Papel Literario

Encontrando nuestro lugar a través del sentimiento

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Por ARGENIS PARELES

En su ensayo La pregunta por la cosa, Heidegger comenta, que si un médico comete un error con un paciente, algo importante ha sucedido pero, sigue comentando Heidegger, si un profesor interpreta mal un poema no pasa nada. Heidegger nos da tiempo de tomar postura, para de seguidas preguntar de nuevo “pero ¿realmente no pasa nada?”. Este texto me ha guiñado un ojo por más tiempo del que he debido dejar pasar y ha quedado en mi subconsciente solicitando ser atendido ¿Por qué, me pregunto, habría de ser más importante o menos importante la equivocación de un profesor respecto de la condición de un poema? ¿En qué sentido un poema puede ser malinterpretado y por qué ésta habría de evaluarse como un daño semejante o mayor al que se desprende del error médico?

Quisiera apuntar desde la perspectiva kantiana una posible salida a la inicial perplejidad que pudiera suscitar en nosotros el señalamiento heideggeriano. Supongamos que el error respecto del poema no consiste en una equivocación puntual sino, más bien, en un modo de estar ante el poema, ante los mundos y horizontes que sugiere, ante la poesía como un todo; digamos que se trata de un platónico para quien los poetas deben ser llevados a las puertas de la ciudad y obligados a abandonarla. La razón de este trato se apoyaría en la posible identificación de los ciudadanos con las seductoras locuras y fantasías que pueblan sus versos. También podría tratarse de un utopista para quien el poema debe necesariamente ser ejemplar en términos morales, quienes también, seguramente, extraviarán el camino por atender a lo bueno y no a lo bello. Nuestra cuestión se transforma entonces en la pregunta: ¿qué pierde la polis cuando pierde a sus poetas? ¿Cuál es la importancia de traer a los poetas o su espíritu de vuelta a la ciudad?  Lo que vale para la poesía debe valer seguramente para el arte en general, así que podemos generalizar la pregunta y hacerla más relevante poniéndola en la perspectiva del intérprete. Ahora preguntamos por lo que pierde la polis cuando pierde a sus artistas o mejor aún, ¿qué perdemos nosotros cuando perdemos o carecemos de la perspectiva que el arte puede introducir en nuestras vidas?

Como ustedes ya habrán anticipado, si queremos poner la pregunta en términos que posibiliten una respuesta kantiana, necesitamos modificarla una vez más, porque, más que reflexionar sobre el arte, Kant habla del juicio sobre la belleza natural y artística. La pregunta reformulada es ahora acerca del daño que la ausencia de una capacidad para juzgar sobre lo bello, la falta de gusto, introduciría  en nuestras vidas. Para poder evaluar este daño tenemos que precisar el papel de la belleza, lo que ella revela de nuestra naturaleza, disposiciones y posibilidades, lo que promete a seres encarnados y libres como nosotros. Veamos por lo pronto la importancia de la estética en la reflexión kantiana. El concepto más importante de la ética kantiana es la libertad o autonomía de la voluntad racional, nuestra capacidad para ser morales que nos convierte en seres con dignidad y no precio; sin embargo, se trata de una capacidad que compartiríamos con cualquier otro ser racional si es que existe alguno que, por tanto, no es característicamente humana. Lo que es característico de los hombres o único de nuestra humanidad, a diferencia de su animalidad o de su carácter angelical, es la belleza:

“Agradable llama alguien a lo que le deleita; bello a lo que simplemente le place; bueno, a lo que es estimado, aprobado, esto es, aquello en lo que él pone un valor objetivo. El agrado vale también para los animales desprovistos de razón, la belleza solo para los hombres, es decir, para seres de naturaleza animal y, sin embargo, racionales aunque no sencillamente como tales (espíritus, por ejemplo), sino a la vez como de índole animal; lo bueno en cambio para todo ser racional en general.” (CFJ, 135).

El juicio sobre lo bello, que es al fin y al cabo de lo que trata Kant, es un juicio estético. Esto significa que, en tanto tal, está esencialmente conectado con el sentimiento o con la sensibilidad; un juicio estético no resulta de la subsunción de su objeto bajo un concepto determinado, gira, más bien, sobre aquella parte de nuestra percepción que nunca puede volverse parte del conocimiento de un objeto, esto es, del placer que el objeto produce en el observador. De hecho, el sentimiento de placer es básicamente la expresión del juicio. Pero, también es cierto que, en tanto se trata de un juicio, el juicio estético demanda aceptabilidad, no solo de la persona que lo afirma tras su encuentro con el objeto, sino también de todos aquellos que pudieran encontrarse con el mismo objeto. Cuando decimos de algo que es bello tenemos siempre la pretensión, a diferencia de lo que consideramos agradable, que cada uno debe ser complacido por el objeto. Esta exigencia normativa se desprende de nuestra condición racional. Se trata de una pretensión de universalidad que debe tener algún fundamento a priori. Que lo bello satisfaga nuestra condición animal se desprende de su carácter placentero. El placer es un sentimiento y éstos son privativos de nuestra receptividad, del modo como somos afectados.

El segundo y el tercer momentos de la Analítica de lo Bello, en la Crítica de la Facultad de Juzgar, buscan responder a la pregunta ¿cómo es posible que podamos hacer reclamos válidos al acuerdo de los demás con nuestra respuesta subjetiva, placentera o displacentera, frente un objeto, sea artístico o natural? Es decir, ¿qué derecho tenemos a suponer que todos los otros deben sentir el mismo o un placer análogo al mío en su encuentro con el objeto? La respuesta se apoyará en la teoría kantiana de la fuente del placer en el juicio de gusto estético. En diversos lugares, Kant refiere al placer como el sentimiento de promoción de la vida y a su contrario, el displacer, como sentimiento de los obstáculos a la vida. Por vida se entiende “la facultad de un ser de actuar de acuerdo con la facultad de desear”. Y a esta última se la entiende como “la facultad que tiene un ser de causar, a través de sus ideas, la realidad de los objetos de esas ideas”. En ese contexto Kant define al placer como “la idea del acuerdo de un objeto o una acción con las condiciones subjetivas de la vida,” (CRPr 5: 9n; 9-10, 60).  Si el placer y el displacer refieren a algo como un incremento o disminución de nuestro nivel de actividad, en especial de nuestra actividad como seres pensantes, entonces estos sentimientos no pueden ser producto de la mera receptividad. Tiene que existir en relación con estos sentimientos alguna facultad activa o evaluativa. En el caso estético lo que se juzga o evalúa es la capacidad de una representación considerada en sí misma, es decir, sin referencia a ningún objetivo extrínseco, de ocasionar un fortalecimiento o una merma de nuestras facultades cognoscitivas (imaginación y entendimiento), en su actividad cooperativa. Se trata de un acto de evaluación meramente reflexivo, que  “compara la representación dada en el sujeto con la  entera facultad representacional de la cual la mente se vuelve consciente cuando siente su propio estado. Se acepta lo que fortalece y se rechaza su contrario. Nos dilatamos en nuestra contemplación de lo bello, porque esta contemplación se refuerza y reproduce a sí misma.” (CFJ; p.12). Entonces, el sentimiento de placer o displacer sirve como el vehículo a través del cual percibimos la aptitud o la finalidad subjetiva (o su ausencia) de una representación dada para el ejercicio activo de nuestras facultades cognitivas. El sentimiento de placer realiza en el territorio de lo bello lo que el reconocimiento del concepto en el ámbito teórico.

Ahora bien, ¿cuál puede ser el objetivo o la finalidad envueltos en el placer estético puesto que no parece haber demanda de su necesidad ni teórica ni práctica?  Nuestro placer en la belleza surge, señala Kant, cuando el múltiple de la intuición producida por un objeto —esto es la variedad de las experiencias que la percepción del objeto nos produce— pone a nuestras facultades de la imaginación y el entendimiento en un libre juego armonioso, que es sentido como si el mismo satisficiese nuestro propósito subjetivo en el conocimiento, el de encontrar la unidad en el múltiple de nuestras intuiciones, pero sin producir efectivamente la unidad propia del conocimiento, esto es, la subsunción de la diversidad de nuestras experiencias bajo los conceptos determinados del entendimiento. La armonía de la imaginación y el entendimiento  inducida por el objeto bello es placentera justamente porque parece satisfacer un propósito cognitivo básico de nuestras facultades cognitivas: encontrar unidad en la diversidad de nuestras intuiciones. Sin embargo, esta unidad parece contingente en la medida en que no resulta de la aplicación de algún concepto determinado al objeto, de uno que produzca una garantía de la unificación producida.

La condición de plenitud que la belleza promete, en tanto conjuga nuestras dos naturalezas y nos hace conscientes de nuestra condición de seres racionales encarnados, tiene también una dimensión política. El disfrute de la belleza puede ser un asunto privado pero la preparación para la creación y el disfrute de la misma tiene repercusiones públicas.

“La propedéutica de todo arte bello, en la medida en que está dirigida hacia el más alto grado de su perfección, no parece residir en los preceptos, sino en la cultura de las fuerzas del ánimo a través de aquellos conocimientos previos a los que se denomina humaniora: presumiblemente porque humanidad designa por una parte el universal sentimiento de simpatía, y por otra, la facultad de poder comunicarse íntima y universalmente; propiedades que enlazadas, constituyen la sociabilidad apropiada a la humanidad, por lo cual se distingue ella de la estrechez animal”.

Se trata aquí de una sociabilidad que se plantea como alternativa a la concepción agonal de lo social, a la que presiona sobre la insociabilidad y el conflicto e introduce una posibilidad, que históricamente se concretó en la Atenas clásica, de construir un “ente común duradero” en el que la garantía de la libertad y la igualdad residían más en la disposición al deber de sus miembros que en la amenaza de coacción. En tal sentido señala nuestro autor:

“Una época tal y un tal pueblo tenían que descubrir el arte de la recíproca comunicación de las ideas entre la parte más formada y la más ruda, la armonización de la amplitud y refinamiento de la primera con la sencillez y originalidad naturales de la última y, de este modo, aquél término medio entre la cultura más alta y la naturaleza contentadiza, que constituye la recta medida también para el gusto, como sentido humano universal, que no se puede dar según reglas universales.” (CFJ, 307).

Según esto, “la recta medida del Juicio” tiene un rol esencial en nuestra posibilidad de concebir la efectuación en el mundo social real de las demandas de la moralidad. Si volvemos, entonces, a la pregunta por lo que sucede cuando el poema es malinterpretado podemos decir con Kant que, en ese caso, lo que hay es una falta de gusto: “Así como reprochamos a alguien quien es indiferente en la estimación de un objeto natural que encontramos bello con falta de gusto”, así también lo reprochamos como falto de sentimientos si no se emociona ante lo sublime. Pero carecer de gusto es carecer de la capacidad para una comunicación “íntima y universal” y de la disciplina de los afectos que nos prepara para la virtud moral. La importancia del gusto deriva entonces no sólo del disfrute desinteresado que comporta el goce de la belleza sino también de su capacidad para hacer las ideas morales evidentes a los sentidos, para darnos una huella sensible de nuestro destino moral, de que este destino no le es indiferente a la naturaleza. Como difícilmente podemos negar que esto es importante podemos ver la conexión entre la falta de gusto y la esperanza en las posibilidades jurídicas y morales de la humanidad.