siglo, el nombre de Simón Bolívar. El chavismo ha actuado como el ácido que afila sus contornos, produciendo la imagen mortífera de esa ideología nacional.

El trabajo de nuestro tiempo, y del futuro si ha de haberlo, deberá consistir en hacer inoperante al mesianismo entre nosotros, desde su raíz antropológica.

Veamos por qué, para lo cual voy a seguir breve y torpemente las lecturas paulinas de Giorgio Agamben: San Pablo hace claro en sus encíclicas que la relación teológica entre el acontecimiento mesiánico —la llegada, la coincidencia con su hora, el pleroma ton kairon, es decir la recapitulación de todas las cosas y todos los tiempos— y la ley produce la katargesis, es decir la suspensión de esta última: la in-operancia de la ley. La fatalidad del mesianismo en la historia, es decir el efecto devastador que genera entre los humanos el simulacro de esta teología en el funcionamiento de la sociedad consiste, como lo ha visto Agamben con lucidez sistémica, al proyectarse esta sombra mesiánica sobre la relación entre ley y soberano, en el advenimiento de un estado de excepción permanente. Apenas se establece —y como ha sucedido en Venezuela, se acepta como normal— una relación de dependencia entre la ley y cualquier manifestación mesiánica del poder entonces la desolación social se inicia, irremediable e interminable. Lamentablemente nuestro país, que aún sufre el colmo del mesianismo chavista, tiene por narrativa originaria, consensualmente aceptada, al mesianismo bolivariano. Tal es la enfermedad infantil de nuestra historia, que no ha podido ser vencida por la civilidad venezolana para salvar a la realidad de Venezuela: la de un mesianismo de origen, recurrente, mutante, voraz, carcomiente.

Apenas se autorizan los ciudadanos a proyectar sobre el soberano (es decir sobre el Poder) una expectativa mesiánica se produce una mutación en la relación que rige la vida humana y la ley, primero potencialmente y luego en acto, en devastadores actos, de suerte que desaparece “toda distinción entre la observancia y la transgresión de la ley” (3). Tal es nuestro estado, el estado de nuestro presente. Tal es la causa de la destrucción que nos abruma. De allí el peligro de toda forma política de mesianismo, de toda política de la promesa (y no de obras); y de allí la necesidad, la urgencia salutaria y epocal que nos corresponde enfrentar como sociedad para sobrevivir: aniquilar al mesianismo entre nosotros.

IV. Revolución

La revolución ha sido la vía letal de nuestros mesianismos: en su nombre, como si llevaran carnestolendos monstruos el estandarte de la Parca, se ha ido acometiendo la destrucción de Venezuela. No podemos seguir reivindicando, entonces, bajo ninguna circunstancia, esa falacia, ese espejismo ideológico, esa palabra maldita que esconde la más excepcional falsedad sobre nuestra relación con el tiempo.

Tengo para mí que la falta de tolerancia hacia nuestra propia diversidad también sustenta, como Saturno de sus hijos, a nuestro mesianismo, raíz de la destrucción, al no saber reconocernos en la ordinaria verdad múltiple de lo que somos como sociedad y haber querido, absurda e incesantemente, ser otros, alienarnos a imagen de otros. ¿Cuántas veces en su historia, en su enfermiza búsqueda célere de alteridad, se habrá destruido Venezuela?

Tendríamos que reconocer nuestra verdad heteróclita, nuestra modestia nacional para poder rehizar nuestras ambiciones. Para emanciparnos del mesianismo es preciso entonces aceptar nuestra heterocronía: asumir, todos, que nuestra temporalidad  es múltiple, y a menudo conflictiva.

Le debemos a un alemán desesperado, Ludwig Boltzman, un descubrimiento que la física contemporánea asume como principio fundacional: que no hay ecuación elemental del universo en la que el tiempo como entidad única y no fractal aparezca. El futuro, que no existe aún, solo existirá como paso de calor entre los cuerpos, como entropía, es decir como ubicuo y familiar incremento de desorden (4).

La revolución es siempre, por principio y lógica, la madre de todas las intolerancias porque implica la absurda tentativa de imponerle al conjunto del organismo social la ilusión de un solo tiempo. La frase de un revolucionario histórico, Saint Just, tallada en la piedra de un jardín arcádico por el poeta Ian Hamilton Finlay, viene al caso: “El orden del presente es el desorden del futuro”.

Pascal Quignard, reflexionando sobre el sobrenombre pulsional de Paul Celan, l’élan, el impulso, en aquel que se lanzó como Boutès a las aguas del Sena desde la memoria del dolor y la destrucción infrigidos por el nazismo, escribe: “El futuro, en lo que concierne al tiempo, es lo que está encriptado. La palabra futuro (phutur) viene, ella misma, de la palabra griega phusis. Es el llamado” (5).

Yo quisiera hablar entonces del dolor: la incapacidad de dolernos en el dolor del otro es el peor resultado de ese ejercicio inhumano del poder. Pero entre las figuras de resistencia, acaso la más digna es aquella de quienes, en estas y otras páginas, no han cesado de registrar el catálogo de nuestros dolores colectivos como lo hacen las líneas que estas líneas introducen, en los sucesivos números del Papel Literario.

Tenemos que rechazar, para vencer por una vez la ideología nacional mesiánica, y su trompeta apocalíptica, la revolución, cualquier principio, cualquier teoría o utopía que no coloque al dolor del otro como límite absoluto de su legitimidad; todo lo que para ser tenga que hacerse indiferente al dolor del otro, al dolor concreto, a la singularidad ordinaria y sufriente.

Venezuela necesita, sí, que advenga el ejercicio insoportablemente diferido de una Justicia implacable para los responsables de la destrucción; pero sobre todo, para que pueda haber futuro, para alcanzar la suerte de ver surgir desde sus sombras un día al país de todos nuevamente, los venezolanos deberemos encontrar, entre nosotros, los caminos de una política de la misericordia.


NOTAS: 

1.        Giorgio Agamben: El sacramento del lenguaje. Arqueología del Juramento [Vrin, 2009], 25.

2.        Ibidem, 10.

3.        Giorgio Agamben: El tiempo que resta. Comentario a la carta a los Romanos [Trotta, 2006], 105.

4.        Carlo Rovelli: The Order of Time [Riverhead Books, 2018], 59.

5.        Pascal Quignard: Lecciones de solfeo y piano [Pre-textos, 2021], 49.