Papel Literario

En Marrakesch de la mano de Canetti

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Por TULIO HERNÁNDEZ

Antes de que nos adentremos esta mañana en los espacios lúdicos de la ciudad marroquí de Marrakesch, quiero dedicarle unos minutos a Elías Canetti, un autor cuya obra conocí cuando era estudiante de pregrado en la escuela de sociología de la Universidad Central de Venezuela gracias a que uno de nuestros profesores, el antropólogo y poeta venezolano Alfredo Chacón, quien nos advirtió con entusiasmo que la lectura de este autor y su obra escrita eran indispensables para todo aquel que se interesara por la cultura, la lengua, la memoria y los viajes en general.

Le hice caso y comencé a leerlo. Y al poco tiempo entendí, efectivamente, su importancia. Por supuesto, lo primero que leí fue Las voces Marrakesch, la obra que hoy nos reúne. Y sucesivamente fui accediendo a otros libros de títulos muy sugestivos, como Auto de fe, su primera y única novela publicada en 1936. La lengua salvada, en1977. La antorcha al oído, 1980. El juego de los ojos, 1985. Hasta que llegué a su obra máxima, Masa y poder, publicada en 1960 después de casi dos décadas de trabajo.Un denso libro dedicado a escudriñar los mecanismos del control totalitario sobre los distintos tipos de “masas” luego que Europa había vivido la trágica experiencia del nazi fascismo y el holocausto judío.

Así como en la conferencia del sábado pasado sostuve que la obra de Juan Rulfo estaba marcada de manera decisiva  por su condición de huérfano, hoy debo decir que la de Canetti está tatuada por su condición nómada. Por los sucesivos desarraigos que experimentó, el manejo casi forzado de varias lenguas, sus mudanzas frecuentes de un país a otro y también por la muerte repentina de su padre, ocurrida en 1912 cuando apenas tenía siete años de edad.

Ese nomadismo hace que Canetti haya desarrollado un mundo interior hecho de identidades múltiples de donde proviene su capacidad para digerir y entenderse lúcidamente con las diferencias culturales entre personas, pueblos, etnias  y naciones donde  se fue moviendo como un voyeur privilegiado en una montaña rusa.

Quiero recordarles que Canetti nace en Bulgaria, en el seno de una familia judía de origen sefardí. Que su lengua materna es el ladino, un dialecto del castellano. Que, luego de la muerte de su padre, él, su madre y sus tres hermanos se trasladan a Viena, y por eso el alemán se transforma en su lengua literaria. Hasta que llega la legendaria “Noche de los cristales rotos”, el inicio violento de la persecución nazi fascista contra los judíos y Canetti tiene que huir, primero, a París, y luego al Reino Unido, donde transcurre una buena parte de su vida y desde donde viaja en el año 1981 a recibir el Premio Nobel de literatura.

De esta vida nómada, de este asentarse en distintos países y ciudades, nace la que sin duda es la gran cualidad personal y literaria de Canetti, la de ser un gran “oidor”. Un “testigo oidor” como se titula uno de sus libros. La condición de saber escuchar y mirar en los detalles y personas que le rodean lo esencial de las cosas y las palabras.

Hay una frase de Las voces de Marrakesch que lo representa de manera magnifica cuando escribe:

estoy comenzando a contar algo y apenas enmudezco me doy cuenta de que aún no he dicho nada, una sustancia prodigiosamente luminosa permanece dentro de mí y se burla de las palabras, ¿será la lengua que no entendía y ahora debe traducirse en mímismo?”.

Marcado por la extrañeza y el deslumbramiento con lo desconocido, Canetti nos explica una de sus  grandes convicciones:

“¡qué hay en el lenguaje?, ¿qué es lo que oculta? Durante los días que estuve en Marrakesch no intenté aprender árabe, ni ninguna de las lenguas bereberes. No quería perderme nada de la fuerza de aquellas voces foráneas. Quería que los sonidos me llegaran tal y como eran sin debilitarlos con ningún conocimiento artificioso e ineficiente. No había leído nada sobre el país. Sus costumbres me resultan tan extrañas como sus habitantes. Lo poco que en el curso de una vida llegamos a saber sobre cada país y cada pueblo se me desvaneció  allí en la primeras horas”.

Marrakesch en pocas páginas

Es profundamente sugerente la idea de desvanecimiento de lo poco que podemos aprender de otro país y esa noción de lo inatrapable de las otras culturas es clave en Las voces de Marrakesch, a mi juicio uno de los libros de viajes más breves, enigmáticos y seductores que se hayan escrito alguna vez. No se trata de una saga de crónicas turísticas ni de aventuras en el extranjero. Es más bien un conjunto de relatos breves, una colección de escenas, incidentes y situaciones.  “Una constelación de sucesos”, lo ha llamado Ignacio Echeverría, prologuista de una de las mejores ediciones de este libro, la que realizó Random House en el 2021.

Una constelación de sucesos  mediante los cuales el autor organiza veinte años después las notas que había tomado en la ciudad marroquí durante un viaje que realizará en 1950 como parte de un equipo inglés que rodaba una película. De allí el subtítulo del libro “Apuntes después de un viaje”. Igual pudo haberlo adjetivado apuntes de un viaje veinte años después.

Foto: Oscar Lucien

En menos de cien páginas, que nos hablan de las calles y plazas de esta ciudad rojiza ubicada en las inmediaciones de las dunas del Sahara, desde donde es posible contemplar la pared de montañas nevadas del Atlas que la circunda, seducido por la sensualidad de la voz humana y por el contraste cultural al que se enfrenta, el autor organiza sus notas a través de catorce textos breves que pueden ser leídos como relatos autónomos.

Si Rulfo, como los vimos la semana pasada, se inventa una comarca habitada de espectros en blanco y negro, Canetti ausculta el lugar que visita relatando momentos, encuentros y escenas poblados de seres tangibles, vitales y entusiastas, pero culturalmente distantes —muy distantes— del autor.

Las voces… es un libro poblado de incidentes enigmáticos; ciegos y mendigos;  apariciones y ocultamientos; camellos y burros; descripciones de calles laberínticas, bazares y mercados multicolores; azoteas  y espacios públicos no geométricos como en Occidente; murallas del siglo X; jardines deslumbrantes  y una arquitectura dominada por las mezquitas, los palacios, los riads, los arcos,  las herraduras y las kashbahs, esas pequeñas ciudadelas propias de la cultura berebere.

Ya solo los títulos de los relatos nos van diciendo cómo se acerca el autor a la ciudad.  En el primero, “Encuentro con camellos”, comienza diciendo “Tres veces entré en contacto con camellos y las tres  terminaron de manera trágica”. En el segundo, “Las voces de los ciegos”, nos cuenta el papel de la repetición, de las letanías pronunciadas una y mil veces por los invidentes que pueblan la ciudad. El tercero, “La saliva del morabito”, relata un extraño ritual mediante el cual un ciego que mendiga saborea, de una manera de la que me ocuparé de explicar más adelante, las monedas que recibe. En el cuarto, “Casas silenciosas y azoteas vacías”, hace una toma casi cinematográfica del modo como las mujeres de la ciudad nunca se dejan ver en lo alto desde sus casas.

Hay relatos sobre sobre las maneras marroquíes de comprar y vender, el arte del regateo tal y como se ejerce en los zocos, los inmensos y coloridos bazares ubicados en las calles de esta ciudad. Hay dos relatos sobre burros. Otros sobre sus visitas a la Mella, el barrio judío.

Y hay un relato que me parece  definitivo para entender lo que más le llama la atención a Canetti  de Marrakesch: las apariciones extrañas. Se llama “El invisible”, que trata de una presencia humana, echada en el piso de una plaza, totalmente cubierta por una tela marrón. La figura humana  parece más bien un fardo abandonado, un objeto desechable, de cuyo cuerpo nada se ve sino solamente se escucha un quejido que nuestro  autor  describe como el zumbido de un insecto: ae-ae-ae, ae-ae-ae,

El raro soy yo, por eso escucho

Permítanme regresar a dos historias cruciales de este libro. Una trata sobre los “morabitos”. Canetti escribe impresionado la escena de un hombre ciego que recita unas letanías pidiendo dinero con un cuenco de madera en sus manos Y cuando recibe las monedas, las introduce en su boca. Las prueba como si fuese un manjar. Es alguien que obviamente debe tener mucha saliva y, luego de saborearlas con un rostro que no transmite sufrimiento sino felicidad, escupe hacia lo alto la moneda babeada que cae certeramente, como un balón encestado exitosamente por un supertstar del básquetbol,  en el bolso que el hombre lleva a su costado derecho.

Foto: Oscar Lucien

El escritor esta extrañado. Podríamos decir que paralizado. Confiesa que se propone diluir su asco en el exotismo de la escena. “Porque”, se pregunta, “¿hay algo mas inmundo que el dinero?”. Luego aparece otra persona, esta vez un árabe, que le da una moneda de cinco francos (no había euros para ese momento) y el ciego vuelve a  hacer lo mismo. La saborea. La muerde. Casique la mastica. Y luego la vuelve a lanzar al aire para encestarla en el bolso. Mientras tanto, el autor estupefacto se da cuenta de que varios ojos lo están observando.

Conclusión: el extraño es él, no el salivador que forma parte del paisaje de la ciudad. Él es él, el escritor extranjero extrañado ante una figura y un ritual que para todos los locales es absolutamente común. Una persona se le acerca y  le explica que se trata  de un morabito. Una especie de santos a los que se les atribuye poderes especiales. Un ciego que evalúa con su boca y su lengua la moneda para saber cuánto ha recibido. Pero no era el morabito el raro. “La criatura asombrosa era yo que había tardado tanto en entender”, escribe.

Para expresar con claridad el choque cultural, con esa precisión con la que usa el lenguaje, el narrador búlgaro, judío, alemán e inglés nos explica en su texto:

“El anciano había terminado de mascar y escupió otra moneda. Entonces se volvió hacia mí con expresión radiante y me dirigió una bendición que repitió seis veces. La cálida cordialidad que me transmitió mientras hablaba es algo que no he vuelto a recibir jamás de un ser humano”.

Y aquí es necesario detenerse en un rasgo básico de la actitud de Canetti no solo en este libro sino en general en toda su obra: la del Testigo oidor. La importancia que le da al lenguaje y al habla humana, lo que él mismo llamó en un capítulo de La antorcha al oído “el arte del buen oír”.

En ese capítulo Canetti recuerda cómo en Viena, bajo la influencia que sobre él ejercía Karl Kraus, se adiestró en la tarea de prestar oído atento a cuanto las personas decían a su alrededor. Lo afirma sin titubeos: “La primera prueba de respeto hacia los seres humanos consiste en no pasar por alto sus palabras”

Su capacidad para escuchar es tan grande como la de observar detenidamente,  ver y relatar cuanto le ocurre en su visita a Marrakesch, alguien que comparte la distinción entre viajero y turista. “Cuando viajamos aceptamos todo, la indignación la dejamos en casa. Observamos, escuchamos y nos entusiasmamos por las cosas más terribles, porque son novedosas”, explica. “Los buenos viajeros son implacables”, concluye.

Maneras de contar una ciudad

Hay, digámoslo así, una estrategia canetiana de relatarnos su asombro por una ciudad diferente a todas las que había visitado antes.

Las casas: “En estas casas hay pocas ventanas que dan a la calle, a veces ninguna: todo se abre hacia el patio interior, que a su vez se abre hacia el cielo. Solamente el patio nos conecta suave y mesuradamente  con el entorno”.

La explanada: “Pero también podemos subir a la azotea y ver de pronto una explanada y todo parece construido en forma de amplios escalones. Creemos que podíamos pasearnos por encima de toda la ciudad. Las callejas no parecen obstáculos. No las vemos y nos olvidamos de que existen”.

Foto: Oscar Lucien

Las mezquitas: “Los minaretes que se elevan aquí y allá no son como los campanarios  de las iglesias. Cierto es que son alargados pero no terminan en punta, su ancho es el mismo arriba que abajo y lo que cuenta es la plataforma en lo alto, desde la cual se llama a oración. Son como faros pero habitados por una voz”.

Las golondrinas: “Por encima de las azoteas evoluciona un población de golondrinas. Forman como una segunda ciudad, solo que en ella la vida se agita tan rápida, como lentamente se mueve en la calle de los hombres. Nunca descansan esas golondrinas, uno se pregunta si alguna vez duermen, les falta pereza….”.

***

En el año 2010 visité a Marrakesch en compañía de mi  amigo el sociólogo, fotógrafo y cineasta Oscar Lucien, quien viajaba animado por el propósito explícito de retratar aquella ciudad de leyenda marcada por  una arquitectura del adobe y una noción del uso del espacio absolutamente asimétrica, diferente al damero que los latinoamericanos heredamos de la ciudad ibérica.

Marcada también por el Hotel La Mamounia, considerado por algunos cronistas de viajes  como el “mejor hotel del mundo”, donde se recuerda la presencia de huéspedes ilustres como Winston Churchill, en donde Paul Valéry, Graham Greene y Paul Bowles se suponen encontraron espacio para sus inspiración, donde Alfred Hitchcock residió mientras rodaba algunas de las escenas de El hombre que sabía demasiado, y que fue por mucho tiempo  una especie de lugar de culto para muchos jazzistas estadounidenses.

Un lugar que produce veneración, tiene unos jardines casi perfectos, sombreados por grandes palmeras delicadamente iluminadas por las noches, coloridas buganvillas, olivos centenarios y árboles frutales

Viajábamos en agosto, bajo un implacable verano cuando la ciudad esta asediada por temperaturas superiores a los 38 grados centígrados. Llegamos al aeropuerto internacional Marrakesch-Menara en horas del mediodía cuando el sol era un manto incandescente y casi nadie se movía en la calle esperando que la temperatura cediera unos grados.

Nos dirigimos directamente a La Medina, el centro histórico y atractivo mayor de la ciudad  en donde habíamos reservado hospedaje en uno de los muchos riads de la ciudad,  viejos y silenciosos palacetes hoy convertidos en gratos hostales de muy pocos pisos que poseen siempre un patio central adornado por fuentes y plantas que en el verano son una bendición de frescura.

Y cuando atravesamos, por la puerta de Agnou, la gruesa muralla construida en el siglo X,  divisé a un burro famélico, arrastrando una maltrecha carreta sobre la que viajaban tres hombres de largas barbas negras, vestidos de decoloradas túnicas, dormitando sobre unas inmensas bolsas plásticas llenas de cajas de zapatos deportivos, seguramente chinos, que obviamente iban a vender en alguno de los miles de zocos que pueblan La Medina. En ese instante comprendí que mi primer viaje a esta ciudad frenética iba a estar marcado por el fantasma de Elías Cannetti. O, para ser más preciso, por mi lectura juvenil de su libro Las voces de Marrakesch.

Lo de los burros fue premonitorio. El que me tocó como saludo de bienvenida era el jumento más triste y esquelético que hubiese visto alguna vez. No levantaba la cabeza, solo miraba al suelo. Tenía los párpados caídos. Los tobillos tan delgados que parecían a punto de quebrarse. Respiraba con dificultad. Y, para que el sufrimiento fuese mayor, arrastraba un peso, el de la carreta de madera, los tres hombres acostados y la carga de zapatos, que a todas luces parecía representar diez o veinte veces el suyo propio.

Por eso pensé en Canetti. Porque en su libro hay dos tipos de animales a los que se refiere reiteradamente, los camellos y los burros, cuya presencia es fundamental para entender la sorpresa permanente que le produce una nacionalidad, la marroquí; una religiosidad, la musulmana; una pertenencia mayor, la condición árabe; y una concepción de la ciudad, la Medina laberíntica, que juntas producen para un occidental una confusión o una excitación siempre cercana al deslumbramiento y al misterio que suelen conducir al visitante por el camino del extravío.

El burro ripioso,  la plaza Jamma El fna y los socos

El relato “El burro ripioso” es la escena de un burro, pobre, triste, deshilachado, aparentemente moribundo (“el burro más miserable de los míseros burros de aquella ciudad”), parecido al que me encontré en la puerta de Agnou, que es utilizado por un cómico marroquí para su espectáculo en la plaza Jamma El fna.

En medio de un corro de gente que se desternilla de risa, el hombre la hace preguntas al pobre burro. Como el burro no le responde, el hombre le golpea. Hasta que el burro hace una especie de danza girando sobre sí mismo al son de la música y la gente se divierte. Al final, Canetti no soporta la situación, porque dice que “el asco puede más que la curiosidad”.

Al día siguiente Canetti regresa a la Plaza Xemáa el-Fnaa, donde había ocurrido la escena del ripioso y allí estaba de nuevo el mismo burro, ahora solo, sin público, ni músicos. Ahora bajo la luz se veía, cuenta Canetti, más viejo, famélico y miserable.

Y aquí viene el quid del relato. El viajero se distrajo un momento, cuando volvió a mirar el burro ya no era el mismo animal porque entre sus patas traseras colgaba ahora un miembro gigantesco más fuerte y poderoso que el bastón con el que le golpeaban anoche. Entonces Canetti se pregunta cómo era posible que aquella criatura, miserable, a punto de derrumbarse, sin fuerza “aún tenía en su interior tanta voluptuosidad, que verlo así me liberó de la impresión de miseria”.

En un cierre magistral nuestro autor concluye:

“Pienso a menudo en aquel burro y me pregunto cuánto habrá quedado de él desde que le perdí de vista. A todo ser torturado le deseo que mantenga viva su voluptuosidad en medio de sus miserias”.

Así es Marrakesch de Canetti, y el Marrakesch cotidiano, cuando estás a punto de creer que hay una situación mísera, caótica, o miserable, descubres que hay algo encantador, una contraparte, un aliciente, un entusiasmo, que necesita de una mirada y una interpretación no occidental. Me gusta imaginar que en los alrededores había una fémina cuyo olor llegó para sacar a nuestro Platero marroquí de su desencanto y ayudarlo a desenvainar sus últimas energías

***

La plaza Jamma El fna, como se escribe en español,  donde ocurre la escena, es un lugar en extremo sorprendente, cinematográfico, circense y turístico. En los cinco días que pasé visitándola todas las noches, no pude presenciar nada equivalente al espectáculo del jumento ripioso pero tuvimos la oportunidad para ver los más diversos y, en algunos casos, absurdas escenas y espectáculos callejeros.

La plaza  o es una construcción como lo puede ser San Marcos en Venecia o  la Plaza Real en Madrid. Es un terraplén descomunal y forma irregular, que recuerda por sus dimensiones, mas no por sus formas ni la calidad de la arquitectura que la rodean, al Zócalo de Ciudad de México. Es el gran corazón cultural, turístico y hasta gastronómico de la ciudad. Pero no hay en ella nada sólido, una fuente, un monumento estatuario, es un lugar mutante, no un edificio establecido, que se va transformando a lo largo del día, donde ocurren más cosas de las que una primera mirada superficial y no entrenada o informada no puede captar.

Durante las primera tres horas que pasé con mi amigo Oscar en aquel lugar,  me encontré con encantadores de serpientes, de turbante y posición de loto, sentados en el piso, haciendo  que las cobras salieran de sus cestas  y bailaran al ritmo de sus flautas; conversé con sacadores de muelas, que exhiben prótesis dentales usadas por alguien que ya murió y el potencial comprador, si le calzan bien en su boca, la puede adquirir a muy bajo precio; dejé que lectores del futuro me dijeran qué iba a ser de mi vida en los próximos treinta años; escuché alucinado músicos de todo tipo: bereberes, del atlas, del sur, incluyendo uno que tocaba una especie de laúd y llevaba en la cabeza sobre un sombrero trabuch rojo un gallo vivo moviéndose al ritmo de las cuerdas con sus alas semiabiertas; vi pasar hombres vestidos con chibalas, mujeres ataviadas con  hiyab, niqab y burkas; repartí algunas monedas entre tragadores de fuego, faquires acostados sobre camas de clavos, vendedores ambulantes de cualquier cosa imaginable, santones que repetían letanías infinitas; caminé en medio de puestos de frutos secos impecablemente organizados como si fuesen intervenciones artísticas; presenciamos la actuación de bailarines  y el trabajo de las tatuadoras de henna;  y, por supuesto, ya extenuados nos sentamos a comer un rico cuscús en un entramado de puestos portátiles de comidas que comienzan a instalarse a eso de las 5 de la tarde, iluminados por largas cadenas de grandes bombillos amarillentos,  y vuelven a desaparecer para dejar la explanada limpia y sola en horas de la madrugadas.

Pero no es Jamma El fna el único lugar de vértigo. La ciudad está marcada de manera definitiva por la multiplicidad de los suks (o de los socos), tiendas y tenderetes, muchas de ellas ubicadas en plena calle a las que Canetti le dedica varias páginas para describir casi con precisión de entomólogo y curiosidad de urbanista la lógica espacial y comercial de estos lugares que concentran la atención de los visitantes. Lo dibuja como un buen acuarelista del siglo XXI:

“Todas la tiendas y tenderetes en las que se vende se hallan pegados unos a otros (..) Aquí hay un bazar de especias y allá uno de marroquinería. Los cordeleros tienen su espacio y los cesteros el suyo. Encontramos de todo y siempre en gran cantidad. Pasamos delante de ellos como si constituyeran una ciudad de por sí y nos invitaran a entrar en ella insistentemente”.

Canetti describe un ambiente siempre fresco y de gran variedad de colores, la ausencia de puertas, escaparates o estanterías que separen las mercancías del visitante que avanza bordeándolas. Ninguna tienda tiene nombre ni letreros, no al menos en 1950 cuando aquel visitante literario hizo sus notas de viaje.

Hay dos cosas que Las voces de Marrakesch relatan muy bien en un tono casi etnográfico. Primero, la relación casi estoica del vendedor con los objetos que vende y el espacio que ocupa:

“El  que está ante sus mercancías es ante todo un hombre tranquilo que está siempre ahí sentado y parece cercano. Tiene poco espacio y también pocas ocasiones para hacer grandes gestos. Pertenece a sus mercancías tanto como sus mercancías le pertenecen a él. No están en otro sitio empaquetadas. El mercader las tiene siempre la vista”.

La otra descripción fascinante es el tema de los precios. Nadie sabe exactamente cuál es el valor exacto de lo que se vende. Un monto que el mercader mantiene en secreto y el comprador nunca llegará a conocerlo, hecho que le confiere al arte del regateo una aura “apasionante y misteriosa”.

Los precios, nos recuerda el autor, son un enigma indescriptible. Hay precios para extranjeros que pasan un solo día en la ciudad, precios para ricos y para pobres, precios para turistas que ya llevan una semana en la ciudad. Pero el precio inicial es solo el principio de una negociación entre comprador y vendedor. Es una ética: “Es deseable que el vaivén de las negociaciones dure una pequeña y sustanciosa eternidad. El mercader elige el tiempo que le dedicamos a la compra”.

Obviamente muchas cosas han cambiado desde la visita de Canetti a mediados del siglo XX. Hay mujeres vestidas de negro con sus rostros cubiertos, pero también las hay de todos los colores. Rojas y azules, con apretados jeans, lentes ray ban de imitación, bocas pintadas que se entremezclan con alemanas de pieles enrojecidas, españolas de trajes informales, suecas que exhiben con naturalidad sus partes íntimas.

Pero hay varias imágenes canettianas que siguen intactas. La del mercader que tiene cierto honor y respeto por la mercancía y el arte del regateo que aprendimos junto a mi amigo Oscar, aprendimos a practicar cuando también descubrimos que hay precios distintos para los blancos y los morenos, para los europeos y para los visitantes provenientes del tercer mundo. Por eso Canetti escribió que “puede creerse que hay más variedad de precios  en los zocos que hombres en el mundo.

Coda:

¡Ali Babá! ¡Alí Babá!

Los pobladores de Marrakesch son espontáneos y bromistas. Desde que llegué a la ciudad en varias ocasiones hombres que paseaban en grupo me señalaban  y me decían “Ali Babá!, Ali Babá”. Mi amigo Oscar Lucien se desternillaban de risa y el asunto comenzó a extrañarme hasta que le preguntamos a un francés un dueño de una galería de arte de qué se trataba el desplante.

Entonces el galerista nos explicó que hacía muy poco se había proyectado en Marruecos  una película, muy exitosa, titulada precisamente Ali Babá y que por mi tono de piel morena, el rostro ancho, y un cierto sobrepeso, recordaba ligeramente a aquel al actor y eso le divertía mucho a los pobladores.

Ya de regreso en el avión que me llevaría a España, todavía bajo las imágenes atropelladas de esos cinco días, pensé con una sonrisa interior que sólo en Marrakesch y bajo el efluvio de Canetti te puedes convertir por unos días en un personaje de Las mil y una noches.